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CENA-HOMENAJE DE LOS PUEBLOS HISPÁNICOS A FRANCO Y A JOSÉ ANTONIO

Hotel Meliá-Castilla, Madrid, 22 de noviembre de 1980 

Decía Shakespeare que la memoria es el centinela del espíritu: El espíritu, sin la memoria, se quedaría aletargado y dormido. La memoria pun­za al alma y la pone en vigilia. El recuerdo levanta y enardece, estimula y alienta. 

Por eso, los españoles de bien, los que tenemos memoria, los que no queremos adormilamos para que el enemigo no nos coja por sorpresa, escuchamos la llamada de nuestros centinelas, de José Antonio y de Franco; porque el primero nos vaticinó la llegada de la barbarie, y el segundo quiso que estuviéramos alerta y en actitud combativa frente a los adversarios de España y de nuestra civilización. 

Quisieran que olvidáramos, que se extinguiese nuestra memoria, que borrásemos las lecciones todavía recientes y la enseñanza de un mundo en crisis. Ellos saben que recordar y agradecer, como dijo D. Marcelo González, no es nunca inmovilismo, sino fidelidad. Y sólo la fidelidad a unas ideas y a una conducta permite a los hombres y a los pueblos escribir una biografía y una historia dignas.

Por eso, al iniciar este discurso breve, no está de más que traigamos a colación la estrofa de Manuel Machado:

«José Antonio, ¡Maestro!…¿En qué lucero,  en qué sol, en qué estrella peregrina montas la guardia? Cuando a la divina  bóveda miro, tu respuesta espero”.

 O aquéllos salidos de un sentimiento popular:

«El año setenta y cinco  detuve mi calendario, en el 20 de noviembre que murió Francisco Franco.  Desde entonces esa cita es para mí muy sagrada. No falto a Misa, comulgo     y vengo a esta hermosa Plaza  a rendirle mi tributo  y a gritar ¡Arriba España!

 

Pero este recuerdo estimulante, celoso velador de la memoria colectiva de un pueblo, y obsesionante martirio para los que no han renunciado a las tareas odiosas de dejarnos sin Dios, sin Patria y sin Libertad, es hoy al­go que, en cuanto afecta a Franco y a José Antonio, adquiere perfiles universales.

A raíz del 20 de noviembre de 1975, tuve ocasión de escribir: «Franco es, y sobre todo será, un símbolo para la España del futuro y para todos aquéllos que en cualquier lugar de la tierra sigan creyendo en los valores insustituibles y permanentes de la nación”.

Si la persona de Franco, como decía Guerra Campos, «ha echado raíces en los corazones»; si, como reconocía «París Match» en 1978, «Franco vive en centenares de miles de conciencias», tendremos que añadir que esta realidad constatada y desbordante, como han demostrado las concentraciones de la Plaza de Oriente y se demostrará, con la ayuda de Dios, mañana, corresponde no sólo a quienes somos compatriotas y tributarios de las ideas de José Antonio y de la obra del Caudillo, sino también a todos los hombres de buena voluntad de todas las naciones del planeta.

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En otra ocasión, eran los pueblos de Europa los que rendían un homenaje a José Antonio y a Franco. Hoy, los países hispánicos, los que constituyen, con nosotros, una Comunidad plena de vida y de futuro, son los que rinden homenaje, al que se unen también las representaciones europeas que nos acompañan.

Tenía razón la argentina María Lidia Losada de Genta, en su «Glosa del buen combate»:

«José Antonio, José Antonio. Un nombre que va a nombrarse,  mientras se nombren los nombres que no pueden olvidarse». porque José Antonio fue la «voz nueva para un pensamiento antiguo».

 Como la tenía el chileno Manuel José Ugarte, cuando escribía: «Franco dio al mundo el más bello testimonio de fe en Cristo, de humildad y de grandeza de alma, al pedir perdón y perdonar. Por ello, Franco es el Caudillo, no sólo de España, sino de toda la Hispanidad». 

Como la tenía el portugués Braga da Cruz, en aquellas palabras memorables: «Franco triunfó en la vida como hombre y como militar; tenía que triunfar como Jefe de Estado. Y el secreto de su triunfo se halla en haber sabido dar primacía a los valores del espíritu, estructurando las bases de la nueva España sobre los principios de la civilización occidental y cristiana, reintegrando a la Patria a la línea de su destino histórico».

Como la tenía, y la tiene, el venezolano Germán Borregales, al afirmar sin vacilaciones: «Al conjuro de la palabra Franco, surgirán de todos los rincones de la Península y de la América hispana legiones de combatientes dispuestos a restaurar el Estado surgido por obra y gracia del 18 de julio»…

José Antonio, en el Punto 3º de la Falange, quería que España fuese «eje espiritual del Mundo Hispánico», y en su «Poesía de Magallanes», escribió:

«Es infinito el mar, la vida corta,  nuestro poder pequeño,¡Pero no os arredréis! ¡Qué nos importa que se acabe la vida en el empeño!»

Franco, refiriéndose a las naciones hispánicas, dijo: «Hoy nos asomamos al mundo con múltiples fisonomías, pero dentro se transparenta un mismo rostro y una misma alma, y sin renegar de nuestra conciencia nacional, nos enorgullece poner de manifiesto al indiviso aliento medular de la estirpe».

Nada puede borrar este reconocimiento hispánico a nuestras figuras señeras.

Guillermo Borlatti, arzobispo de Rosario, dijo en una famosa ho­milía:

«Cuando se acallen las voces del agradecimiento, seguirán recordando a Franco con el testimonio mudo, pero imperecedero de su presencia, las piedras, los campanarios y los altares».

Hay una preciosa anécdota, que nos ha legado la pluma de Hernández Petit. Franco visitaba las Hurdes:

«En lo alto de la ladera opuesta estaban los hurdanos. Nos veían, pero nosotros a ellos no. Cuando Franco llegó, acostumbrados a los gritos y ovaciones clamorosas que siempre le vitoreaban, nos impresionó el coro, lejano y trágico, que, espaciadamente, como aullidos de agonía, repetían las dos mis­mas sílabas: ¡Fraaanco! ¡Fraaanco!

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El jefe del Estado interrogó al jefe de la Casa Civil. 

¿Qué pasa? ¿Por qué están tan lejos?
Es que… son verdadero detritus de la Humanidad.
¡Con más razón! (Fue la única vez que le noté colérico). ¿Cuántas parejas de la Guardia Civil a caballo se pueden enviar? Que suban sin que se aperciban. Y que, sin acosarles, por persuasión, que sepan quiero estar con ellos.

El silencio se nos hizo eternidad. Quietud. En el azul de lo alto, ni una leve gasa blanca. Vimos ponerse en movimiento la masa humana. Baja­ron y treparon. Se inmovilizaron. Quien más cerca de Franco estuvo fue una mujer sin edad, de mirada mortecina. Acunaba una niña, casi recién nacida, que causaba horror. Su cara era toda una llaga, con sangre y pus hasta en los ojos y los oídos. 

Franco pidió:

–      ¡Mujer! Sólo un momento, ¿quiere dejarme la niña?

De abajo arriba, ella extendió los sarmientos de sus brazos. Fue una ofrenda. Abrazándola, Franco aproximó sus labios y en la impura llaga depositó un beso.

Y la chispa prendió el fuego. De repente, enloqueció la jauría humana. El grito de Franco nunca como entonces, nadie, jamás lo ha oído. Fue el frenesí desbocado. Se atropellaban para acercarse. Uno intentó arrancar la borla del fajón. Otro un bolsillo de su guerrera. Del séquito, se intentó protegerle a empujones. Franco gritó:

¡Quietos! 

Comprendió que querían guardar reliquias. 

Solos, antes de reemprender la marcha, Franco, sentado sobre un pedrusco, lloró. Largamente». 

Quiero terminar, amigos, porque la Plaza de Oriente nos espera ya, con unos versos sobre José Antonio, me parece que de Antonio Castro Villacañas:

«Tardará mucho tiempo en nacer, si es que nace,  un español tan claro, tan rico de aventuras».

Pero ese español había nacido ya, y a él se refiere Manuel Machado, cuando escribe:

«Para un mañana que el ayer no niega. Para una España, más y más España, la sonrisa de Franco resplandece».

Con esa sonrisa nos aguarda a todos los que iremos a recordarle.

 

          ¡VIVA CRISTO REY!    ¡ARRIBA ESPAÑA!    ¡ADELANTE ESPAÑA!

 

Autor

REDACCIÓN