
Uno de los elementos nucleares del libre mercado es la competencia, es decir, la pugna entre empresas por vender sus productos, sean estos bienes o servicios, a sus potenciales consumidores. La competitividad de una empresa viene dada por dos factores: la calidad de lo que producen y el coste que ello conlleva. En consecuencia, los empresarios, si quieren salir triunfantes en una jungla dominada por la ley de la oferta y la demanda, se ven obligados a emprender una permanente carrera orientada a la mejora e innovación de los productos ofertados, al abaratamiento de los costes de producción y a la búsqueda de nuevos nichos de mercado.
Con estas premisas era inevitable el desarrollo de un progresivo proceso de globalización económica que permitiera a las empresas maximizar sus beneficios. Este proceso globalista comenzó a finales del siglo XV, con el descubrimiento de América por Cristóbal Colón en 1492, ya que ello supuso la apertura de nuevas rutas comerciales y el inicio de un floreciente intercambio intercontinental de mercancías que vino a sentar las bases del “comercio internacional”. Posteriormente, ya en el siglo XIX, la Revolución Industrial trajo consigo innovaciones tecnológicas y nuevas formas de transporte, como el ferrocarril y el barco de vapor, que tuvieron la virtud de provocar un considerable aumento de las relaciones comerciales y financieras entre los países occidentales, formalizándose así lo que se ha dado en llamar la “primera ola de la globalización económica”. Finalmente, tras la Segunda Guerra Mundial, es decir, a mediados del siglo XX, se desarrolló un proceso de “modernización de la globalización económica”, caracterizado por la creación de instituciones económicas internacionales, como el Fondo Monetario Internacional o el Banco Mundial, y la aceleración de la integración de los mercados financieros, comerciales y laborales, debido fundamentalmente a la implementación a nivel mundial de políticas de marcado carácter neoliberal y al impresionante desarrollo de la tecnología de la información. En definitiva, como consecuencia de la progresiva globalización económica el comercio y la producción mundial crecieron de manera imparable y la calidad de vida en los países occidentales alcanzó niveles nunca vistos anteriormente. Todo ello llevó al politólogo estadounidense Francis Fukuyama a afirmar de manera rotunda, en su obra “El fin de la Historia”, que el conjunto de acontecimientos sociales acaecidos a lo largo del siglo XX han determinado de manera irrebatible “la inquebrantable victoria del liberalismo económico y político”.
Sin embargo, ya entrado el siglo XXI, la Historia dista mucho de haber llegado a su fin, ya que los enemigos de la libertad continúan achechando y no precisamente desde la oscuridad, sino de un modo franco y notorio. Así, los dos principales enemigos exteriores de las democracias liberales son el fundamentalismo islámico y las dictaduras comunistas. A su vez, intramuros, como si de un caballo de Troya se tratara, las grandes multinacionales se han convertido en un verdadero problema para el libre mercado debido a su capacidad para alterar en beneficio propio las reglas del comercio internacional. De hecho son muchas las pruebas que demuestran que existe una suerte de connivencia entre los intereses de los países comunistas y los de las grandes empresas, lo cual explica que más de 20.000 compañías estadounidenses se hayan establecido en China en forma de empresas de capital mixto público-privado. Esta situación responde esencialmente al establecimiento de un sistema de competencia desleal, asentado, por un lado, en una considerable disminución de los costes de producción mediante la explotación de la clase trabajadora -tal y como ocurre en países comunistas como China y Vietnam, o marcadamente autocráticos como la India- y, por otro lado, en la deslocalización de las grandes empresas, esto es, en el asentamiento de los centros de producción precisamente en aquellos países en los que los trabajadores viven en un estado de semiesclavitud. Ambos hechos conjuntamente han provocado un incremento incesante de la producción de los países receptores de la inversión extranjera, con el consiguiente enriquecimiento de las élites en el poder, unos mayores beneficios de las empresas deslocalizadas y, consecuentemente, una disminución del PIB y un aumento del desempleo en los países de procedencia de las empresas deslocalizadas.
Así, para que nos hagamos una idea de la situación, nos encontramos con que en 2024 el salario mínimo en EE.UU. fue de 1.257 dólares, mientras que en China fue de 279 dólares y en Vietnam de 207 dólares. A su vez, vemos como Apple, que fabrica sus iPhones principalmente en China, en 2024 obtuvo un beneficio neto de 103.982 millones de dólares, mientras que Nike, que fabrica su material deportivo fundamentalmente en Vietnam, Indonesia y China, también en 2024 finalizó su ejercicio fiscal con un beneficio neto de 5.700 millones de dólares. Estos dos ejemplos vienen a explicar en buena medida que el déficit comercial de EE.UU. con China en 2024 haya sido de 295.402 millones de dólares. Evidentemente, no parece esta una situación de libre mercado en igualdad de condiciones entre las democracias occidentales y las dictaduras asiáticas, por lo que resulta prioritario reformular las normas que regulan el comercio internacional, con el objetivo de establecer mercados supranacionales interrelacionados sobre la base de una sana y legítima competencia.
Este y no otro fue el escenario que se encontró Donald Trump tras ser elegido presidente de los EE.UU. y con buen criterio orientó sus políticas a recomponer el tablero comercial que imperaba en un mundo en el que se veía amenazada la hegemonía estadounidense debido a su decadencia moral y económica y al imparable crecimiento militar y económico de la China comunista durante las últimas décadas.
En relación al plan de actuación planteado por Donald Trump para revitalizar la economía estadounidense y estar en condiciones de enfrentarse en igualdad de condiciones al gigante asiático es necesario hablar tanto de las formas del nuevo inquilino de la Casa Blanca como del fondo de la cuestión, para de esta manera estar en disposición de tener una visión de conjunto del nuevo escenario al que el mundo parece abocado. Así, el excesivo histrionismo y los malos modales que acompañan al nuevo presidente estadounidense no parecen ser la mejor tarjeta de presentación del líder del mundo libre. A su vez la errática forma de conducirse de D. Trump anunciando inicialmente, en lo que denominó “día de la liberación”, la aplicación de nuevos aranceles para todo el mundo, para pocos días después proceder a la congelación de dicha medida excepto para China, tampoco han contribuido a una negociación sosegada sobre la posibilidad de establecer un nuevo marco económico. A la vista de ambos hechos no debe extrañar a nadie que la volatilidad en los mercados bursátiles y la incertidumbre en los despachos presidenciales de todo el mundo hayan hecho acto de presencia sembrando una cierta sensación de caos.
En el plano estrictamente económico es evidente que, tal y como prometió al electorado estadounidense, la reforma arancelaria parece ser el punto fuerte del plan de choque de D. Trump para frenar el deterioro de la economía del país. Así, con esta subida de los aranceles a la importación D. Trump pretende no solo incrementar la producción propia para disminuir la dependencia del extranjero, sino también aumentar la masa trabajadora en suelo estadounidense.
Obviamente la brusquedad a la hora de anunciar sus medidas y el importante aumento de las nuevas tasas arancelarias dio lugar a un fuerte rechazo por parte de los mandatarios de todo el mundo, ya que ello suponía alterar de manera significativa el comercio mundial sin ninguna garantía de éxito. En este sentido la mayoría de los analistas económicos pusieron el grito en el cielo, señalando que el nuevo escenario comercial traería consigo un aumento de la inflación por el encarecimiento de los bienes y servicios ofertados a la población, la pérdida de la condición de valores refugio tanto del dólar como de la deuda estadounidense y una situación de recesión económica no solo en Estados Unidos, sino en el mundo entero.
Obviamente no parece pensar lo mismo el presidente estadounidense, ya que aparentemente su plan económico más que estar orientado a un enfrentamiento sin cuartel con el resto del mundo, parece más bien estar centrado en equilibrar la balanza comercial con China, como demuestra la tregua arancelaria de 90 días concedida a sus vecinos norteamericanos y a la Unión Europea. Así, durante los próximos tres meses, lo razonable y deseable sería asistir a la conformación de un flamante mercado común entre Estados Unidos, Canadá, México y la Unión Europea que contemple unas tasas arancelarias equilibradas y justas, así como a la concreción de un plan de reconversión de la deuda estadounidense con vencimiento a corto plazo en deuda a largo plazo para permitir oxigenarse a la maltrecha economía norteamericana. Todo ello posibilitaría la mejora de los flujos comerciales y el aumento de las inversiones y la producción de las grandes multinacionales en el seno del nuevo mercado común, pudiendo contribuir dicha situación, por un lado, a que la confianza retornara a los mercados y, por otro lado, a que la economía de los países occidentales volviera a la senda del crecimiento.
Sea como fuere, lo que está claro es que con la llegada de D. Trump al poder de buenas a primera se acabaron las palmeras, lo cual sencillamente viene a significar que la globalización concebida para beneficio de China y las grandes multinacionales ha llegado a su fin.
Autor

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Rafael García Alonso.
Doctor en Medicina por la Universidad Complutense de Madrid, Especialista en Medicina Preventiva, Máster en Salud Pública y Máster en Psicología Médica.
Ha trabajado como Técnico de Salud Pública responsable de Programas y Cartera de Servicios en el ámbito de la Medicina Familiar y Comunitaria, llegando a desarrollar funciones de Asesor Técnico de la Subdirección General de Atención Primaria del Insalud. Actualmente desempeña labores asistenciales como Médico de Urgencias en el Servicio de Salud de la Comunidad de Madrid.
Ha impartido cursos de postgrado en relación con técnicas de investigación en la Escuela Nacional de Sanidad.
Autor del libro “Las Huellas de la evolución. Una historia en el límite del caos” y coautor del libro “Evaluación de Programas Sociales”, también ha publicado numerosos artículos de investigación clínica y planificación sanitaria en revistas de ámbito nacional e internacional.
Comenzó su andadura en El Correo de España y sigue haciéndolo en ÑTV España para defender la unidad de España y el Estado de Derecho ante la amenaza socialcomunista e independentista.
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