20/09/2024 10:51
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Fernando Romero Moreno es abogado por la Universidad Nacional de Rosario (UNR) y Profesor Superior Universitario por la Universidad Católica Argentina (UCA). Está dedicado desde hace 30 años a la Educación, tanto en cargos docentes como directivos. Actualmente trabaja en el Colegio Los Caminos (APDES-Pilar). Es autor del libro “La Nueva Derecha-Reflexiones sobre la Revolución Conservadora en la Argentina” (Grupo Unión, Buenos Aires, 2021). Está casado y tiene 4 hijos.

¿Por qué decidió impartir una charla sobre el liberalismo conservador desde la Doctrina Social de la Iglesia y el tradicionalismo político?

Porque en los últimos años se ha vuelto a poner de moda la expresión “liberalismo conservador”, corriente ajena según sus defensores a los grados de liberalismo condenados por los Papas, en especial León XIII, tesis que no comparto. Y también porque otros, aún aceptando que el liberalismo conservador tiene errores, señalan empero la licitud de una articulación del mismo con otras corrientes políticas (por caso, el tradicionalismo) para hacer frente a la izquierda, al progresismo “woke” y al globalismo, dentro de lo que en la Doctrina Social de la Iglesia (DSI) se conoce como la “hipótesis” (ley natural), pero sin renunciar a la “tesis” (ley natural y ley divino-positiva, en el marco de la Unidad Católica). Yo coincido con esta última opción práctica, en el marco de la llamada “Nueva Derecha Conservadora” (como articulación de diversas corrientes en torno a un mínimo de valores compartidos, no como una doctrina), pero sólo cuando tiene como objetivo un fin honesto, que sin ser el bien ideal, sea sí el bien posible.

Por lo tanto, no desde la falsa idea de que dentro del sistema democrático moderno se puedan restaurar la Cristiandad o la Hispanidad (imposible dados los condicionamientos teológicos, filosóficos, culturales, mediáticos, económicos y financieros de la “perversión democrática”) ni pensando que sea posible cambiar dicho sistema desde adentro. Ese fin, si bien modesto, debe orientarse a frenar ciertos males parciales o alcanzar algunos bienes también parciales, de suyo importantes para el bien común político, como por ejemplo lograr que desde el Estado se deje de promover la ideología de género, el multiculturalismo o la inmigración ilegal; o que se defienda la vida humana inocente, la libertad de enseñanza o las raíces cristianas de nuestra Civilización. Para que esto pueda hacerse de un modo acorde con la moral católica tradicional, hay que conocer y aplicar bien principios fundamentales y clásicos como los elementos de todo acto bueno (objeto, fin y circunstancias), el llamado “voluntario indirecto”, la distinción entre cooperación formal y material con el mal, etc., evitando los errores tanto del maquiavelismo como del puritanismo político.

Y dado que esta articulación de corrientes se fundamenta principalmente en el Orden Natural (sin excluir pero sin asumir necesariamente el Orden Sobrenatural) los católicos que vean pertinente prestar su colaboración deben conocer los posibles o reales errores que haya en algunas de esas corrientes políticas (por caso el llamado “liberalismo conservador”), para no cooperar con sus errores, limitando esa alianza a los fines honestos mencionados y, de ser posible, bien fundamentados, de mínima en la ley natural y, de máxima, en las enseñanzas que sobre esos bienes a conseguir y males a evitar, haya en la Doctrina Social de la Iglesia (DSI). Los tradicionalistas deberán además seguir poniendo los medios para la restauración de la Ciudad Católica, siguiendo por ejemplo las ideas y la metodología que Jean Ousset expuso en sus clásicos libros “Para que Él reine” y “La acción”.

¿Por qué el llamado liberalismo conservador no entraría propiamente en los tres tipos de liberalismo condenados por León XIII en su encíclica Libertas praestantissimum?

El Papa León XIII distinguió en su Encíclica Libertas praestantissimum tres grados de liberalismo incompatibles con el Orden Natural y Cristiano, debido a su erróneo concepto de libertad y su mayor o menos desconexión con el bien común político.. Sintetizo lo esencial de esta enseñanza:

a) El liberalismo de 1° grado no reconoce la necesidad del Orden Natural y Sobrenatural ni en la vida privada ni en la vida pública, lo que implica una concepción relativista de la libertad. Es el liberalismo típico de Rousseau, los Enciclopedistas y la Revolución Francesa, según los cuales las normas que deben regir a la comunidad política son fruto exclusivo de las mayorías (populares o parlamentarias) sin más límite que el respeto a los procedimientos establecidos para la sanción de las leyes o para la vigencia jurídica de usos y costumbres. También podemos ubicar aquí al liberalismo utilitarista y al positivista. Este liberalismo es el mismo que ha defendido históricamente la Masonería Francesa, profundamente atea y anticlerical. Nos parece que debe incluirse dentro de este grado al liberalismo económico individualista que erige la ley de la oferta y la demanda en la única necesaria para el funcionamiento de la economía, y a la libertad (de empresa, de contratación, de precios, salarial, de tasas de interés, de condiciones de labor, de comercio internacional, etc) como a la propiedad privada, en “derechos absolutos” (sin más límites que los derechos de terceros y el orden público, con prescindencia de la reciprocidad en los cambios, el salario justo, las dignas condiciones de trabajo, el descanso dominical, la justicia y la caridad sociales, etc). La DSI no identifica, empero, al liberalismo con una economía de mercado compleja o capitalismo lato sensu, tema de suyo opinable entre católicos.

b) El liberalismo de segundo grado admite la existencia de un Orden Natural que debe regir la vida privada y pública, pero niega la existencia de un Orden Sobrenatural (esto es, de una religión verdadera revelada por Dios y de la ley divino-positiva) al cual haya que subordinar la vida privada y pública de los hombres. Podríamos decir que el liberalismo de segundo grado parte de cierto “iusnaturalismo racionalista”, que incluye el indiferentismo religioso, aunque limite en cierto grado el poder de las mayorías y considere necesario tanto para la persona como para la sociedad el cultivo de las virtudes naturales (en ciertos casos, con una ética puritana secular o una moral de obligaciones e “imperativos categóricos”). Este liberalismo de segundo grado es el propio de Kant y pensadores afines, quienes extienden estos razonamientos a la fundamentación de una futura República federativa y global de estados libres, precursora (en cierto modo) de lo que hoy denominamos Nuevo Orden Mundial.

Es el liberalismo más afín a la Masonería anglosajona, sobre todo la del Rito Escocés Antiguo y Aceptado, naturalista y deísta, cuya máxima autoridad visible es el Duque de Kent. Es cierto que la defensa de una ley natural y de las virtudes (por más errores que tenga este iusnaturalismo) contrasta con el mayor relativismo ético, jurídico y político del liberalismo de primer grado, pero no hay que olvidar aquello que tan sabiamente decía G.K.Chesterton: “Quitad lo sobrenatural y sólo quedará lo que no es natural”. La historia ha corroborado que el iusnaturalismo racionalista e individualista no pudo frenar la irrupción de la contra-natura a partir de la revolución sexual de los años 60, de la Nueva Izquierda y del post-modernismo.

c) El liberalismo de tercer grado, por fin, admite la necesidad del Orden Natural y del Sobrenatural en la vida privada, pero excluye ambos de la vida pública. Es claro que León XIII se está refiriendo aquí al liberalismo católico de Lamennais, condenado por Gregorio XVI y Pío IX. Es decir, condenó el laicismo así como una libertad religiosa y de las conciencias concebidas desde una fundamentación indiferentista, sin más límites que los derechos de terceros y el orden público. Este liberalismo católico extremo se expresó también bajo una modalidad más “de izquierdas” en el modernismo social de Le Sillon, condenado por San Pío X en Notre Chargue Apostolique.

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d) El llamado liberalismo conservador (influido por Maritain pero también por Burke) a diferencia de los tres anteriores, admite la necesidad del Orden Natural en la vida privada y pública, así como del Orden Sobrenatural en la vida privada y en la pública no estatal. El problema de este liberalismo, que incluso admite la posibilidad de una confesionalidad católica de hecho, es que considera como principios universales en las relaciones Iglesia- Estado a la autonomía mutua (no como separación hostil sino amistosa) y a la cooperación (no desde un bien común inmanente que debe ordenarse al bien común trascendente, sino como una colaboración exclusiva en defensa de la dignidad humana y los derechos naturales de la persona), abandonando el principio de la subordinación indirecta del poder político respecto de la ley divino-positiva o revelada y por lo mismo el ideal de la Unidad Católica en la comunidad política.

Reduce, pues, el orden jurídico supra-positivo al derecho natural y éste a la defensa de los derechos humanos, no admitiendo más límites -incluso para la libertad civil en materia religiosa – que los derechos de terceros, el orden público y un bien común entendido como mero “conjunto de condiciones” (perdiendo así su naturaleza de fin perfectivo de la persona humana en el orden de su politicidad natural, para convertirse en simple medio al servicio de la familia y los cuerpos intermedios).

Según los liberal-conservadores, esta corriente sería propia de la Revolución Gloriosa de 1688 en Inglaterra (aunque viciada por la persecución al catolicismo, la consagración definitiva de la “Iglesia nacional anglicana” y la entronización de la dinastía protestante) pero más claramente la de la Revolución Norteamericana de 1776 (apoyada en el derecho natural vigente en el “common law”, la libertad de cultos y una laicidad aconfesional abierta a la presencia de lo sobrenatural en el Orden público no estatal). En algunos el Orden Natural y Sobrenatural se fundamenta en el subjetivismo religioso y/o en el individualismo político típicos de lo que John Rao denomina “Ilustración moderada” (protestantismo, agnosticismo, deísmo, racionalismo crítico) mientras que en otros el fundamento es la Razón y la Revelación de la Tradición católica, aunque aceptando como ideal o “tesis” una “laicidad aconfesional, respetuosa de la ley natural y de la libertad religiosa”.

Esta “laicidad aconfesional” presentada como “tesis” fue oportunamente reprobada por el Papa León XIII (en relación al caso norteamericano) y el Concilio Vaticano II no cambió nada esencial al respecto, pues sostuvo que la doctrina tradicional sobre las relaciones Iglesia-Estado seguía vigente, idea que debe ser la clave hermenéutica para interpretar correctamente “Dignitatis Humanae” así como la doctrina post-conciliar sobre una “sana laicidad” a la luz de la Tradición. Las mejoras que, en relación a este asunto, ha realizado el Catecismo de la Iglesia Católica son muy importantes. Resumiendo: los errores más comunes del liberalismo conservador tienen que ver con su laicismo moderado, su errónea concepción acerca del bien común y los derechos naturales de la persona humana, su liberalismo económico y como veremos, su ignorancia o poca atención respecto de enemigos de la Civilización Cristiana como son el Judaísmo talmúdico-cabalístico, la Masonería y el americanismo teológico-político.

En la práctica sería condenable el defender un estado laico aconfesional, dejando de lado la doctrina sobre el Reinado Social de Nuestro Señor Jesucristo. Pero, ¿hasta que punto es grave esta postura?

La gravedad depende de las circunstancias concretas de tiempo y de lugar, tal como lo explicó el mismo León XIII al analizar la situación de los EE.UU, cuando los Obispos de ese país consultaron si era posible adoptar como ideal el modelo norteamericano de relaciones Iglesia- Estado. El Papa León XIII contestó del siguiente modo: “Nadie podrá menos de ver que vuestra nación progresa y que parece volar hacia una situación cada vez mejor; incluso en lo que atañe a la religión (…) Ahora bien, si, por un lado, el aumento y abundancia de bienes (…) se atribuyen al talento y laboriosidad del pueblo americano, por el otro, la situación floreciente del catolicismo ha de atribuirse, sin duda alguna, en primer lugar, a la virtud, habilidad y prudencia de los obispos y del clero, y luego a la fe y a la generosidad de los católicos (…) Pero han contribuido, además, eficazmente, hay que confesarlo como es, la equidad de las leyes en que América vive y las costumbres de una sociedad bien constituida. Pues, sin oposición por parte de la Constitución del Estado, sin impedimento alguno por parte de la ley, defendida contra la violencia por el derecho común y por la justicia de los tribunales, le ha sido dada a vuestra Iglesia una facultad de vivir segura y desenvolverse sin obstáculos. Pero, aun siendo todo esto verdad, se evitará creer erróneamente, como alguno podría hacerlo partiendo de ello, que el modelo ideal de la situación de la Iglesia hubiera de buscarse en Norteamérica o que universalmente es lícito o conveniente que lo político y lo religioso estén disociados y separados, al estilo norteamericano” (Encíclica Longinqua Oceani, 1895).

En consecuencia, si las condiciones permiten conservar la Unidad Católica, habrá que hacerlo; si sólo se puede mantener la Confesionalidad católica del Estado con una interpretación restrictiva de libertad religiosa, ese será el bien posible a defender; y sólo si las circunstancias concretas de tal o cual nación no admiten más que una laicidad aconfesional respetuosa de la ley natural y de la libertad religiosa, se deberá tolerar ese modelo, hasta tanto pueda conseguirse uno mejor. La gravedad de no reconocer el ideal de la Unidad Católica y los diversos modos de concreción de la Cristiandad según las circunstancias de tiempo y de lugar, es que atenta contra la Realeza de Nuestro Señor Jesucristo, la necesidad de la ley divino-positiva respecto del bien común y la instauración cristiana del orden temporal. Olvidadas o minimizadas estas verdades, es lógico que se desconozcan o se rechacen otras verdades católicas importantes como la doctrina tradicional respecto del Judaísmo talmúdico-cabalístico (conocida como “Sicut Iudaeis”), la Masonería o el “americanismo teológico-político”.

¿Qué sería propiamente el americanismo y en donde radica su malicia?

Hay que distinguir entre el americanismo teológico (explícitamente condenado), el americanismo político (implícitamente condenado) y el americanismo institucional (no condenado). Al respecto afirmaba León XIII: “No podemos aprobar aquellas opiniones que en conjunto se designan con el nombre de «Americanismo» [americanismo “teológico”]. Pero si por este nombre debe entenderse el conjunto de talentos espirituales que pertenecen al pueblo de América (…) o si, además, por este nombre se designa vuestra condición política y las leyes y costumbres por las cuales sois gobernados [americanismo institucional] no hay ninguna razón para rechazar este nombre” (Testem benevolentiae, 1899). Es decir, el Papa rechazaba como heterodoxo el “americanismo teológico” (falso ecumenismo, sobre-valoración de las virtudes “activas” respecto de las “pasivas”, indiferentismo religioso, etc.), defendía como lícita en hipótesis (no como ideal o “tesis”, sino como el bien posible en ese momento para los EE.UU) el régimen de laicidad aconfesional con libertad religiosa (pero exigiendo el no renunciar a la catolicidad del estado como objetivo final) y respetaba como opinables las leyes, usos y costumbres propios de los EE.UU (república presidencialista y federal, descentralización político-administrativa, división de poderes, sistema electoral, partidos políticos, control de constitucionalidad, common law, etc).

Está claro que, en tanto esas instituciones estuvieran influidas por los errores del puritanismo calvinista, de la Ilustración moderada, del liberalismo ideológico, de la Masonería o por el individualismo económico señalados en la Encíclica Rerum Novarum de 1888, ese “americanismo como religión civil” (en expresión de John Rao) o “americanismo político” sí merece el mismo reproche que el “americanismo teológico”. Esa “religión civil” es la que explica fenómenos como la doctrina del “Destino Manifiesto” y de la “excepcionalidad norteamericana”, el “mito secularista de la Ciudad en la colina”, el “imperialismo”, la colusión de origen calvinista con el “sionismo cristiano”, etc.

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Es importante mencionar estos asuntos, ya que la raíz está en los mismos “Padres Fundadores” de los EE.UU (pese a la interpretación que de su pensamiento suelen hacer los liberal- conservadores), ya que eran en su mayoría protestantes, iluministas moderados y masones. Pero eso no impide reconocer que el “americanismo institucional” stricto sensu no mereció ninguna condena de parte de León XIII ni de ningún Papa posterior. No sin algunas reservas, vale la pena leer al respecto el libro “Puritan’s Empire: A Catholic Perspective on American History” de Charles A. Coulombe, matizándolo con “Los Estados Unidos de América: en un Estado democrático florecen con sorprendente vigor tradiciones y anhelos aristocráticos” del Dr. Plinio Correa de Oliveira y “El sentido reverencial del dinero” de Ramiro de Maeztu.

¿Por qué usted les achaca a estos católicos el hecho de que se denominen liberales?

Los Papas Pío IX, León XIII y San Pío X debieron afrontar otras modalidades de liberalismo, a las que si bien no condenaron, sí aconsejaron no usar el término liberal. Nos referimos al “conservadurismo liberal” de Joaquín Sánchez Toca, Alejandro Pidal y Antonio Maura en España. Analicemos brevemente este caso. De las acusaciones de heterodoxia hechas contra esta corriente, debieron expedirse tanto León XIII como San Pío X. Las intervenciones de ambos Pontífices a través de la Secretaría de Estado Vaticana fueron varias entre 1888 y 1911. Pero la mejor síntesis de este asunto fue la publicada por el Cardenal Merry del Val en 1911.

Expresan, en lo que a nosotros nos interesa, lo siguiente: Debe mantenerse como principio cierto que en España se puede siempre sostener, como de hecho sostienen muchos nobilísimamente, la tesis católica y con ella el restablecimiento de la unidad religiosa. Es deber además de todo católico el combatir todos los errores reprobados por la Santa Sede, especialmente los comprendidos en el Syllabus y las libertades de perdición proclamadas por el derecho nuevo o liberalismo, cuya aplicación al gobierno de España es ocasión de tantos males. Esta acción de reconquista religiosa debe efectuarse dentro de los límites de la legalidad, utilizando todas las armas lícitas que aquélla ponga en manos de los ciudadanos españoles (…)

Para cualquier idea inexacta en el uso y aplicación de la palabra «liberalismo», téngase siempre presente la doctrina de León XIII en la Encíclica Libertas, del 20 de Junio de 1888, como también las importantes Instrucciones comunicadas por orden del mismo Sumo Pontífice (…) al Arzobispo de Bogotá y a los otros Obispos de Colombia en la Carta Plures e Colombiae del 6 de Abril de 1900, donde entre las demás cosas se lee (…): ‘la Iglesia al condenar el liberalismo no ha intentado condenar todos y cada uno de los partidos políticos que por ventura se llaman liberales.

Esto mismo se declaró también en carta que por orden del Pontífice dirigí yo al Obispo de Salamanca el 17 de Febrero de 1891; pero añadiendo estas condiciones, a saber: que los católicos que se llaman liberales, en primer lugar acepten sinceramente todos los capítulos doctrinales enseñados por la Iglesia y estén prontos a recibir los que en adelante ella misma enseñare; además, ninguna cosa se propongan que explícita o implícitamente haya sido condenada por la Iglesia; finalmente, siempre que las circunstancias lo exigieren, no rehúsen, como es razón, expresar abiertamente su modo de sentir conforme en todo con las doctrinas de la Iglesia. Decíase además en la misma carta que era de desear el que los católicos escogiesen y tomasen otra denominación con que apellidar sus propios partidos, no fuera que, adoptando la de liberales, diesen a los fieles ocasión de equívoco o de extrañeza: por lo demás, que no era lícito notar con censura teológica y mucho menos tachar de herético al liberalismo, cuando se le atribuye sentido diferente del fijado por la Iglesia al condenarlo, mientras que la misma Iglesia no manifieste otra cosa”.

Yo suelo decir lo mismo a mis amigos liberales: si son católicos, adopten la doctrina tradicional completa respecto de las relaciones Iglesia-Estado, el bien común político, los derechos naturales de la persona humana etc. Y si fruto de una sana libertad, defienden a nivel institucional cuestiones opinables como la forma de gobierno republicana, la división de poderes, el control de constitucionalidad, los partidos políticos, la economía de mercado, etc.., en un todo de acuerdo con las enseñanzas de la DSI, sería bueno que no se denominen liberales, toda vez que esta expresión, en la mayoría de los casos, implica una concepción política errónea, contraria al Orden Natural y Cristiano. Pueden usar otras denominaciones no prohibidas por los Papas, como conservadores o demócratas-cristianos. Pero, para “no ser más papista que el Papa”, se lo digo a título de consejo y no de mandato.

En la práctica muchos partidos que se llaman liberal-conservadores, han conservado las malas políticas de las izquierdas. ¿Es así?

Así es. Basta con pensar en el Partido Popular en España, la Democracia Cristiana en Italia y Alemania o en los “neoconservadores” del Partido Republicano en EE.UU. El haber cedido al progresismo cultural de las izquierdas es, en parte, lo que produjo la aparición de la Nueva Derecha Conservadora en Europa, EE.UU e Iberoamérica. No se puede esperar de esta articulación, como dijimos, una restauración plena del Orden Natural y Cristiano, pero al menos sí la defensa de ciertos valores tradicionales que estos liberales de la “derechita cobarde” (al decir de Agustín Laje) no supieron o no quisieron defender.

De allí la importancia de que haya tradicionalistas católicos en la Nueva Derecha Conservadora, siempre y cuando no cedan a los errores del liberalismo. Por supuesto que se trata de un asunto prudencial y opinable, lo que explica que haya tradicionalistas dispuestos a realizar esta tarea y otros que lo consideren ilícita o, de mínima, imprudente. Aquí, como ya expresé otras veces, hay que aplicar la expresión atribuida a San Agustín: “En lo verdadero, unidad; en lo opinable, libertad; y en todo, caridad”.

Autor

Javier Navascués
Javier Navascués
Subdirector de Ñ TV España. Presentador de radio y TV, speaker y guionista.

Ha sido redactor deportivo de El Periódico de Aragón y Canal 44. Ha colaborado en medios como EWTN, Radio María, NSE, y Canal Sant Josep y Agnus Dei Prod. Actor en el documental del Cura de Ars y en otro trabajo contra el marxismo cultural, John Navasco. Tiene vídeos virales como El Master Plan o El Valle no se toca.

Tiene un blog en InfoCatólica y participa en medios como Somatemps, Tradición Viva, Ahora Información, Gloria TV, Español Digital y Radio Reconquista en Dallas, Texas. Colaboró con Javier Cárdenas en su podcast de OKDIARIO.
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