18/10/2024 16:11

El uso de nuestro libre arbitrio y el dominio que tenemos sobre nuestras voluntades, haciéndonos dueños de nosotros mismos, son algo que puede autorizar con razón a estimarnos; pues sólo por las acciones que dependen de este libre arbitrio podemos ser alabados o censurados con justicia. De ahí se deduce que aquellos que cometen faltas no por carencia de conocimiento, sino de buena voluntad, están exponiéndose a ser considerados como transgresores de la moral y de las leyes. La buena voluntad es el canon por el que se estima la nobleza del alma y quien sufre ausencia de ella, desprecia su condición de hombre libre y digno. Todos podemos usar bien del libre arbitrio, quien no lo hace y se muestra incapaz de comportarse con hidalguía, idealismo o virtud es culpable de indignidad.

De aquellos que tienen buena opinión de sí mismos y aprecian inmoderadamente su propio interés y no son dueños de sus propias pasiones, en especial de la codicia y de la envidia, puede decirse que poseen un orgullo vicioso, tanto más cuanto más injusta sea la causa por la que se estiman. Y la peor de todas es cuando se es orgulloso sin tener ningún mérito, creyendo que el éxito consiste en una usurpación y que tienen más gloria quienes más se la atribuyen o más permiten ser alabados arbitrariamente. Esta conducta es aún más irrazonable y absurda cuando un hombre defectuoso acepta la adulación por cosas que no merecen alabanza, sino repudio. Tal es el motivo de que los más estúpidos e insanos caigan en esta especie de orgullo.

Cuando el fundamento por el cual estos egotistas ambiciosos se estiman no es la voluntad de hacer buen uso del libre arbitrio, intención de la cual proviene siempre la generosidad, se produce siempre un orgullo reprochable, opuesto al desinterés y con efectos contrarios a éste. Ello es debido, entre otras causas, a que, prisioneros de sus apetitos y dueños de un alma agitada por el odio, la cólera o los celos, se complacen desdeñando al resto de sus semejantes. Y no sólo a despreciarlos, sino que, consciente el narciso de no poder subsistir por sí mismo, ni de alcanzar objetivos cuya consecución depende de otros, recurre a procederes desleales, insidiosos o delictivos. Por eso la conducta de estos tipos, cuya boca, paradójicamente, está llena siempre de altruismo, se halla en el extremo opuesto a la grandeza, y ocurre con frecuencia que los que tienen menos entendimiento son los más arrogantes, del mismo modo que los más solidarios son los más humildes.

Por otra parte, mientras que los de espíritu más abierto y espléndido se muestran comedidos ante los avatares de la fortuna, quienes lo tienen enfermo se dejan llevar por sus pasiones en las felicidades o en los contratiempos, jactándose tanto en los triunfos como volviéndose coléricos y victimistas en las adversidades. Incluso va inherente a su personalidad el arrastrarse suciamente ante aquellos de quienes esperan algún beneficio o temen alguna represalia, del mismo modo que se yerguen insultantes por encima de los que no les producen temor ni esperanza de ventaja.

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Ningún vicio daña tanto la felicidad de los hombres como el de la envidia, ítem más cuando lleva unida la autosatisfacción morbosa, pues además de que quienes las poseen se martirizan a sí mismos, también turban con todo su poder el contento y la paz de los demás. Lo que determina en estos tipos su actitud es, en definitiva, la bajeza de espíritu, pues cuanto más noble es éste, más inclinado está a ejercer la justicia, es decir, el respeto hacia sus semejantes. Por el contrario, los espíritus ruines tienden al exceso, unas veces porque adoran, acatan y recelan de cosas que sólo merecen desprecio, y otras porque desechan con altanería las que más merecen ser honradas, de manera que no hay perversión ni desorden moral del que no sean capaces.

Cuando se realiza una acción cuya causa no es justa, cuando las acciones que proporcionan mucha satisfacción son viciosas, resulta ridícula la autocomplacencia y únicamente sirve para producir un orgullo y una arrogancia impertinentes. Esto se puede observar particularmente en quienes, creyéndose admirables son solamente deformes; y que, a la sombra de recibir muchos halagos, recitar muchas mentiras, ejercer un dominio morboso sobre los lacayos repelentes, usar la demagogia y conceder subsidios sacados de la bolsa común, creen ser completamente perfectos.

Y no sólo esto, también se imaginan tan grandes amigos del Mal que no pueden hacer nada que desagrade a éste, y que todo lo que les dicta su pasión es un buen currículo para mostrar a Lucifer, porque su naturaleza les inspira los mayores crímenes que pueden ser cometidos por los hombres, como traicionar patrias o exterminar pueblos enteros por el mero hecho de que no se someten a sus opiniones o que así se lo han encargado los colegas dementes que ocupan estratos jerárquicos superiores.

El peligro consiste en que sean precisamente estos espíritus brutales, estos individuos insensibles a la razón y a la filantropía, estas almas perversas que odian por naturaleza a la humanidad, quienes acceden al poder con más frecuencia de la conveniente, arrastrando con sus psicopatías y delirios a las multitudes. Porque, cegados por la impunidad conseguida mediante sus astucias, o por la buena suerte, o desesperados por la mala, no esperan que pueda sucederles ninguna calamidad irresoluble, y entre tanto persisten en destrozar todo lo que tocan, como elefantes en cristalería.

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Y, en concreto, respecto a los «putos amos» españoles y a sus siervos, debemos añadirles el vicio de la ingratitud, directamente opuesto al agradecimiento en tanto que este es siempre virtuoso y uno de los vínculos fundamentales de las relaciones humanas. Ingratitud por sus deformaciones e insidias hacia el período histórico conocido como franquismo, e ingratitud, sobre todo, por su deslealtad hacia la patria, la tierra de sus antepasados y de sus próximos, que los vio nacer o que los acogió con afecto. Por eso este hediondo vicio solamente se da en los andobas neciamente arrogantes, que se consideran el ombligo del mundo, o en los insensatos que no recapacitan sobre los beneficios que reciben, o en los débiles y abyectos que, conociendo su flaqueza y su ruindad, buscan con servilismo la ayuda ajena y, una vez conseguida, odian a sus asistentes y cómplices, porque son el reflejo de su propia infamia.

Y lo mismo que las almas más generosas son las que sienten mayor gratitud, así también las más soberbias, mezquinas y débiles son las que más se dejan arrastrar por esa clase de ira en la que predominan la hiel y el resquemor; pues las ofensas parecen tanto mayores cuanto mayores son el odio y la arrogancia y cuanto más codiciamos los bienes que dichas ofensas nos quitan.

Pocos crímenes hay más ignominiosos que la traición a la tierra natal, sobre todo cuando, además de conjurar contra ella y abandonarla a sus enemigos te estás aprovechando de sus frutos, esquilmándola hasta la saciedad. El delito de lesa patria resulta abominable, más aún si te has valido para ello oficiando desde un puesto institucional preeminente. Y la nefasta Transición o Régimen del 78 nos ha dado numerosos ejemplos de individuos fatuos, desaprensivos y depravados, que han vendido y debilitado a la patria hasta dejarla agonizante. Gente así, si hubiera justicia, debería acabar su vida aherrojada en el calabozo más oscuro y nauseabundo, como sus almas.

Autor

Jesús Aguilar Marina
Jesús Aguilar Marina
Madrid (1945) Poeta, crítico, articulista y narrador, ha obtenido con sus libros numerosos premios de poesía de alcance internacional y ha sido incluido en varias antologías. Sus colaboraciones periodísticas, poéticas y críticas se han dispersado por diversas publicaciones de España y América.
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