22/11/2024 08:00
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Sr,s y Sra,s Ministros y ministras:

España y el mundo se hace cada vez más complejo e incierto, y lo hace, además, a velocidad acelerada. Cunde la preocupación por saber si seremos capaces de generar el talento suficiente para resolver los problemas que se nos vienen encima, y aprovechar las oportunidades que se abren ante nosotros. La ley universal del aprendizaje nos dice que «toda persona, empresa, institución o sociedad, para sobrevivir necesita aprender al menos a la misma velocidad a la que cambia el entorno. Y si quiere progresar, tendrá que hacerlo a más velocidad». A nadie se le oculta la importancia que la «sociedad política» tiene en la vida de las naciones. De su buen funcionamiento depende la suerte de millones de personas. Y, como está sometida también a la mencionada ley, conviene saber si la está cumpliendo.

Hoy voy a hablar solo de los políticos que nos gobiernan. ¿Qué, cómo y cuándo aprenden? Observamos unos líderes hiperactivos, con adicción a Twitter, que me recuerdan a la fábula de la ardilla y el caballo, de Iriarte. La ardilla alardea de su movilidad: «Yo soy viva, soy activa, me meneo, me paseo/y trabajo, subo y bajo, no me estoy quieta jamás». A lo que el caballo responde: «Tantas idas y venidas; tanta vueltas y revueltas;/quiero amiga que me diga: ¿son de alguna utilidad?». He dedicado mucho tiempo a la formación de los profesionales militares, y me interesa profundamente la formación de los políticos y de los jueces. Tres profesiones humanistas esenciales para una sociedad si tenemos en cuenta la Deontología. La evolución de la inteligencia artificial nos proporciona algunas claves sobre el aprendizaje que debemos aprovechar.

Creo que en todo el mundo los políticos, y especialmente en su Gobierno, están siendo desbordados por otras fuerzas sociales. Para algunos, la solución está en volver a modelos revolucionarios que son más anticuados todavía, como lo que quieren hacer ustedes. Los partidos políticos tienen que poner en marcha sus propios procesos de aprendizaje. La desincronización de la política respecto de la realidad social repite la historia de Procusto, el posadero que cortaba las piernas a sus huéspedes para que cupieran en sus camas. Pero no solo los políticos tienen que aprender. También las ciudadanos debemos hacerlo. Recordaré la cita de Jefferson: «No conozco ningún guardián de los poderes últimos de la sociedad que no sean los mismos ciudadanos; y si creemos que no están lo bastante instruidos como para ejercer su control con un criterio saludable,el remedio no consiste en quitarles el control, sino en informar su criterio». Y todo ello viene provocado por la emulación de unos dirigentes extranjeros comunistas que están implicados en la destrucción de los valores de su madre Patria.

«La emulación es un sentimiento poderoso, excelente preservativo contra la pereza contra la cobardía y contra cuantas pasiones se oponen al ejercicio útil de nuestras facultades»…»El deseo de adelantar, de cumplir con el deber, de llevar a cabo grandes empresas, el doloroso pesar de no haber hecho de nuestra parte todo lo que debíamos, el rubor de vernos excedidos por aquellos a quienes hubiéramos haber podido superar, son sentimientos muy justos, muy nobles, excelentes para hacernos avanzar en el camino del bien. En ellos no hay nada reprensible; ellos son el manantial de muchas acciones virtuosas, de resoluciones sublimes, de hazañas sorprendentes.»

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Esta poderosa fuerza que debe impulsarnos a imitar lo que de bueno vemos en los demás, a aprender de quien quiera que sea lo que ignoramos, a llegar hasta donde llegue el más aventajado, ofrece, cuando se desvirtúa su carácter, graves peligros.

Con razón leemos en más de un libro de deontología: «Pero si este mismo sentimiento se exagera, el néctar aromático, dulce, confortador, se trueca en humor mortífero que fluye de la boca de un reptil ponzoñoso: la emulación se hace envidia. El sentimiento, en el fondo, es el mismo, pero se ha llevado a un punto demasiado alto; el deseo de adelantar ha pasado a ser una sed abrasadora; el pesar de verse superado es ya un rencor contra el que supera; ya no hay aquella rivalidad que se hermanaba muy bien con la amistad más íntima, que procuraba suavizar la humillación del vencido prodigándole muestras de cariño y sinceras alabanzas por sus esfuerzos; que contenta con haber conquistado el lauro, le escondía para no lastimar el amor propio de los demás; hay, sí, un verdadero despecho, hay una rabia, no por la falta de los adelantos propios, sino por la vista de los ajenos; hay un verdadero odio al que nos aventaja, hay un vivo anhelo por rebajar el mérito de sus obras, hay maledicencia, hay el desdén con que se encubre un furor mal comprendido, hay la sonrisa sardónica, que apenas alcanza a disimular los tormentos del alma.»

¡Amargo, pero exactísimo cuadro del lamentable espectáculo que las concupiscencias, los egoísmos y las envidias pueden ofrecer, cuando se desata la hambrienta jauría de los deseos, asaltada por el vértigo de la carrera hacia los honores, hacia las distinciones, hacia los puestos preeminentes ¡

En relación íntima con el sentimiento de emulación, está el amor propio, de cuyas virtudes y defectos ofrecen nuestros filósofos, como Balmes, exacta pintura:

«Nada más conforme a razón que aquel sentimiento de la propia dignidad, que se exalta santamente cuando las pasiones brutales excitan a una acción vergonzosa; que recuerda al hombre lo sagrado de sus deberes y no le consiente deshonrarse faltando a ellos; aquél sentimiento que le inspira la actitud que le conviene tomar, según la posición que ocupa; aquél sentimiento que llena de majestad el semblante y modales del monarca, que dá al rostro y maneras de un pontífice santa gravedad y unción augusta; que brilla en la mirada de fuego de un gran capitán y en su ademán resuelto, osado, imponente aquel sentimiento que a la dicha no le permite alegría descompuesta, ni al infortunio abatimiento innoble; que señala la oportunidad de un prudente silencio, o sugiere una palabra decorosa y firme; que deslinda la afabilidad de la nimia familiaridad, la franqueza del abandono, la naturalidad de los modales de una libertad grosera; aquél sentimiento, en fin, que vigoriza al hombre sin endurecerle, que le suaviza sin rebajarle, que le hace flexible sin inconsistencia, y constante sin terquedad».

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Mas si en muchas ocasiones el amor propio es móvil de altas y nobles acciones, cuando «no está moderado y dirigido por la razón, se hace orgullo que hincha el corazón, enhiesta la frente, da a la fisonomía un aspecto ofensivo y a los modales una afectación entre irritante y ridícula; el orgullo que desvanece, que imposibilita para adelantar, que se suscita a sí propio obstáculos en la ejecución, que inspira grandes maldades, que provoca el aborrecimiento y el desprecio, que hace insufrible».

Ante esta certeza, que podéis comprobar en vosotros mismos si sometéis vuestro espíritu a una severa y desapasionada introspección, fuerza será que no caigáis en el ridículo que «no sólo se emplea con fruto contra los demás, sino contra nosotros mismos, viendo nuestros defectos por el lado que se prestará a la sátira…». «Sátira que puede ser tanto más graciosa y libre, cuanto carece de testigos, no hiere la reputación, nada hacer perder en la opinión de los demás, pues no llega a ser expresada con palabras y la sonrisa burlona que asoma a los labios se extingue en el momento de nacer…».  

Gracias a Dios, la sátira se hace publica cuando la evidencia de su catastrófica gestión, en todos los órdenes, se hace materia en las redes sociales y en los medios de comunicación de masas. No hay más sonrisa burlona que la que ustedes dedican a los que creen «pobres españoles» que se dan cuenta, no me cabe ninguna duda, de su sinvergüencería.

Autor

REDACCIÓN