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Conferencia pronunciada en el Instituto Nacional de Previsión en Madrid el 31 mayo de 1.963 en el ciclo: TERESA DE LA HISPANIDAD. CUATRICENTENARIO DE LA REFORMA TERESIANA

Señoras, señores, amigos:

Me cabe el honor de clausurar este segundo ciclo de conferencias sobre la ínclita reformadora del Carmelo. Me cupo también el honor, el 28 de marzo del año último, de pronunciar el discurso de apertura de las conmemoraciones centenarias en el Templo Nacional de Santa Teresa de Jesús, Ojalá que mis palabras de hoy conserven el frescor original y limpio de la hora primera, y que a vos­otros y a mí, y a todos los que escuchen mi voz -que yo quisiera iluminada de lo alto- les contagie la mística doctora una chispa del incendio de amor que le devoraba, y que movió a la liturgia a poner en sus labios los versículos de Jeremías: «Se encendió en mi corazón como un fuego que me abrasaba; que se escondía en mis hue­sos y que me hacía desfallecer sin fuerzas para resistirlo”. (XX, 9)

Más no quiero seguir adelante sin rendir un tributo público de agradecimiento a quien ha sido el alma de estas conmemoraciones, al Padre Juan Bosco, cuya tesonera y simpática laboriosidad -propia de su nombre salesiano- ha ido a lo largo de estos meses, trazando programas y convirtiéndolos en realidad, como si el lema de la Madre: «no palabras, sino obras», le hubiese azuzado a un tiempo el corazón y la inteligencia. En su recio porte viril, en sus ojos soñadores de carmelita descalzo, en su voz suave, per­suasiva y cargada de unción, os aseguro que he encontrado en días llenos de ocupaciones un acicate para seguir pensando y hablando -como voy a hacerlo ahora y ante vosotros- de la Madre Teresa.

Las esclavas del Sagrado Corazón de Jesús -las que fundó la Beata María Rafaela-, publican un boletín misional con un nombre sugestivo: “NIPPON”, en el que se da cuenta minuciosa y grata de las actividades del Instituto en el Imperio del Sol nacien­te. En el último número de «NIPPON”, (mayo-junio 1.963), Evelia Sánchez publica un tríptico de verano: «Espigas de Junio», «Apósto­les” y «Sangre de Dios». Este último comienza así: Si el uno de julio te es posible asistir a una misa de rito oriental, al reci­bir la Sangre de Cristo bajo su especie propia te facilitará esta reflexión: «¡Esta es la Sangre de Cristo por todos derramada!». Y a mí me hace el efecto de que esa sangre ha sido solo derramada para mí, de que la Iglesia, continuadora de Cristo y administradora de esa Sangre, fue fundada exclusivamente para signarme con ella, para bañar mi estola, y presentarme resplandeciente y diáfana ante los ojos del Cordero inmaculado.

A mí, a veces, me hace el efecto de que la Iglesia es mía, y solo mía -como mis patines y mi bicicleta-. He tardado en darme cuenta de que la frase tantas veces repetida «por todos murió Cristo», es una frase profunda y comprometida.

Teresa llego a comprender y comulgando a Cristo bajo la especie de pan- el calor y el valor de esa sangre, su infinita y universal fuerza redentora. Teresa volcó y entregó sus do­nes privilegiados y exquisitos. Fue aupada por un torrente de amor divino en el arrebato de la más alta contemplación y fue empujada al hacer de cada día y al dolor de cada sufrimiento, echada de bruces en su tiempo y en su marco histórico.

Teresa ha sido llamada con acierto mujer eminentemente hispánica, Madre del nuevo mundo y Santa de la raza y de la hispanidad. Y lo fue, realmente, porque su santidad se fue te­jiendo en su mundo. Teresa no se evadió de él. ¡Cómo ignoran los caminos del espíritu los que piensan que la Reforma Carmelita fue una evasión de almas selectas, que no querían contagiarse, contaminarse o empolvarse de las cosas del siglo! La Reforma Teresiana no fue motivada por una razón egoísta, por un afán de reparación, apartamiento y huida, por una secreta, aunque no confesada satisfacción personal y narcisista. Teresa fundó los Carmelos reformados, como una fuerza oscurecida y velada quizá, pero indispensable y más necesaria que el aparato externo de apostolado y conquista de las almas. Es el espíritu, dice Ezequiel, el que da el incremento de la obra y Teresa pensó que había que invocar al Espíritu, atraerle con la oración y el sacrificio, para que se llenase con su soplo la apasionada y apasio­nante empresa Hispánica que entonces se hallaba en hacimiento.

Teresa, por un doble motivo, es Teresa de la Hispani­dad. Teresa de la Hispanidad porque la vivió toda ella, intensamente, en donación de sí, de lo suyo y de los suyos, y Teresa de la Hispanidad, porque fue un fruto madurado, su aleación perfecta, su remate genial. En ella, la mujer hispánica, el «homo hispanicus» -para referirnos a la estirpe a que pertenecemos- engarzó y engastó, la geografía del nacimiento, la conciencia de la vocación y el estilo propios de aquellos adalides de la His­panidad que García Morente dibujó más tarde con mano de patriota, de convertido y de maestro.

I

TERESA DE LA HISPANIDAD, PORQUE LA VIVIÓ

La santificación de los sacerdotes, la conversión de los luteranos, la evangelización de los indios. He aquí los móviles de la reforma.

Ya había pensado en los infieles Teresa de Jesús. Siendo niña la vemos escaparse con Rodrigo, su hermano, y marchar a tierra de moros, para alcanzar el martirio y conseguir con su sangre la salvación de los que aguardan en la oscuridad de sus creencias la luz redentora del Ungido. Teresa sabía que la sangre de los márti­res es semilla de cristianos y ella quiso que la suya, infantil y virginal, se enterrase en los surcos ajenos y que en ellos germina se la fe.

Otros paganos absorberán más tarde su atención, y de tal manera que a ellos consagrará su vida y su obra.

A los cuatro años de la fundación de San José de Ávila, es decir, del comienzo de la Reforma, acertó a venir a verme -nos cuenta la Santa en el Capítulo I del Libro de las Fundaciones- un fraile franciscano, Fray Alonso Maldonado, Comisario General de las Indias Occidentales, harto siervo de Dios. Venía de las Indias y comenzóme a contar de los muchos millones de almas que allí se perdían por falta de doctrina, e hízonos un sermón y plática (sobre el tema) animando a la penitencia y fuese. Yo quedé tan lastimada de la perdición de tantas almas, que no cabía en mí. Fuíme a una de las ermitas de la huerta, clamando a Nuestro Señor y suplicándole me diese medios para ganar algún alma para su servicio, pues tantas llevaba el demonio, y que pudiere mi oración algo ya que yo era para más. Había gran envidia a los que pedían por amor de Nuestro Señor emplearse en esto, aunque pasasen mil muertes.

Andando con esta pena, tan grande -concluye la Santa-, una noche, estando en oración, representóseme Nuestro Señor y mostrándome mucho amor, a manera de quererme consolar, me dijo: «Es­pera un poco, hija, y verás grandes cosas»… Así se pasó, a mi parecer, otro medio año, y después de esto sucedió lo que ahora diré…» Y lo que ahora dice la Santa, es que la reforma, escondida y aislada en el convento abulense, se iba a extender en una oleada, aún no interrumpida, de «palomares de la Virgen», desde los cuales, de un modo invisible pero cierto, se ganan las almas a millones.

El 17 de enero de 1.570, Teresa está en Toledo y desde allí escribe a su hermano Lorenzo, que se halla en Quito: La re­forma está en marcha y la epístola hace una breve historia de los conventos fundados, luego se alegra pensando en el regreso del ausente, y desea -son sus palabras textuales- «que nos juntemos entrambos para procurar… algún provecho de las almas; que esto es lo que mucho me lastima, ver tantas perdidas y esos indios no me cuestan poco. El Señor les dé luz».

Pero los indios y las Indias, con mayúscula, devuelven y recompensan los desvelos de la Santa. Hay en el mundo sobrena­tural una ley de vasos comunicantes, un sistema arterial, que se llama la comunión de los santos y que se traduce en maravedíes y ducados cuando unos y otros se precisan para la gloria de Dios y el ensanche de su Reino.

De América vendrá el dinero para San José. Estamos en el periodo anterior a la reforma, cuando ésta no es más que proyecto y proyecto llevado con sigilo y cargado de dificultades. Teresa escribe a Lorenzo, que está al tanto del asunto, y le dice desde Ávila en 23 de diciembre de 1.561: «estoy obligada a no ser cobarde, sino poner lo que pudiere en esta obra, que es hacer un mo­nasterio, adonde ha de haber solas quince… fundadas en oración y en mortificación como a vuestra merced más largo tengo escrito». Ya se ha comprometido Teresa a comprar la casa donde ha de esta­blecerse el monasterio e incluso ha contratado a los oficiales que han de realizar las obras necesarias de adaptación y acondiciona­miento. Le falta dinero y su hermano se lo envía desde América. Son los ducados y maravedíes de su encomienda en El Ecuador: oro de las Indias para la Reforma del Carmelo. Y la Santa escribe: “parecía cosa de desatino; viene Su Majestad, y mueve a vuestra merced para que lo provea», de forma que «personas harto buenas que saben nuestro secreto, han tenido por milagro él envíame vuestra merced tanto dinero a tal tiempo».

La carta de 23 de diciembre de 1.561 termina así: «Espe­ro en Dios, que cuando haya menester de más… le pondrá en el corazón que me socorra». Pues bien, Teresa, hubo menester de más ayuda económica, para fundar el Convento de Sevilla, y a Sevilla llegó providencialmente, en la oportunidad de su fundación, su hermano Lorenzo que regresaba de las Indias después de una ausencia de más de treinta y cuatro años, el cual -dice la Santa-, aún tomaba peor que yo el que las monjas quedaren sin casa propia. Él nos ayudó mucho, en procurar que se tomare en la que ahora están, es decir, la situada en la entonces calle de la Pajería y hoy de Zaragoza, que luego, contra la primera opinión de la Madre, fue abandonada para instalarse en otra sita en la colación de Santa Cruz.

La casa de la Pajería fue muy del agrado de Teresa. Su compra, dice, que fue de balde, porque valiendo seis mil ducados, certifican que no se hiciera ahora con veinte mil. No hay mejor casa en Sevilla, ni en mejor puesto. «El patio parece hecho de alcorza, apropósito para no sentir calor, hay buenos aposentos… el huerto es muy gracioso… las vistas extremadas» y, natural­mente, sobre el Guadalquivir, en el que anclaban, como la propia Madre recuerda escribiendo (carta de 4 de julio de 1.580) a la priora María de San José «esas galeras que desde Sevilla y a tra­vés del nuevo océano marche al nuevo continente».

«¿Piensa que es poco tener casa adonde puedan ver esas galeras? Por acá -y la Santa se incluye sin duda en la reflexión- las tienen envidia; que es gran calidad para alabar a Nuestro Señor».

La Santa conserva vivo el pensamiento de las Indias. Desde aquella azotea había encomendado a los misioneros y a los con­quistadores que marchaban con el entusiasmo sincero de una entre­ga total. Desde aquella azotea había presenciado el regreso de los que volvían y contaban sin tino ni medida la grandeza del mundo nuevo; el hervor de los mil colores ardientes de la selva; el corte abrupto de las montañas inaccesibles, empenachadas de fuego o de nieve; el ruido misteriosos de los animales desconocidos y en acecho, el coraje de las tribus agazapadas entre los peñascos con la fecha envenenada y el ojo avizorante; la anchura y la profundidad de unos ríos inmensos y caudalosos como los mares; la grande­za y la miseria, en fin, de una vida tensa, épicamente poseída por un deseo incontenible de gloria y de servicio.

Lorenzo y sus hijos, y entre ellos, Teresica, con sus ocho años, su sobrina, -que se quedó en el Convento de Sevilla, y que después, con su padre y la Santa, partió para San José- le contaron con palabras españolas, salpicadas de los primeros americanismos y endulzadas con el primer seseo, cosas de las indios y de la mar, como nos dice Teresa, mientras en las recreaciones aquellas vírgenes escuchaban embebidas y con los ojos abiertos, guar­dando en su corazón lo que oían para encomendar al Esposo las infinitas necesidades de las almas. (Carta de 27 de septiembre de 1.575)

No estuvo materialmente en América nuestra Santa y ello que los calzados de la antigua observancia hicieron correr el ru­mor de que marcharía a fundar casas en América. De ese rumor se hace eco la Madre en carta a María de San José: «En gracia me ha caído la ocasión con que me envían a las Indias»; aunque «irse al cabo del mundo como sea y por obediencia», escribe al P. Gracián (Vº: P. Severino de Santa Teresa: «Vírgenes Conquistadoras». Vitoria 1.951, pág. 50).

Pero lo que importa no es la presencia material, sino la dedicación y la vivencia. ¡Cuántos pasan por un escenario sin de­jar otra huella que la de su pie y sin llevar otro aroma que el de aire neutro que respiran! Lo que hace número y califica, a un tiempo, es la impronta espiritual que deja y se deja en ese escenario que se vive, aun cuando sea materialmente lejos, y Teresa vivió tan intensa, tan absolutamente la empresa hispánica que en espíritu se hizo presente en América.

En las informaciones de Alcalá para el proceso de beati­ficación de la Santa consta, por declaración de Doña Orifrisia de Mendoza y Castillo, mujer de Don Francisco de Cepeda, hijo de Lorenzo y sobrino carnal de Teresa, que ésta que amaba entrañable­mente a sus hermanos y que no se contentaba con las raras y cortas noticias que de él recibiera, pidió a Nuestro Señor que se las diera más completas, y el Esposo divino, como cuenta Manuel María Polit («La familia de Santa Teresa en América», Friburgo de Bisgovia 1.905, pág. 80), que se complacía entonces en regalar con los más señalados favores a su esposa, le otorgó una gracia muy singular. De improviso viose ella trasladada en espíritu a la ciudad de Qui­to, donde su hermano con su mujer e hijos residían; y los miró sentados al fuego, junto al brasero que usaban nuestros mayores para calentarse durante las noches frías de las cordilleras andinas. Francisco, recién nacido, estaba en brazos de su ama, alguna in­dia, sin duda, de las del servicio de su padre, y el otro niño junto a ellos. No solamente los miró la Santa, sino que escuchó lo que se decían su hermano y su cuñada. Estúvose un largo rato contemplándolos con inefable fruición y ternura; luego, echándo­les la bendición, se despidió de ellos. Esta escena en que lo natural y lo sobrenatural se dan de la mano, debió acaecer por los años de 1.560 o 1.561.

De otra forma se hizo también presente en las Indias la Madre Teresa. El Padre Luis Valdivia, rector y provincial que fue de la Compañía de Jesús, en el Reino de Chile, cuenta en las in­formaciones aludidas, que estando de maestro de novicios en la ciudad de los Reyes, confesó a Agustín de Ahumada, hermano de la Santa, y que éste le contó durante la enfermedad, que Teresa le había escrito diciéndole: «Hermano mío, no tome oficio en las In­dias, porque me ha revelado Nuestro Señor que si lo toma y muere en él, se condenará». Ello no obstante y haciendo caso omiso de la advertencia, Agustín, que había salido de Chile y regresado a España, volvió a las Indias con el gobierno de Tucumán. Y fue precisamente en Lima, camino de su gobernación, cuando le sobrevino una calentura, enfermó, sintió una paz muy grande, hizo público que su buena hermana estaba de por medio para conseguir su salva­ción, negociándole la muerte antes de entrar en el oficio. Agus­tín, cuenta el Padre Valdivia, murió sin género de pena de su en­fermedad y añade que él no había visto jamás muerte de seglar en tan gran paz y quietud y esperanza de su salvación.

Teresa, en uno de aquellos inexplicables y misteriosos vuelos de su espíritu, asistió y presencio la muerte de los cua­renta beatos mártires del Brasil, entre los cuales se cuenta a Francisco Pérez Godoy, pariente cercano de la Santa. Corría el mes de julio de 1.570. En Lisboa, el Padre Ignacio Azevedo se embarcaba camino del Brasil. El Padre Azevedo era uno de los religiosos más notables de la Compañía de Jesús. Ya había desempeñado el cargo de Procurador en el Brasil y San Francisco de Borja le enviaba de nuevo a aquellas tierras con un refuerzo de jóvenes operarios y la bendición particular de San Pío V. El navío portugués «Santiago», que les conducía, se hizo a la vela hacia la Gran Canaria, pero no lejos del puerto de Las Palmas fue acometido por el corsario francés y calvinista, Jacobo Soria, el cual, acérri­mo enemigo de los católicos, al enterarse que iban a bordo cuarenta jesuitas encendióse en fanático furor y exclamaba rabioso:»¡Mueran esos forajidos papistas, que van a sembrar su falsa doctrina en el Brasil!  ¡Echad al mar a esos perros jesuitas!» Dióse luego principio a tan cruel carnicería, y ora a sablazos o a estocadas, ora con tiros o golpes de arcabuz, fueron los soldados y marine­ros calvinistas matando a los Padres y hermanos de la Compañía de Jesús.

La Santa, en este momento, contemplaba la sangrienta escena, distinguía a su pariente, y veía que estos cuarenta jesuitas entraban gloriosamente en el cielo, adornados con la aureola de martirio por Cristo.

De otro modo se hizo también presente en las Indias la Madre Teresa, a saber, con imágenes de la Virgen María. Como era costumbre a la sazón los conquistadores llevaban en su atuendo pequeñas imágenes de María o de sus santos protectores que los acompañaban en sus peripecias descubridoras. Iban, generalmente, en el zurrón y al llegar la noche, a la intemperie, sobre una piedra, en la oquedad de un árbol o entre el ramaje protector armado como una capilla protectora, la imagen se entronizaba para que velase en la obscuridad el sueño y los sueños de los soldados.

Una de las imágenes era de la Inmaculada Concepción y al decir del Padre Severino de Santa Teresa, fue Pedro, el her­mano de la Santa, el portador de ella. La imagen vino a parar, después de unos hechos extraordinarios, a la Jurisdicción de El Realejo de Nicaragua, recogiéndola los Padres Franciscanos como un obsequio de Pedro de Ahumada. Los Padres franciscanos edificaron la Iglesia de Nuestra Señora del Puerto Viejo, en el lugar denominado de «El Viejo», en las proximidades del volcán del Ce­rro Negro, donde la imagen se sigue venerando. Sobre una peana de plata, regalo del capitán de un velero que se encomendó a ella durante una horrible tempestad a la altura del Cabo de Gra­cias a Dios.

Todos los años, el 6 de diciembre, antevíspera de su fiesta, las joyas de la Virgen se sacan al atrio y en él, el pueblo todo -ricos y pobres- proceden a hacer lo que viene llamándose tradicionalmente la «lavada de la plata».

Ante esa imagen, los peregrinos nicaragüenses y de toda Centroamérica que acuden en romería durante todo el año y muy en especial el día de la Inmaculada, cantan los «alabados», entre los cuales, uno muy popular y emotivo dice:

«Nuestra Señora del Viejo                                                                           Pura y linda Concepción,                                                                                       en unas andas preciosas                                                                                           te sacan en procesión.

Vuestro calzado es la luna.                                                           Vuestro vestido es el sol;                                                                                manto bordado de estrellas                                                                          tu corona perlas son.»

En la novena a la Inmaculada de Viejo se alude a la imagen veneranda como un obsequio llegado de manera singular por medio de la seráfica Teresa; y Teresa es venerada en el altar de la Epístola, y en otras dos imágenes; una diminuta y andariega que recoge las limosnas a domicilio, y otra de más talla que va en procesión solemne hasta la parroquia el quince de octubre, día de su fiesta.

Otra imagen de la Virgen, y en este caso de Nuestra Señora del Carmen, envió Teresa a las Indias. Sólo después de su muer­te se cumplió su encargo. El portador de la imagen fue Juan Corz Genovés, terciario franciscano, que acertó a pasar por Ávila y que, de buen grado, a instancias de los carmelitas de San José, quiso cumplir el cometido. Juan Corz, luego de hacer la travesía en el buque «María Fortaleza», se estableció en Guatemala, en unos peñascales alzados sobre un valle muy fértil llamado de las Vacas. La imagen fue puesta en una oquedad que se llamó por ello Nicho de la Virgen. Allí se levantó una ermita, y andando el tiempo, desaparecida la ciudad vieja de Guatemala y destruida en parte La Antigua, acaeció que la nueva capital del país, Santiago de los Caballeros de Guatemala, fue construida en aquel bello paraje, a la sombra de la ermita, donde se sigue venerando la imagen regalada por Santa Teresa.

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La imagen, que reproduce a María según unas de las vi­siones de la Santa (Vida, capt. XXXVI), tiene las manos vueltas hacia arriba y en ellas sendos escapularios -planchitas de oro unidas por cadenillas del mismo metal- en actitud de ofrecerlas a sus devotos. A un lado de la imagen hay dos monjas y, al otro, dos frailes carmelitas. La imagen es diminuta. Tiene sólo treinta centímetros de altura, y los religiosos, más pequeños, naturalmente, cuentan tan sólo diez.

Pero no solo con las imágenes, sino también con lo más suyo, su obra y su familia, vivió Teresa la empresa hispánica de su tiempo.

Con su obra, porque el Carmelo pronto se iba a exten­der por América, Teresita, la hija de Lorenzo, fue la primera carmelita americana. Con su padre, como ya dijimos, marchó des­de Sevilla a San José de Ávila, donde hizo constar que no habían de pensar que por ser sobrina de la fundadora se le había de tener en más, sino en menos. Fue objeto de la atención solícita y maternal de la Santa, que hubo de luchar con sus tentaciones y sequedades y que al fin la sacó de la noche de las pruebas, llenándola de luz y de paz interiores. Con su linda letra había hecho una copia de «la Vida de Santa Teresa» y con sus buenas do­tes desempeñó a las mil maravillas, luego de profesar poco des­pués de la muerte de su tía, los cargos de Superiora y de Clava­ria. Su retrato, que se conserva en el convento de Sevilla, lo pintó, al llegar de América, después de pintar el de la Santa, el famoso Juan Miseria.

Había nacido en Quito el 25 de octubre de 1.566, en una casa construida sobre el Acllahuasi, templo de las Vírgenes del Sol, en el que hoy viven las dominicas de Santa Catalina de Sena. Murió en Ávila el 10 de septiembre de 1.610 en olor de santidad. Fue enterrada en el convento de San José, en el suelo de la nueva sala capitular.

Ana de San Bartolomé, fundando en Francia, y la venerable Casilda de San Ángelo, en el convento de Valladolid, la vie­ron entrar en el cielo de la mano de Santa Teresa, que tanto amó a la primera carmelita americana; la Teresa abulense, de la dura Castilla, escalando el camino de la gloria, con la Teresita qui­teña. En el tiempo y en la eternidad dos Teresas, pero un solo nombre; dos mujeres, pero una sola sangre; dos santas, pero un sólo y unánime espíritu hispánico lleno de amor de Dios y enardecido y transido por el celo y el amor a las almas.

Después de la primera carmelita americana, vendrían muchas, y en la propia América. Si la Santa no fue a Indias, había profetizado que habría en aquellas provincias hijas de su espíritu tales como las de Ávila y los demás conventos que hizo por su mano.

Lo grande es que estas hijas suyas nacieron en América sin necesidad de que se trasladaran monjas españolas para la ta­rea fundacional. Fue realmente un Carmelo criollo. Fray Luis de León escribiendo a la Priora de Madrid, Madre Ana de Jesús, le decía en 1587 que él había conocido a la Madre Teresa, pero que «agora que vive en el cielo la conocía y veía en las imágenes vivas que nos dejó; sus hijas y sus libros».

Y fueron los libros de Teresa los que inflamaron a las doncellas criollas y las empujaron al Carmelo. Teresa, por sus libros, se hizo presente en América, y los Carmelos criollos son un vivo retrato de Teresa, como dice Fray Luis de León.

El primer carmelita descalzo de la orilla americana de la Hispanidad fue el de Puebla de los Ángeles. Lo fundaron cuatro jóvenes de Vera Cruz, que habían leído a Santa Teresa. Tomaron el hábito en 1.604 y se ajustaron a la Regla y Constituciones recibidas de España. Por cierto, que no acertando las nuevas carmelitas a cortarse el hábito y ponerse la toca, y siendo muy torpes las ideas al respecto de los padres descalzos, tuvo que intervenir con humor la fundadora, apareciéndose a la priora de Caravaca, a la que dijo: «Ana, mis hijas, las monjas de Puebla, no aciertan con el tocado que yo os corté: envíales uno y un hábito, porque las quiero mucho». Fue así, comenta Manuel María Polit, como, al igual que a Teresita, vistió Santa Teresa a las carmelitas crio­llas de Puebla de los Ángeles.

Luego vendrían Santa Fe de Bogotá, en 1.606; Cartagena de Indias en 1.609; Lima, Quito, La Habana, Cuenca, Santiago de Chile, Rio de Janeiro, Guatemala, Buenos Aires, y así hasta el centenar y medio de palomarcicos de la Virgen.

En algunas fundaciones hay que detenerse un poco, por ejemplo, en el del Carmen de San José de Quito. El Convento ocupa la casa en que nació Santa Mariana de Jesús, la cual deseó ardientemente la llegada de las Carmelitas, aseguró que se establecería en aquel lugar y dijo que si ella no muriese sería la primera en ingresar en su clausura. Tres sobrinas carnales de la beata y una bisnieta de Lorenzo, el hermano de Santa Teresa, se dieron cita en aquel recinto sagrado, cuando el convento inició su vida aún esplendida y floreciente.

Mención especial por su ulterior vinculación a España merece el Carmelo de Guatemala, fundado por religiosas proceden­tes del virreinato del Perú, a fines del siglo XVII. En 1874 fue­ron expulsadas del convento por el dictador Rufino Barrios. Era Priora la Madre Adelarda de San Bartolomé. La escena de la expulsión tiene tal brío hispánico que conviene recordarla o conocer­la aquí.

El jefe político se presenta y las intimida a abandonar el convento. La Priora responde: «Nosotras tenemos suficiente valor para quedar aquí tendidas y teñir este suelo con sangre; pero no resistimos para guardar obediencia y para que usted no manche sus manos. Mas antes oiga usted esta protesta”.

El jefe político interrumpe: «Yo no oigo ninguna protesta».

«Pues entonces no salimos”.

Las monjas estaban con sus capas blancas y el crucifi­jo en sus manos, teniendo la Priora otro mayor. Viose precisado el jefe a sostener el diálogo y la Priora le dice: «Protesto de la inicua orden que nos arroja de nuestra casa y pienso volver a ella tan pronto como encuentre posibilidad para ello.»

Pero el regreso fue imposible. Perseguidas como alima­ñas por los que se dicen defensores de la libertad, vinieron a España. Una de ellas, la Madre Dolores, fundó en Ciudad Rodrigo, y la Priora, Madre Adelaida, fundó en Grajal de Campos (León), y ambas murieron en olor de santidad.

Por si aún fuera poco, con respecto a Guatemala, en Alba de Tormes, junto al cuerpo de la Madre Teresa, hay un Nazare­no. La imagen la envió S.S. León XIII y era un regalo de Guatemala con ocasión de sus bodas de oro sacerdotales. De este modo, en el curso de los siglos, los obsequios se canjean. Entonces, Teresa envió a Guatemala una imagen de María y ahora Guatemala en­vió a Teresa por medio del Papa, una imagen del Redentor.

El ímpetu fundador no ha terminado. Desde el Brasil, no hace muchos días, me escribieron unos amigos, pidiéndome que rogare, como ahora públicamente lo hago, a los superiores de la Orden, el envío de una reliquia de la Santa para el convento que piensa levantarse en el Estado de Minas Gerais. Un grupo de católicos, amigos entrañables de España, a los que no sé cómo España podrá corresponder lo mucho que hacen por ella en el Brasil, patrocinan la idea y la ayudan económicamente. En su carta, que de verdad conmueve, dicen al modo teresiano, que los problemas tremendos de aquel gran país no se resuelven sin oración, sin vida sobrenatural y que ellos, hombres de empresa, luchadores de cada día, necesitan un Carmelo que los ayude y los respalde.

Teresa en su familia y con su familia es Teresa de la Hispanidad.

La juventud hidalga de España, nuestros alféreces pro­visionales de entonces, partían a la aventura de América. Motivos especiales empujaban por este camino a los jóvenes abulenses, hijos de los Comuneros, derrotados por el Emperador en Villalar, o parientes o amigos de Don Blasco Núñez Vela, primer virrey del Perú, cuyo palacio se levanta próximo a la casa donde nació Santa Teresa.

La amistad entre la familia era tan grande que Don Francisco, hermano del Futuro virrey, fue padrino de Teresa de Jesús.

Rodrigo y Hernando son los primeros en marcharse. Rodrigo embarcó con Pedro de Mendoza. Estuvo en la fundación de Bue­nos Aires y en la de Asunción, se internó en el Chaco de Bolivia y murió en Chile en lucha con los indios araucanos.

Hernando, Antonio, Lorenzo y Jerónimo, combatieron a las órdenes del virrey Núñez de Vela, en la famosa y cruenta batalla de Iñaquito, en la que resulta victorioso Gonzalo Pizarro el insurrecto. En la batalla murió el virrey; Hernando quedó mal herido de un lanzazo en el vientre, retirándose después a Pasto (Colombia), donde casó y murió; Antonio, con un tiro mortal de arcabuz, quedó muerto en el campo y sus restos recibieron en Quito cristiana sepultura; y Lorenzo herido y Jerónimo ileso al fin se avecindaron en Quito, donde el primero contrajo matrimonio con Doña Juana Puentes Espinosa, fue regidor del Cabildo y tesorero de las Cajas reales, cargo en el que le sustituyó Jerónimo, al ser nombrado Juez de residencia y Justicia mayor de Loja, Cuenca y Zamora.

Pedro, finalmente, recorrió la América Central, Nueva España y La Florida, según nos cuenta Juan de Castellanos en sus “Elegías de varones ilustres de las Indias». Pasó a Pasto con su hermano Hernando y contrajo matrimonio en esta ciudad. Muertos Hernando y su esposa, se reunió en Quito con Lorenzo y Jerónimo y embarcó con ellos en Guayaquil para regresar a España.

En el viaje de regreso, luego de la difícil y arriesgada travesía del istmo de Panamá, por caminos fangosos y movedi­zos y selvas intrincadas, Jerónimo murió en Nombre de Dios, en la Costa Atlántica de Panamá.

Lorenzo, con sus hijos, y Pedro, el melancólico, murieron en Ávila y fueron enterrados en el Convento de San José.

Agustín, el más bravo y belicoso de los hermanos de Teresa, luchó, en unión de Rodrigo, contra los araucanos, fue uno de los fundadores de la ciudad de Cañete, de la que fue alcalde, y asistió al descubrimiento de Chiloé, Nombrado gobernador de Quijos, Sumaco y La Canela, marchó en busca de «El Dorado» y regresó a España para volver a las Indias, según dijimos, como goberna­dor de Tucumán. En Lima enfermó y murió.

Es decir, que, de los siete hermanos de Teresa, dos mu­rieron en España y reposan en el Convento de San José de Ávila, y los otros cinco quedaron en América; en Chile, en Perú, en Ecuador, en Colombia y en Panamá. Decidme ¿no está empapada la tierra prometida de sangre de Teresa? ¿No se estremecerá la arcilla, y el hierro, el agua y el humus de todo un continente al grito de Teresa? ¿No se levantará un coro de voces enamoradas y agradecidas al ver la vinculación de una familia entera en aras del inmenso y atrayente ideal americano?

Por si aún fuera poco, la sangre de Teresa se perpetúa en América. Lorencico, antes de la muerte de su padre, Lorenzo, el hermano de la Santa, regresó a Quito, desde donde una vez ca­sado y luego de ser alcalde de la ciudad, se trasladó a vivir a Riobamba, junto al Chimborazo, rey de los Andes. De su matrimo­nio con Doña María de Hinojosa arrancan las familias que hoy se enorgullecen en la República del Ecuador de su ascendencia teresiana.

¿Cómo extrañarnos que el Padre Juan Terradas, fundador de los Cooperadores parroquiales de Cristo Rey, que acaba de mo­rir en Turín, haya dedicado su último libro «Una epopeya misionera» a Santa Teresa de Jesús, la Santa de la Hispanidad?

Ya, Don Alonso Enríquez, obispo de Sidonia, natural de Guatemala, decía, declarando en el proceso de beatificación, que así en España como en las Indias ha sido y es tenida por gran Santa.

El virreinato de Méjico la proclamó su patrona en tiempo del arzobispo Juan de la Serna, al que se unieron los obispos sufragáneos y el Cabildo.

En la Península, Alba de Tormes y Salamanca, se acogen a su patronazgo y las Cortes en «voz de reino» y a petición del Padre Luis de San Jerónimo, procurador general de los descalzos, la elige Patrona de todos los Reinos de España en 1.617, es de­cir cuando aún no había sido canonizada. Cuando la canonización se produce, las Cortes, nuevamente, siendo Rey Felipe IV, vuelven a elegir a Teresa, en 1.626, ratificando la designación S.S. Ur­bano VIII en breve, de 21 de Julio de 1.627.

Fue entonces cuando la oposición santiaguista, que tuvo sus adalides en el arzobispo de Sevilla, Don Pedro Vaca de Castro y en D. Francisco Gómez de Quevedo Villegas, logró, después de dos años, un contrabreve del mismo Pontífice, que dejó práctica­mente sin efecto el anterior.

Las Cortes de Cádiz, recogiendo una antigua petición del diputado de Guatemala, -Guatemala otra vez-, Don Antonio Larrazábal, estudió el memorial presentado al efecto sobre el asunto, dictaminándolo y aprobando por unanimidad en 30 de ju­nio de 1.812, aunque sin fuerza ejecutiva, el patronato de Teresa sólo la nación española.

Quizá toda la menuda contienda en torno al patronato tenga en el fondo un sentido providencial, porque los Patrones de España son la Señora, en su misterio inmaculado, que el pueblo español defendió desde siempre como ninguno, y Santiago, el Hijo del Trueno, que plantó a orillas del gran río ibérico la columna de nuestra cristiandad.

Teresa es el resultado de esta conjunción de lo Je­rárquico y de lo carismático de la Iglesia, de lo visible y jurídico que Santiago representa y de la gracia que se recibe y se corresponde, que representa María.

Teresa es la mujer que sin pérdida de su feminidad absoluta asimila las virtudes del varón. Teresa, en su ascesis, reproduce como un ejemplar diáfano aquella imagen de la divinidad que, en el terreno de lo posible, de un modo máximo, se aproxima y -por utilizar un vocablo de la Santa- se engolfa y se diviniza en Ella.

Teresa no es la patrona de España, ni tampoco la patrona de la Hispanidad, es su Santa, su quintaesencia y su perfume. Teresa entraña su raíz en la Hispanidad y a la vez la alimenta, la enjuga y la sostiene. Teresa recibe el aliento fecundo del pulmón hispánico y a la vez lo fortalece y lo sublima. Tere­sa, en fin, saca de la Hispanidad, para hacerlo suyo, purificarlo y ennoblecerlo, el cuarzo aurífero de una de las más nobles estirpes de la tierra, pero a la vez, con el destello de ese me­tal, una vez pulido, que constituyen sus virtudes, sus obras y sus místicos arrebatos, ilumina y arenga a los hombres y a los pueblos que viven en el múltiple paisaje de la Hispanidad misma.

TERESA DE LA HISPANIDAD, PORQUE FUE SU FRUTO SAZONADO

¿Acaso existe y, si existe, importa la Hispanidad? ¿No es algo en trance de disolución y olvido, ayer nostálgico para los poetas, mañana de fantasía para los ilusos? ¿No será juicioso que nos olvidemos de la Hispanidad y que vayamos a lo concre­to, a nuestra inserción definitiva en Europa, a nuestro amarre firme a la unidad geográfica y en parte histórica a la que pertenecemos? ¿No es necesario que al fin y sin reservas bajemos los puentes levadizos, abramos de par en par los balcones y destruyamos los techos para que Europa nos impregne, nos humedezca y nos sature de su espíritu?

Si es así, Teresa apenas tiene nada que decirnos. Si dejamos de creer en nosotros mismos, en la continuidad de nues­tro quehacer histórico, si desmantelamos nuestra arquitectura tradicional y sobre sus restos aspiramos a construir con arreglo a moldes extraños, entonces cundirá la desgana por el estudio de todo lo que Teresa significa. Teresa será pieza de museo, reliquia arqueológica, pero nunca, como nosotros todavía lo creemos, figura actual, palpitante, seductora, con fuerza y nervio para transmitirnos su mensaje, para pellizcar el alma, sugestionar y enloquecer a un pueblo y galvanizarlos para seguir combatiendo en el mundo de hoy -en el que nos ha tocado providencialmente vivir-, las grandes batallas de Dios y de la Iglesia.

Yo Quisiera que el Espíritu Santo pusiera su calor di­vino a mis palabras, para que todos saliéramos convencidos de aquí que la Hispanidad -pese a todo-, es nuestra empresa, nuestra razón de ser, nuestro objetivo máximo en lo universal. Que La Europa de hoy de la que hemos de asimilar apasionadamente su técnica, es fruto de un despegue colosal de Cristo y de su Iglesia, donde la Iglesia se halla en estado de minoría, como lo dicen a gritos sus propios Prelados. Que España, en el curso de los siglos, después de luchas cruentas, de sacrificios sin número y de incomprensiones brutales, sin renunciar a su tiempo, ha salvado en lo posible la disciplina moral, la jerarquía de los valores. Que cuando Europa se deshacía espiritualmente, conmovida hasta sus entrañas por la Reforma y la Revolución, nosotros, nuestros abuelos, mejor dicho, salvaban lo mejor de Europa, aquello que la hacía más noble y superior, al forjar los países nuevos de la in­mensa comunidad hispánica, y salpicar de misiones el camino real de California, Nuevo Méjico, Colorado, Nevada y Arizona, mientras en Europa se apeaba a Cristo de los altares y se ponía en ellos -con estúpida soberbia- a la diosa razón. Que más tarde, en nues­tros días, cuando mi generación apenas brincaba la adolescencia, fue necesario y heroico alzarse en armas contra la tiranía, la secesión de la patria y el sectarismo antirreligioso, y defender aquí, a base de hombría, lo que era un escándalo para Europa, lo que la Europa del liberalismo y del marxismo no podía ni quería tolerar, lo que Europa se había propuesto destruir a sangre y fuego, aunque la nación entera, sacrificada y cuarteada, se hun­diera en el desorden, en la brutalidad y en el caos.

Es preciso que no nos avergoncemos de nuestra Historia. El cuarto mandamiento nos habla también del amor a la patria. Cierto que hay lagunas en todo quehacer colectivo, pero ante los defectos cubramos a la patria con la túnica del amor, como lo hicieron los hijos de Noé al encontrarle ebrio y adormecido en el campo. Cuando el problema asciende a escalas universales, cuando el peligro y la tensión se hacen más duros, la postura lógica no es la de la entrega o la concesión, la del examen y la autocrítica, que induce al desmayo, sino la del tónico y el revulsivo que nos rejuvenece y refuerza, y España, yo os lo digo que tengo al­guna experiencia personal en el asunto, es el punto de mira -y quizá comience ahora a dejar de serlo- de las naciones hispáni­cas, desde Méjico hasta Chile, desde Uruguay a Filipinas. Hubo un momento en que las generaciones hispánicas de la otra orilla, como decía nuestro llorado Agustín de Foxá, se embanderaron por el tema español y se situaron en torno a él en posiciones distintas y apasionadas. Desde la Independencia, con su cortejo de nacionalismo en flor, de hostilidad acomplejada, de influencias culturales marginadas de nuestro mundo, nunca como en esos años aquellos países tuvieron conciencia de que aquí, entre nosotros, se esta­ba librando a vida o muerte, la batalla decisiva de la Hispani­dad. Era la salvación de lo que trataba de envilecerse y prosti­tuirse -lo tradicional, lo nuestro, lo hispánico- pero era, apoyándose en la tradición, la puesta al día, la continuidad del destino, la entusiasta proclamación de una era en la que lo nacional y lo social, bajo el signo de lo religioso, como tantas veces se nos dijo, cumplía una revolución, la revolución que América necesita y unos impiden y otros arrebatan, la revolución a la que nosotros, los españoles que vivimos sobre la sangre vertida para realizarla, no podemos renunciar, la revolución, en suma, que no obstante el mimetismo de última hora, las presiones extrañas o la falta de fe de algunos, tenemos el deber insoslayable de se­guir realizando.

Zorrilla San Martín pedía a España luz, aire y estímulo, para seguir creyendo en los valores comunes de la estirpe. Precisamos para ello un acto de fe en esos valores, y una disposición de sacrificada entrega a su servicio.

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Un acto de fe en la Hispanidad misma, la que Pablo Antonio Cuadra, el escritor nicaragüense -no quiero traer a colación textos de España- anuncia con el testimonio de «una misma lengua que enlaza los pensamientos en la hermandad de los labios; una misma fe, que proclama un Dios único; una misma oración que, como un meridiano tendido lanza hacia la cruz de Cristo la saeta del alma. Uno es el pasado y la historia, el arte, la poesía, el destino campesino, la vida y la canción de cuna que arrulló el nacimiento de las naciones hermanas.»

Pero hay más, ésta es la base, el punto de partida. Si todo está ahí tendrá que ser para algo, y no precisamente para su muda o inactiva contemplación. «Si no estamos destinados para construir una era hispánica, para escribir sobre el mundo una página nueva, ¿para qué -se pregunta Pablo Antonio Cuadra- una sola lengua y una sola verdad en tantos millones de hombres? ¿Es que el Destino va a sembrar tanta fuerza para cosechar por los siglos de los siglos la dispersión absurda de dos continentes en lo más profundo de sus culturas? ¿Dónde sino en la Hispanidad se encuentran los signos de una esperanza militante ante un momento de crisis, de liquidación por derribo de una época que ha proclamado el eclipse de Dios y ha negado la vida de Dios en los hombres?

Acto de fe y disposición unánime de servicio y de en­trega hasta el logro de la unidad soberana de las soberanías, que nos de la fuerza que garantice nuestro mutuo auxilio y nuestro destino mutuo en lo universal. Cuando la meta se consiga, España y la Hispanidad habrán hecho su mejor servicio a Europa y al mundo. Otra vez habrá en el orbe un señorío de principios -que hoy se quebrantan con impunidad, mientras una propaganda astuta vela o justifica la cobardía o el enredo-. Tal es, ter­mina Pablo Antonio Cuadra, el Imperio, sin imperialismo, de la Hispanidad. El Imperio que no pide turno para caer insaciable sobre los que ayer vencían, -que eso queda para los imperialismos nacidos de la piratería, no para los Imperios que descubren mundos para extender la Cristiandad-, sino el Imperio a cuya luz viviremos en una edad nueva ceñida a la norma y a la exigencia del Espíritu.

El bloque iberoamericano lo integran 220 millones de hombres. Somos más de la mitad de los católicos del mundo, y ese catolicismo nació y floreció por obra y gracia de lo alto que providencialmente quiso actuar a través de las naciones peninsulares y de los Estados misioneros.

La España católica, madre de pueblos, como la llamó el Papa, y los mil cachorros del león español, las ínclitas razas ubérrimas sangre de España fecunda, están ahí, aguardando en vi­gilia febril la palabra que los ponga en pie y los sacuda del yugo exterior que los acogota, del veneno interior que los corroe. Somos algo actual y palpitante, una de las grandes esperanzas del mañana, como dijo Pío XII.

Pero esa esperanza, para que no se frustre, debe creer en la continuidad del Estado misionero, en el tránsito a todos los Estados de la Comunidad hispánica de los valores que España sem­bró y que hoy nos pertenecen a todos, con igualdad de derechos y deberes.

«Nuestra principal intención fue de procurar de indu­cir y traer los pueblos de las islas y tierra firme del mar océano y convertirlos a nuestra. Santa Fe católica», dice la Reina Isabel en su testamento del Castillo de la Mota. «El fin princi­pal que nos mueve a hacer nuevos descubrimientos es la predica­ción y dilatación de la Santa Fe Católica», añade Felipe II en la Ordenanza de Poblaciones de 1.573.

He aquí al Estado Confesional católico, al fruto conseguido de la época constantina, ahora tan denigrada en algunos sectores cristianos. El César, es decir, el Estado, que también es criatura de Dios, dando a Dios lo que es de Dios, puesto al servicio de la Historia de la salvación.

Es curioso que mientras hoy, siguiendo la pauta de Pío XII, se pide la «consagratio mundi», este propósito de consagración se detenga ante el Estado, del que se dice que care­ciendo del «lumen fidei» no tiene otra misión que suministrar servicios y mantener el orden.

Pero las consecuencias, en cuanto se refiere a la extensión del reinado de Cristo, que es, en definitiva, lo que importa, son claras y patentes -por lo que hace relación a un Estado en que no veo inconveniente en aceptar el término- la política se sacraliza y sin pérdida de su juego propio en el orden de lo estrictamente temporal, se hace instrumento para la difusión de ese reinado.

Las naves del Descubrimiento llevaron una carga espi­ritual específica que transmutó el signo de las tierras que se descubrieron. La posibilidad de salvación fue anunciada por vez primera a unos hombres que dormían en la idolatría y en el paganismo. Por eso Pío XII ha podido hablar de «aquellas providen­ciales carabelas de España, verdaderas auxiliares de la Nave de Pedro».

Era todo un país en misión. A este objetivo misional que encarna y dinamiza el Estado, no para sí, sino para la Iglesia, sirve la nación entera. Fueron -seguimos empleando palabras de Pío XII- una «pléyade de valientes y cristianos des­cubridores los que penetraron en lo más recóndito de las selvas vírgenes americanas, para llevarles a un tiempo la civilización y la fe», los que cumplieron una «epopeya gigante en la que España rompió los límites del mundo conocido, descubrió un continente nuevo y lo evangelizó para Cristo»; los que hicie­ron realidad visible aquello del profeta Malaquías «desde el Oriente al Occidente es grande mi nombre entre las naciones, y en todo lugar se sacrifica y se ofrece en mi honor una ofrenda inmaculada». (1,2)

Tal es la vocación heroica y providencial de nuestra estirpe, a partir de aquel día grande que el Señor nos hizo (Salmo 117, 24), de aquella hora de Dios, en que la cofia más alta de nuestras naves se coronaba con la cruz, y a bordo marchaban hermanados el descubridor y el misionero.

Tal es la vocación heroica y providencial de nuestra estirpe, que no pudiendo contener el ímpetu evangelizador en las inmensidades del nuevo mundo, saltó las cordilleras inacce­sibles, se lanzó a las soledades del Pacífico y llegó de arribada a las playas de Filipinas enarbolando una cruz sobre el pen­dón morado de Castilla.

Tal es, en suma, la vocación heroica y providencial de nuestra estirpe, que en la nave Victoria abrazó al mundo, lo bautizó en la caridad, lo abrochó con una imagen de María y lo ofreció sin quedarse con nada, como un trofeo de gloria, a la imagen divina del Redentor.

Ahí están los santos, Santo Toribio de Mogrovejo, San Luis Beltrán, San Pedro Claver, San Francisco Solano, San Martín de Porres, Santa Rosa de Lima, Santa Mariana de Jesús. Ahí es­tán las naciones, que a pesar de las acometidas del «inimicus homo”, como dice Juan XXIII, que tratan de que el mundo hispánico se suicide perdiendo la herencia sagrada de su unidad católica, aún tiene tal impregnación de cristianismo en el humus cultural de todos sus extractos sociales, que no exigen determinada pig­mentación para matricularse en la Universidad, frecuentar los espectáculos y los establecimientos públicos, o emitir el voto en las elecciones democráticas. Ahí están unos pueblos que jamás consideraron a la Iglesia como extranjera, que tuvieron jerarquías propias desde los años primeros de la Conquista, y que de tal modo recibieron la fe que no plantearon problemas graves de adaptaciones litúrgicas y que a pesar de la falta de clero subsiguien­te a la independencia, y a las persecuciones de tantos años, se mantienen en la ortodoxia por un puro milagro de Dios y por la fuerza y substancia de un cristianismo que se metió en los hue­sos y en el alma de las gentes.

Sólo donde el Estado misionero servidor de la Iglesia puso sus plantas, nacieron y se mantienen con unidad y cohesión, con peso e influencias directoras, naciones cristianas.

Frente al panorama de los frutos veamos el que nos ofrece el Estado laico, que Maritain y sus secuaces aspiran a bauti­zar. Hace unos días, Carlos Castro, en «Ecclesia» narraba la primera misa en Taizé, un lugar descristianizado de Europa, con una Iglesia abandonada y en ruinas. Oficiaba Pablo Couturier, el adelantado del ecumenismo católico. Oía desde lejos Roger Schütz, el calvinista admirable que ha sentido el desgarro de la unidad. Solo una vieja del pueblo, una representación decrépita y última del pueblo de Yahvé, asistía al sacrificio.

El Estado laico ha estado a punto de terminar con todo. Zubiri lo ha dicho con frase muy expresiva al retratar el medio en que vivimos: «el tiempo actual es tiempo de ateísmo y los que no somos ateos lo somos a despecho de nuestro tiempo. En el fon­do, Occidente, no pretende haber matado a Dios; solo cree que lo ha superado y encuentra muy lógico que haya caído en desuso».

Pero cuando Dios cae en desuso, cuando arrancándole de Dios el hombre pierde su dignidad, también se le pierde el respeto que exige y merece como cosa sagrada y, entonces, todas las tiranías, como lo del materialismo histórico, se explican y triunfan.

En el fondo, al plantear el tema del fin de la era constantiniana, como algunos católicos pretenden, y la puesta a punto de la Iglesia para trabajar en una civilización distinta, se saca a la luz, como apuntaba Donoso Cortés, una grave cuestión teoló­gica.

Y esa cuestión teológica no puede resolverse con alegría. Porque si la Iglesia tiene que bajarse al nivel del mun­do y hacerse todo a todos, como pedía San Pablo, para dialogar con él, la verdad es que el asunto no termina con el diálogo, porque la Iglesia no puede desposarse con un mundo que desecha a Cristo, sino que se desposa con Cristo que, como El mismo dice, ha vencido y derrotado al mundo.

Hoy, en algunos sectores católicos, se desprecia y ridiculiza, como señala Leopoldo Palacios, la concepción sagra­da de lo temporal. Maritain ha escrito: «El Sacro Imperio ha sido liquidado de hecho, primero por los Tratados de Westfalia, finalmente por Napoleón. Pero subsiste todavía en la imaginación como un ideal retrospectivo. Ahora nos toca a nosotros, -a nosotros, los católicos de nuestro tiempo- concluye el filósofo, liquidar esa ilusión.»

Lo que se intenta es justificar un orden político ajeno a la idea de servicio a lo sagrado. La Iglesia y el Estado, diferentes pero concordes y unidos, según la postura preconiza­da por León XIII en la «Inmortale Dei» se abandona, adoptándose la fórmula laica de la separación de la Iglesia y del Estado y de la renuncia por aquélla de los derechos y privilegios que por fundación divina le corresponden.

Se distingue, con este fin, entre el individuo y la persona. El individuo, se dice, es para la ciudad y la persona para Dios. Dios es un bien personal, pero no el bien que la co­munidad persigue. El único bien común de la «polis» tiene un carácter temporal.

Dios es ajeno -por lo tanto- a las preocupaciones comunitarias de los personalistas. Pero si la autoridad viene exigida por el bien común y el bien común, en el orden espiritual, no existe, la Iglesia depositaria de esa autoridad, carece de razón de existencia y debe replegarse, si acaso, al lu­gar modesto de una asociación deportiva que anuda y alienta unos intereses personales.

  «Ecclesia», se dice recogiendo fórmulas protestantes, “vivit iure romano» y hay que librarla de esta estructura jurídica para que brote con un nuevo evangelismo de la Palabra.

La misión del cristiano, dice el Padre Chenu, en el mundo actual es una misión de presencia en organismos neutros. Ese acto de presencia es el mayor acto apostólico que puede exigírsele. Lo que pretende el Padre Chenu es que con esa pre­sencia silenciosa y muda se edifique un mundo al margen de Cristo, para que ese cristiano presente y en silencio legalice la manufactura sin escándalo de los ingenuos hermanos en la fe. Empleando un símil taurino diría que se pide al cristiano que haga de Don Tancredo, que se coloque hierático y empolvado en un taburete, en medio de la plaza y que impávido permanezca hasta que el animal lo ignore o lo cornee. Estamos, dice Chenu, en el campo opuesto de la Cruzada.

¡Pobre cristianismo inoperante, tibio, acomplejado y sin fe, si prosperase la tesis de la anti cruzada de Chenu! Lo que se pide y se pedirá al cristianismo en cualquier lugar y momento, es que no se mantenga en la tibieza que provoca el vómito de Dios, porque «canes muti nom valentes latrare», como nos recordaba Monseñor Zacarías de Vizcarra («Ecclesia» nº 1141, pág. 17), es que Don Tancredo se haga lidiador, baje de su fi­ja e inmóvil peana y se eche al ruedo, a contagiar entusiasmo a la plaza, a vencer al toro con la maestría de sus «buenas dotes o a terminar la lucha entre sus cuernos. Lo que se pedía, en fin, y se sigue pidiendo a los cristianos, no es que contemporicen, sino que luchen, que no acepten una civilización que ignora o desprecia a Jesucristo, que la transformen, como transforma la levadura a la masa, que la vivifiquen si es preciso con la sangre. Los cristianos de Roma no contemporizaron con los ídolos, los despreciaron, no fueron al Senado a votar el divorcio o la escuela laica por una exigencia del mal me­nor, sino que se fueron a las catacumbas y sucumbieron en el circo. Sólo ese valor admirable, esa tenacidad sin límites, empalagos ni cobardías, triunfó de los perseguidores e hizo posible la hoy denigrada era constantina.

No está, pues, la solución en la causa de los males de nuestro tiempo, en la progresiva neutralización de nuestros valores culturales. Si España y la Hispanidad se neutralizan, y se quedan en este orden sin más ideales que la democracia y la técnica, estemos seguros de que el marxismo con su dosis mística, con su programa redentor, con sus perspectivas universales, acabará reduciéndonos.

Pero el bien común, que la comunidad política persigue en su última y superior instancia, es Dios. Juan XXIII en la «Pacem in terris» -objeto hoy de las más diversas interpretaciones-, condena la tesis personalista: «el bien común –dice- alcanza a las necesidades del espíritu. De donde se sigue que los poderes públicos han de promover a un mismo tiempo la prosperidad material y los bienes del espíritu», o sea «la consecución de su fin sobrenatural y eterno».

Hemos de ir, pues, a un catolicismo temporalmente aplicado, socialmente vivido, en el que lo temporal queda supeditado e instrumentalizado por lo divino.

Hemos de ir a hispanizar con estas verdades a España y a nuestro mundo hispánico y empezar por nosotros mismos, volviendo a actualizar el sentido que en esa obra de rehispanización supuso nuestra Cruzada, pese a los desprecios de Maritain, de Mauriac, de Bernanos y sus secuaces.

Pío XII decía (17 de diciembre de 1.942): «España en este momento culminante de la Historia del mundo, tiene, sin duda, una misión altísima que cumplir, pero solamente será digna de ella si logra totalmente encontrarse a sí misma, en su espíritu tradicional y cristiano y en aquella unidad que sólo sobre tal espíritu puede edificarse. Nos, concluye el Papa, alimentamos, por lo que se refiere a España, un solo deseo: Verla una y gloriosa, alzando con sus manos poderosas una cruz, rodeada por todo ese mundo que, gracias principalmente a ella, piensa y reza en castellano».

He aquí un programa seductor, compartido por los me­jores de América. Gómez Hurtado termina su valiosa aportación sobre el tema diciendo: «nuestra misión actual, el único programa político que puede tener hoy fundamentos auténticos en la historiedad de nuestros pueblos, ha de ser el que tenga como objetivo la preservación de nuestros valores tradicionales: Preservar en nuestro ser dentro de nuestro propio devenir».

Para ello, Pablo Antonio Cuadra invita a nuestra juventud, a la juventud del mundo hispánico, no a esperar el re­torno a la tradición, sino a salir en su busca y conquistarla. Conquistarla en un orden nuevo, en una nueva y vigorosa época constantina. Maeztu -tan olvidado y sustituido al llegar al capítulo de las citas y de las autoridades- escribe que «lo que necesitarían los misioneros para la mayor fecundidad de sus esfuerzos es que se produjera en los países donde laboran, algo parecido a la conversión de Constantino, o mejor aún, la cristianización del Estado. Porque les falta la ayuda que en las tierras conquistadas por la monarquía católica de España reci­bían del poderío, el ejemplo y la enseñanza de las autoridades seculares, siguen siendo infieles las grandes masas de Asia y África».

¿Pensáis lo que supondría para la extensión del rei­nado de Cristo la conversión del Mikado en el Japón?

Si ello es así, volvamos nuestra mirada a Teresa, Santa de la Hispanidad, y por tanto, de la interpretación espiritualista de la Historia. Si nuestra capacidad cristiana no se gastó, si no estamos afortunadamente en un orden postcristiana, sino que, con la ayuda de la gracia, sentimos el llamamiento, la fuerza y el imperativo del «charitas Christi urget nos», acometamos la empresa de un resurgimiento espiritual sin el que, como Corupte ha predicho, nuestra época revolucionaria produciría una catástrofe.

Miremos a Teresa, Santa de la Hispanidad, porque:

– la vivió pensando que querían, como hoy se quiere de nuevo, sentenciar a Cristo y poner a su Iglesia por el suelo, y que ella, hija de la Iglesia al fin, debía ayudar con la oración y el sufrimiento a los que andan en el campo sudando y peleando por la gloria de Dios y el crecimiento de la Iglesia;

– la vivió segura de que la Iglesia -de tesis y mientras se halle en el mundo- tiene que sufrir, y no solo persecuciones, sino la flaqueza de su ingrediente humano y las miserias de la vida y que por ello la persecución se soporta, pero no se apetece como ideal;

– la vivió en mística y en obras, en alegría y humor, en lenguaje sencillo y en palabras tan llenas de Dios que una vez leídas no pueden olvidarse.

Dice la Madre María de San José, al describirnos a Te­resa, que en el rostro y al lado izquierdo tenía tres lunares. Me gusta imaginar que los tres lunares sobre el rostro de la Santa son como un sarpullido de su sangre joven que se agolpa como en tres amores sobre España, sobre Hispanoamérica y sobre Filipinas.

Y me gusta también imaginar que de esta conmemoración cuatricentenaria de la reforma, a través de tantos y de tan variados temas eruditos sobre la Santa, nos quedará como hito y como halo de nuestra vida un resplandor como aquel que reverberaba so­bre la faz Ana de San Bartolomé, que tuvo en sus brazos a la San­ta durante sus últimos instantes; que de tanto manosear a Teresa, recobraremos el sentido del olfato -del que nos privan tan diversos y confusos olores- y nos quedará en las manos -como a aque­lla religiosa que amortajaba su cuerpo-, un perfume espiritual e imborrable, que ningún artificio humano nos pueda arrebatar; que el brazo incorrupto de la Santa que ha recorrido en peregrinación devota las tierras de España lleva el mismo dardo de oro con que la hiriera el querubín, y que con ese brazo nos va hiriendo a su vez a los hombres y a las mujeres de España y en nosotros y con nosotros, a las mujeres y a los hombres de la Hispanidad, a los pueblos todos del inmenso y desgarrado orbe hispánico; y que del fondo de la multitud arracimada, desde lo íntimo de la con­ciencia nacional de nuestros países le decimos: Transverbéranos, Teresa; mete el dardo de fuego en el corazón de España, y en el de Chile, Argentina, Perú y Ecuador, Colombia, Venezuela, Brasil y Uruguay, Paraguay y Bolivia, Panamá, Nicaragua y Honduras, Costa Rica y Salvador, Guatemala y Méjico, Puerto Rico, Cuba y Filipinas, y en el alma de todos los pueblos históricamente hispanos que hoy viven bajo distintas soberanías en espera de su unidad. Abrázalos, Teresa, cauteriza nuestras imperfecciones, nuestras infidelidades, nuestras desganas, e inúndanos con el fuego de la caridad, para que nuestros pueblos no se encuentren tan solo en­tre los llamados, sino que cabalguen sobre su historia entre el grupo glorioso de los elegidos.

 

 

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