El presidencialismo es el primer paso hacia la tiranía. No tal vez hacia la dictadura —solución transitoria ante un estado de caos del Estado de la que es buen ejemplo, ejemplar a fuer de pleonástico, el gobierno de Cincinato en Roma—, sino de la Tiranía. La del presidente del gobierno que se apodera del Estado envuelto en la bandera de la Democracia sin otro libro sagrado que la Constitución, postrada a sus pies cual el león medroso de El mago de Oz (y coz). No de la Nación, sino del estado; no del Español, sino del ciudadano; no de la Libertad, sino de la constitución. Rodríguez ya apuntaba maneras, pero de eso a lo de Sánchez va lo que media entre Bambi y el Tyrannosaurus rex.
El caso de la proclamada “inescindibilidad” de su condición de ciudadano y presidente al hilo de la imputación de su esposa es paradigmática. Y viene que ni pintiparado el ejemplo de “inescindibilidad de “cuerpo y alma” —“No se pueden separar conceptos como cuerpo y alma (toda alma implica un cuerpo y ala inversa)”— que ofrece el glosario jurídico de derecho.aulavirtual.unc.edu.ar —“Inescindible: indica que algo no se puede dividir, separar o partir”—, por cuanto se compadece bien con esa urgencia del testigo Pedro Sánchez por imponer, por sus testículos, el salto de la física a la metafísica, escurriendo el bulto el figura en el burladero de su condición de mayestático presidente de la corrida en el Ruedo Ibérico. Y yo aún diría más: abundando en ese afán de materializar el Arquetipo mítico, de encarnar la Función estructural del Poder —amén de la “superestructural” de la Democracia—, el Dr. Sánchez roza el docetismo, la doctrina herética de gnósticos y maniqueos —¿valdría decir, hoy, masones y sectarios?— que negaba la doble naturaleza, divina y humana, de Cristo y, según la cual, su cuerpo no era real, sino aparente, pura ilusión, escamoteándose el hombre, de perfil, en esa sacralización profana del espíritu de la Constitución que viene a ocupar el vacío del absolutismo monárquico y, por ahí, remontándose al endiosamiento de los césares o la divinización de los faraones, en la hipóstasis te(le)ológica de un Elegido, por más que su materialismo provoque la disonancia cognitiva al contacto con la espiritualidad —que en su caso no pasa de espiritismo, en una sesión de ouija o ritual de vudú bolivariano.
Lástima que lo delate el factor humano —todos somos humanos, a fin de cuentas, y la carne es débil— y apele a su condición carnal para negarse a “declarar contra su esposa” —como si no estuviera casado inescindiblemente con la Democracia y fuera sólo un pobre diosecillo de la mitología pagana mu enamorao de una triste mujer mortal— ese Sr. X, unido a su mujer de paja en régimen de gananciales, que encubre a su testaferro; un trovador epistolar que se declara solo a su cortesana, maestro del Monipodio (¿o es Monopolio?) haciendo luz de gas a la imputación de la máster-chef con sus sonoras pedorretas al ropón desde un antiguo sillón inodoro de Palacio más conocido como “Don Pedro”. O sea, ¡esscindido! No en balde escindible significa “dividir una sociedad comercial en dos o más preexistentes o de nueva creación. Sólo pueden escindirse las sociedades anónimas, aunque las beneficiarias pueden ser cualquier otro tipo de sociedades” (es.wiktionary.org). De modo que la investidura simbólica de la figura (re)pública de la religión de Estado se desgarra, escindida por la condición privada (púbica) de un marido al que se le ve el cartón por consentidor —pasivo, o conseguidor activo, reclamo, aval o garantía en cualquier caso— de manejos a hurtadillas de la Pres(id)encia de un prestidigitador verbal, un sofisticado sofista, del Mago de (la H)Oz (y el Martirio).
Y el farsante vuelve a poner en evidencia su doblez natural, su única y auténtica naturaleza, que es la de Maese Pedro, el disfraz del malhechor Ginés de Pasamonte —o de Parapilla (de los de pilla por la orilla)—, amnistiado en su candidez por Don Quijote y manipulador de títeres tras un retablo donde tiene en cartel el romance de la liberación por parte del Sectario General de la moza del Partido (¿o escindido?), antes de que “la cólera del español sentado” le desbarate el tinglado de la farsa. Y acaso, en su delirio de grandeza, fantasee con que, asilado in extremis en el T. Constitucional, su gobernador, Poncio Pumpido apele a los jurisconsultos: “¿A quién queréis que suelte, a Perico el de los Palotes o a Barrabés?” Y, despierte de su pesadilla el psicópata, hiperventilando al oír el eco de la respuesta a coro de una mayoría absoluta: —“¡A Barrabés, a Barrabés!”
Mientras tanto, el sufrido súbdito de a pie, apegado al carro triunfal del Tirano Petrus Rex, matando dinosaurios con tirachinas —por oposición a Él, que mata moscas a cañonazos—, no para de recordarle a ese César Sánchez de opereta (que no de Zarzuela): “Recuerda que eres mortal” —Cesánchez, digamos—, engrilletado como un galeote —¿o galeoto?— Pues no en vano, fueron españoles los juristas y teólogos de la Escuela de Salamanca que, en el Imperio, argumentaran por extenso la legitimidad del tiranicidio.
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