22/11/2024 08:18
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 Tenía el compromiso de escribir hoy pero me es imposible hacerlo sobre otra cosa que no sea el tema de este artículo.

El pasado domingo murió en silencio una niña de diez años de nombre Teresita. El Hospital de La Paz fue el escenario de sus últimos momentos. Un tumor cerebral de difícil cirugía fue el responsable nominal de que pasara poco tiempo con sus padres. Puedo imaginar pocas cosas peores que perder un hijo de esta edad y, como por razones personales lo he vivido relativamente cerca, aún tengo en mi esa pena empalagosa que oscurece todo. Pero Teresita se ha dado a conocer por otros asuntos.

Visitada por el vicario D. Ángel Camino mientras estaba en el hospital, éste le preguntó que qué le gustaría ser. Teresita le respondió, con entusiasmo inusual, que quería ser “misionera”. En palabras del propio vicario, se quedó “petrificado”. Debió decirlo la niña con mucha convicción y doy fe porque D. Ángel, por su cuenta y riesgo, le hizo rápidamente un título eclesiástico oficial de misionera, con su nombre y apellidos. Por razones que se me escapan un tanto, la noticia corrió como la pólvora y no recuerdo qué cargo eclesiástico responsable de las misiones españolas comenzó a recibir llamadas de misioneros de todos los rincones del país. Hoy, cuando Teresita ya no está, parece que se han puesto en contacto con la familia misioneros de todo el mundo e importantes cargos de la jerarquía eclesiástica, movidos por la ternura y el entusiasmo con el que la niña enseñaba su título que le hacía misionera “de verdad”.

Parece una ironía que una pequeña gravemente enferma, con su fin certeramente próximo, se enorgulleciera de ser algo que a la inmensa mayoría le reclama largos años de una vida de dedicación. Pero Dios escoge vías insólitas para hablar a los hombres y tras la muerte de Teresita muchos han sido conscientes de que ha fallecido alguien especial, cuya corta vida muy posiblemente dará frutos de otro orden. Resulta chocante que a una edad en la que los niños se guían por la admiración de héroes con frecuencia de cartón piedra, esta niña quisiera ser algo de lo que apenas se habla: misionera.

Ser “misionero” es una cosa que va infinitamente más lejos que gestionar una ayuda material o unos recursos. Para esto lo único que hace falta es un buen administrador más o menos bien intencionado. Sin embargo el misionero, si lo es de verdad, más que administrar cosas (que también), debe hablar a las almas de esa esperanza divina que no desfallece ni ante lo peor de la vida y que dota al que la posee de una paz interior afianzada en saberse uno mismo acorde con el orden divino del mundo. Quizás la misión de Teresita era mostrar al ser humano la alegría de servir a Dios sin más y con ello proporcionar la prueba de que, literalmente gracias a Dios, puede darse un sentido a la vida y también a la muerte. Este consuelo es el que sostiene la admirable entereza de sus padres, de la que ha sido testigo el propio vicario D. Ángel Camino y todos los que con ellos han tratado a lo largo de la difícil agonía de Teresita.

Y es que sin duda es ahora cuando Teresita ha logrado lo que se proponía posiblemente sin saberlo: la misión. Lo ha logrado sin hacer tal o cual cosa “por los pobres”: ella ni ha hecho ni ha tenido; solo ha sido de una determinada manera, con su inocencia infantil. Es algo que choca sobremanera con los presupuestos activistas de nuestro mundo, siempre en pos de la apariencia, porque el verdadero misionero primero “es” y solo después “hace”. La obra del misionero es mera transmisión de eso en lo que se ha convertido antes.

Me atrevería a decir que Teresita deseó plenamente ser misionera y por ello alcanzó su plenitud vital enseguida, con tan solo diez años. Dios debió reservar para ella una tarea que tenía que cumplir exactamente como ha sucedido. La concepción providencial propia del cristiano nos dice que la vida del hombre es misión sobre la tierra. Cada uno tiene su papel, aunque a veces nos perdamos en frivolidades que nada tienen que ver con la eternidad. Cuando uno ha cumplido con su tarea el Padre, dueño de la vida y de la muerte, le llama indefectiblemente. Nos lo explicó hace quinientos años nuestro Jorge Manrique, que escribió que querer vivir cuando Dios quiere que muramos “es locura”. Cada uno tiene su hora y de ahí que el miedo no ofrezca nada al hombre.

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Ahora Teresita ha cumplido su misión e incluso este artículo posiblemente sea parte en mí mismo de lo que ella ha conseguido: llamar a reflexión y a renovación a unas ideas que tendemos a almacenar en el trastero de la memoria, como si ya no tuvieran nada que aportarnos. Quizás con ello Teresita ha conseguido plenamente aquello por lo que Dios quiso que estuviera entre nosotros y ahora empiece de verdad su auténtica misión.

Fue una vida corta, si, pero llena de sentido. Gracias a ella cada uno puede preguntarse para qué le ha traído Dios al mundo. Hallemos la respuesta y entreguémonos a la tarea. Solo así viviremos con una paz y una alegría que de otro modo no tendremos.

Requiescat in pace, Teresita. Tu ya has servido a muchos. Ahora Dios te ha llamado para un servicio mejor.

Autor

REDACCIÓN