07/06/2025 04:46

El obispo, que literalmente es “el que vigila”, es la figura central de la vertebración de la Iglesia. Esta es la razón por la cual Satanás ha atacado a los obispos con un arma de doble filo: por una parte les hace que se sientan fuertes como “Conferencias” y así se han convertido en los verdaderos interlocutores de los Gobiernos dejando a S. S. el Papa como figura ornamental puramente declamatoria; por otra, les ha hecho débiles e irresolutos tanto en las negociaciones con esos mismos Gobiernos como, sobre todo, en su cometido fundamental de custodios de la tradición. Porque este es el cometido fundamental de un obispo. Porque para la otra fuente de la Revelación, que es la Sagrada Escritura, instituciones tiene la Iglesia que bajo la suprema dirección del Papa la custodian explicitando su valor permanente.

En cualquier caso lo que hay de importante en esta cuestión es el principio de unidad que siendo constitutivo de la Iglesia como institución, al pertenecer esa nota a su definición dogmática, a la vez caracteriza su naturaleza jerárquica asentada tanto en el primado de Pedro como en la responsabilidad pastoral de cada Obispo en su diócesis.

En la ordenación de la vida social, el principio de unidad tiene reconocimiento unánime y así lo atestiguan todas las organizaciones e instituciones que valoran la unidad como signo de identidad. Por otra parte, al ser la sociedad civil un conjunto de entidades que se desenvuelven en armonía, es legítimo sostener también el pluralismo, siempre que exista una lealtad institucional que posibilite esa armonía.

Se ha hecho referencia a la unidad y al pluralismo ya que la Iglesia se está desenvolviendo hoy en un ambiente social y político presidido precisamente por el culto al pluralismo como garantía de libertad, lo que indirectamente ha conducido a la marginación de la unidad sin la cual cualquier sociedad resulta irreconocible y más aún la Iglesia católica. Pero no vamos ahora a adentrarnos en el confuso laberinto del actual pluralismo social y político, que está mostrándose más bien caótico, sino que vamos a defender la verdad de la constitución jerárquica de la Iglesia en la medida en que contrasta precisamente con el pluralismo.

Porque la Iglesia fue instituida por Cristo sobre la base del primado de Pedro, es decir sobre la preeminencia del hoy obispo de Roma cuyo cometido ha sido desde el origen, y sigue siendo hoy, el de “confirmar en la fe a sus hermanos” (Lucas 22: 31-32). El que la Iglesia sea jerárquica no es pues una cuestión que deba ser adaptada a las coordenadas culturales de cada tiempo, siendo suficiente decir que si ha tenido veinte siglos de existencia, cosa totalmente fuera del alcance de cualquier otra institución, es porque su arquitectura interior es ya de por sí suficientemente sólida como para no necesitar regularmente adaptaciones.

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Pero es que esta constitución jerárquica no afecta exclusivamente a Pedro sino que, como no podía ser de otro modo, se predica igualmente de cada obispo de cada diócesis. La sabia constitución jerárquica de la Iglesia –Jesucristo es la sabiduría encarnada- significa e implica que cada obispo sea igualmente cabeza y responsable personalmente de su diócesis y por tanto en modo alguno se corresponde con esa constitución jerárquica el que después se interponga entre cada obispo y el Papa de Roma –único que tiene que confirmarle al obispo en la fe- un órgano colegiado, cosa que ocurre con las llamadas “Conferencias episcopales” cuyo papel como meras reuniones informales de los obispos para estudiar e intercambiar experiencias se ha desnaturalizado hasta convertirlas en verdaderas cámaras de deliberación y debate sobre toda clase de asuntos que puedan afectar a todos los fieles de un determinado Estado. Todavía recuerdo a un periodista que para aclarar las cosas a los oyentes dijo que las Conferencias de obispos eran “el ejecutivo” de la Iglesia.

Pero sobre la Conferencias episcopales conviene reflexionar aún más, porque como si de un nuevo Gobierno se tratara, se han convertido en un auténtico obstáculo para la relación personal de cada obispo con sus fieles. Porque los obispos ya no pueden pronunciarse sobre los problemas de su diócesis, siendo difícil que se atrevan a adoptar medidas con criterios que no hayan sido acordados previamente en las referidas Conferencias.

Antes no había facilidad para que en una diócesis se supiera con detalle lo que ocurría en otra, cosa que podría haber justificado su existencia, pero precisamente hoy día no creo que la Iglesia haga bien las cosas utilizando la Conferencia para forzar la armonización pastoral de las diócesis basándose en una autoridad sobre los obispos que ella no tiene en absoluto.

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Y para defenderse de la influencia del ambiente cultural que pretende violentarla, la Iglesia tiene la obligación de separarse de los medios de comunicación de masas y establecer una vinculación de cada obispo con su diócesis a través de cualquiera de los instrumentos que por suerte nos ofrecen ahora las nuevas tecnologías. Los pronunciamientos sobre cada uno de los problemas que se aborden no tendrán así necesidad de recibir soluciones ni uniformes ni siempre políticamente correctas.

La razón de esta necesidad está pues en la estructura jerárquica de la Iglesia siendo necesario evitar que la conversión de las Conferencias en un foro de debate político conduzca a que los Gobiernos acaben considerándolos poco menos que una representación del pueblo fiel. Los fieles no hemos elegido a los obispos y ellos no pueden pues auto-investirse de una representación que no tienen.

En “Info-vaticana de hoy 30 de mayo hay un interesante artículo de Jaime Gurpegui (26.V.2025) en el que se explica muy bien un problema paralelo que está ocurriendo con el Papa León XIV y que está conduciendo a que los ricos contenidos de sus homilías, alocuciones, catequesis etc. sean cuidadosamente recortados por sus propios gestores de comunicación para dar así la impresión de que los discursos con insípidos y sus homilías triviales.

 El problema pues está en que la Iglesia jerárquica en sus dos niveles fundamentales: el Papa y cada Obispo, tiene que dejar de servirse de los medios de comunicación controlados por los poderes globales, procurando siempre ofrecer a sus fieles de modo directo y sin intermediarios comunicaciones e informaciones precisas, auténticas y completas, algo que en la pequeña medida de sus pobres posibilidades ya hizo Monseñor Guerra Campos con el Boletín diocesano que publicaba en su “destierro” de Cuenca y que en su día gozó de muy amplia difusión.

Francisco Javier Montero Casado de Amezúa

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Dos ciudades, como escribiría san Agustín, en la Santa Iglesia Católica Apostólica, la Iglesia de Jesucristo Nuestro Señor, Dios y Hombre verdadero:

La ciudad de Dios y sus santos por un lado, y la de los políticos o falsos profetas o doctores al servicio de satanás por otro.
La ciudad camino de salvación eterna, y la ciudad terrenal con pretensión exclusivamente temporal.
La ciudad que mira a la eternidad, al Reino de Dios, y la ciudad que mira al mundo y sus concupiscencias y nunca más allá.
La ciudad del trigo o hijos de Dios y la ciudad de la cizaña sembrada por el enemigo en los jardines de la Iglesia.
La ciudad que propaga los Evangelios y los mandamientos de Dios y la que propaga falsas doctrinas mundanas y políticas a conveniencia de cada cual (protestantismo subjetivo que trata de instrumentalizar a conveniencia la Iglesia entera).
La ciudad fiel a la Palabra del Señor y a su Santísima Voluntad y la ciudad que sirve a los poderosos, mercaderes y políticos mundanos.
La ciudad de los buenos pastores y la ciudad de los asalariados.
La ciudad perseguida y la ciudad amiga de perseguidores a los que entrega a los corderos.
La ciudad de los corderos, rebaño de Dios, y la ciudad de los lobos con piel de cordero.
La ciudad que venera a los santos, elegidos de Dios, y la ciudad que promueve el relativismo moral político a la subjetiva interpretación protestantizante o «pluralismo» luterano o calvinista, que desprecia a los santos.
La ciudad discreta en la caridad como le está mandado por su Fundador y la ciudad farisea oenegera a son de trompetas y tambores que busca la aclamación y aprobación del mundo.
La ciudad que procura agradar a Dios y la ciudad que procura agradar al mundo.
La ciudad que acepta la cruz como camino de salvación y la ciudad que busca el bienestar material, el «bien común» y la «justicia social».
La ciudad que adora al Dios revelado, testigos sus miembros de sus milagros en los que creen y la ciudad «cientificista-racionalista» que no cree en milagros y que pone en duda el testimonio y los milagros atribuidos a sus santos, calificando a los creyentes de ingenuos y pueriles.
La ciudad que aspira al Cielo y la que aspira a honores, títulos y riquezas temporales.
La ciudad que procura purificar sus corazones y cambiar su vida por medio de la penitencia y el arrepentimiento sincero y la ciudad que aspira a transformar el mundo con su acción política de uno u otro signo.
La ciudad que acumula tesoros en el Cielo y la que se preocupa por acumular y conservar tesoros en la tierra donde la herrumbre corroe y los ladrones socavan.
La ciudad del corazón puro como el de un niño y la ciudad del interés político, empresarial y mundano.
La ciudad cuyos miembros se niegan a sí mismos, toman su cruz y siguen al Señor y la ciudad que se afirman continuamente a sí mismos, rechazan la cruz y siguen a falsos profetas y doctores (políticos y mercaderes).
La ciudad espiritual y la ciudad carnal.
La ciudad casta como virginal Esposa y la ciudad prostituida al mundo.
La ciudad de la humildad y la pureza del corazón y la ciudad de la arrogancia teológica y del despotismo arrogante y soberbio que desprecia a los humildes «analfabetos».
La ciudad fiel a la Verdad que es Cristo y la ciudad que engaña con la política, sinónimo de la mentira, calificándola de «caridad».
La ciudad que es clara en sus mensajes y su misión, sin engaños y lenguaje retorcido, oscuro o confuso, y la ciudad que usa lenguaje enrevesado y encriptado en sus encíclicas, viniendo como viene del demonio el lenguaje no claro.
La ciudad sobre la que reina el Espíritu Santo Paráclito, que conduce a la Verdad, y la ciudad en la que reina la Gran Ramera de Babilonia, que conduce a la perdición eterna.
La ciudad que vive a la Luz, que es Cristo, y la ciudad que vive en las tinieblas y rehuye la Luz, porque sus obras son malas y oculta sus pecados sin arrepentimiento alguno.
La ciudad cuyos miembros viven para gloria de Dios en exclusiva y la ciudad cuyos miembros viven para gloria propia.
La ciudad mártir que muere por amor por el Señor y la ciudad que cada día olvida y relega más al Señor y elude morir pues valora ante todo esta vida terrenal.
La ciudad que no puede dejar de anhelar ardientemente unirse a Dios para siempre y la ciudad que busca unirse al mundo sin ninguna otra pretensión sobrenatural.
La ciudad del celo ardiente por Cristo y la ciudad tibia que se escandaliza ante el fervor ardiente de cualquier fiel, tildándole de loco, integrista o fanático.
La ciudad que peregrina por la vida hacia Dios y la ciudad oficial y terrenal sin propósito trascendente.
La ciudad que ama a Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, Santísima Trinidad, y la ciudad cuyos miembros se aman, ante todo y sobre todo, a sí mismos.
La ciudad que vigila y se hace violencia por agradar al Señor y la ciudad que gusta de placeres y acomodo que busca agradar a los poderosos y políticos del mundo.
La ciudad valiente que no cuida de su seguridad por servir a la Verdad y la ciudad políticamente correcta que evita la Verdad por no ofender al poderoso.
La ciudad que acoge a todos sin excepción porque el Señor no hacía distinción de personas y la ciudad que transgrede los mandamientos si así se lo exigen los ricos y poderosos que la sostienen y la esclavizan a conveniencia.
La ciudad de la penitencia dolorosa y las lágrimas por haber ofendido a Dios o por no haberle servido convenientemente y la ciudad arrogante y engreída y que no hace duelo alguno por sus pecados cual mujer que no tiene marido por el que guardar luto.
La ciudad que sufre para alcanzar la gloria prometida por el Señor y la ciudad que goza los bienes presentes de modo insensato cual vírgenes negligentes.
La ciudad que hace el mejor uso posible de sus talentos y la ciudad de siervos perezosos que entierra los suyos.
La ciudad que ama a Dios con todo su corazón, con toda su mente y con todo su ser, aspirando a su Reino que no es de este mundo, y la ciudad que ama al mundo y pretende un mesianismo terrenal con su política.
La ciudad que rompe con el pecado, guarda los mandamientos de Dios, especialmente el de la caridad, y se guarda del mundo y los anticristos, y la ciudad que vive en el pecado con perseverancia, instrumentaliza la Palabra de Dios a su subjetiva conveniencia política, sirve a intereses mundanos y se protestantiza gradualmente siguiendo a anticristos, a los que odian a Cristo y le rechazan.

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