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El pasado día 24 de mayo de 2021, se publicó en el diario El Mundo un artículo sobre un informe de Sigma Dos. Concretamente, se afirma en el texto que «en plena desescalada y afrontando el reto de la recuperación tras la pandemia, la mejora de la gestión pública es una prioridad para la mayoría de españoles», como «se desprende del Panel elaborado por Sigma Dos para EL MUNDO, que concluye que el 65% de la ciudadanía considera que aumentar la eficiencia de los servicios públicos es primordial para garantizar en estos momentos el Estado del Bienestar en nuestro país».

 

Ese resultado resulta extraño, pero porque no parece lo suficientemente alto como para calificar a la sociedad española como madura. Precisamente, se requiere una mayor eficiencia en el gasto público para evitar el despilfarro del dinero que procede de las cuotas abonadas por los ciudadanos a causa de los numerosos impuestos establecidos en el ordenamiento jurídico tributario español.

 

Hay que tener presente que el artículo 31.2 de la Constitución exige la eficiencia en el gasto público. En virtud de ese precepto, el artículo 38 de la Ley establece que el que por acción u omisión contraria a la Ley originare el menoscabo de los caudales o efectos públicos quedará obligado a la indemnización de los daños y perjuicios causados. Además, el artículo 432 del Código Penal castiga con una pena de prisión de dos a seis años, inhabilitación especial para cargo o empleo público y para el ejercicio del derecho de sufragio pasivo por tiempo de seis a diez años a la autoridad o funcionario público que que teniendo facultades para administrar un patrimonio público, emanadas de la ley, encomendadas por la autoridad o asumidas mediante un negocio jurídico, las infrinjan excediéndose en el ejercicio de las mismas y, de esa manera, causen un perjuicio al patrimonio público administrado.

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El problema es que hay numerosos casos en los que, por la discrecionalidad, el despilfarro de dinero público no constituye un acto ilícito y se puede desarrollar libremente. En otros casos, se produce un acto ilícito pero oculto bajo una apariencia de legalidad que impide su declaración de nulidad y la restitución del dinero público. A este respecto, Alberto Olmos, en un ácido artículo publicado en El Confidencial, afirma con rotundidad lo siguiente: «En España, el dinero público se dilapida cada día, se roba cada día, se malgasta cada segundo; va a las peores manos, de las peores maneras y con las peores mañas. Estamos tirando el dinero, nos lo están robando y solo esperamos nuestro turno para participar en el saqueo. La gente exhibe su habilidad para estas mordidas y sinecuras con absoluto envanecimiento. Quien se lleva el dinero público es un Don Juan, no de amores, sino de caudales; nos hace gracia. Quien muestra repulsa al gasto excesivo y al sobrecoste es un curilla maloliente. Incluso ahorrar dinero al Estado es difícil, no te dejan, da mucho papeleo. Yo quise rechazar los 100 euros y quedarme en los 100 dólares, y no me lo permitieron. Solo conseguí ahorrar al Estado dos noches de hotel en Seattle».

 

Es posible que no haya más personas a favor de incrementar la eficiencia en el gasto público porque, precisamente, viven de la ineficiencia o creen vivir de ella, algo preocupante cuando debe aprenderse a controlar la gestión de dinero público para mejorar la calidad de vida de los ciudadanos, aunque para ello habría que dejar en un segundo plano los intereses de los Gobiernos nacional y autonómicos y de los sujetos que, por obra de la confianza y afinidad política, dependen de ellos.

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Hay que hacer recortes en el gasto público, pero para reducir el derroche por actuaciones sin utilidad social y poder incrementar así el dinero necesario para poder financiar los servicios públicos.

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REDACCIÓN