Fue san Pablo quien con meridiana claridad nos expuso que la resurrección de Jesús es el cimiento inamovible de nuestras creencias, hasta el punto afirmar que “si Cristo no resucitó, vana es nuestra fe”. Impresionante afirmación del “Apóstol de los gentiles” que lo dice todo en solo ocho palabras. Nos debe hacer pensar esa tremenda afirmación que nos ilumina sobre la trascendencia de la resurrección de quien murió en la cruz para redimirnos.
En una época de descreídos y –desgraciadamente- de seres racionales que no utilizan el mejor regalo del Creador a su criatura, su capacidad de razonar, viviendo en una atmósfera de tópicos fruto de la ignorancia y de quienes la engendran, -principalmente “los medios de comunicación”- sería una esperanza inútil ver al pueblo preocupado por la resurrección y la vida eterna.
Por eso precisamente, debemos hablar -hoy más que nunca- de los dos últimos artículos de nuestro “Credo”: la “Resurrección de la carne” y “la vida eterna”.
San Pablo, uno de los hombres cuya inteligencia ha dejado pruebas suficientes de su genio excepcional, captó rápidamente que la solidez de nuestra Fe se fundamenta sobre la Resurrección de nuestro divino Redentor y nos trasmitió ese conocimiento a los católicos, en una sentencia magistral: “Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe”.
Si no tuviésemos esa prueba, inherente a su Divinidad, todo carecería de sentido y el Catolicismo sería una ilusión engañosa. La realidad, sin embargo, coincide con nuestra creencia y confirma que la promesa anunciada por Jesús se cumplió en la madrugada del Domingo de Pascua de modo que ese cuerpo muerto el Viernes Santo, volvió a la vida y el Resucitado se fue mostrando a las mujeres que lo querían embalsamar; luego visitó a los discípulos que habían olvidado las palabras del Maestro.
Tristemente en nuestros días una inmensa cantidad de católicos viven ajenos a este fundamento de nuestra Fe y han olvidado lo que proclaman en el Credo. Dicho en otras palabras, no dan importancia a la verdad fundamental de la Resurrección de la carne.
No es fácil explicar la razón de este proceder de los católicos pero lo es menos aún que los sacerdotes que han convertido la Santa Misa –tan sagrada hace medio siglo—en una ocasión para lucir su diarrea verbal.
Recuerdo cuando nos presentaban la “nueva misa” como la “simplificación” de tanta genuflexión y actos rituales reduciendo a un cuarto de hora lo que antes duraba media hora… Hoy, han rellenado ese tiempo ahorrado con intervenciones verbales del celebrante y los vemos hablar rompiendo el rito, antes de iniciarlo, a mitad del mismo y al final, y tantas veces como se les ocurra.
Lo que debiera ser un protocolo rígido para todos se ha convertido para algunos, o muchos, en una especie de “guión” para uso del celebrante, Cada uno de esos sacerdotes se deja llevar de su “inspiración», algunos incluso en el sacratísimo momento de la consagración.
Siempre tienen algo suyo que decirnos. No es raro ver cómo algunos introducen comentarios ajenos al texto ritual cuatro o cinco veces durante una celebración eucarística –así llamada hoy la santa misa de otros tiempos–. Antes con las misas en latín no había diferencia entre las que oías en Berlín de las de Washington, Madrid o Sídney: hoy cambian no solo de un continente a otro y de una nación a otra, sino de parroquia a parroquia, y hasta en la misma parroquia de un sacerdote a otro. Todo ministro del Señor considera que tiene derecho a retocar el texto oficial o a completarlo con “chuletas” de propia invención.
Este comentario no es ajeno al tema tratado porque esas actuaciones de los pastores han desembocado en el olvido de lo fundamental del culto, dado que la santa misa es la renovación del Sacrificio iniciado en la Cena del Jueves Santo y concluido el Viernes Santo con la muerte en Cruz del Salvador y, en consecuencia, tampoco recordamos la victoria sobre la muerte en la mañana del Domingo de Pascua. La misa, la han convertido en una “asamblea del Pueblo” en la que lo fundamental es la “oratoria” no el “sacrificio”. Los frutos los palpamos cuando vemos convertidas las iglesias en salones sociales donde brilla por su ausencia el respeto al Sagrario y el silencio consecuente. Ya no son templos sagrados, ni silenciosos, que invitan a la oración y a la adoración, ya no son la Casa de Dios sino del Pueblo.
Considero que cuantos con nuestros escritos orientamos la opinión necesitamos imbuirnos de la consoladora verdad de nuestra Resurrección y no perderla de vista. La diferencia entre el hombre y los animales es abismal si vivimos la realidad; o sea, que la muerte del hombre es simplemente el paso previo a nuestra segura Resurrección para que nuestro cuerpo pueda unirse nuevamente a nuestra alma y participar de ese modo en la felicidad gloriosa que ayudo a ganar –o en el horroroso destino de la condenación eterna–.
Todos tenemos una o muchas cruces en nuestras casas e incluso colgando de nuestro cuello y nos debería ayudar a no olvidar nunca que la cruz es inseparable de la Resurrección y la visión de la primera debería provocar en nosotros el recuerdo de la segunda en automatismo alegre y consolador.
La Cruz para el católico no es el símbolo triste de un suplicio para condenados sino el recuerdo de la eterna felicidad en el seno de la Divinidad que nos ganó “el Verbo encarnado que habitó entre nosotros” como aprendimos desde muy pequeños
Puede el lector completar estas ideas profundizando por su cuenta, –a mí el espacio se me acabó– en ese mundo maravilloso que va unido a la gran verdad resumida en el título de este escrito: Resurrexit sicut dixit, resucitando como nos lo prometió.
Autor
- GIL DE LA PISA ANTOLÍN. Se trasladó a Cuba con 17 años (set. 1945), en el primer viaje trasatlántico comercial tras la 2ª Guerra mundial. Allí vivió 14 años, bajo Grau, Prío, Batista y Fidel. Se doctoró en Filosofía y Letras, Universidad Villanueva, Primer Expediente. En 1959 regresó a España, para evitar la cárcel de Fidel. Durante 35 años fue: Ejecutivo, Director Gerente y empresario. Jubilado en 1992. Escritor. Conferenciante. Tres libros editados. Centenares de artículos publicados. Propagandista católico, Colaboró con el P. Piulachs en la O.E. P. Impulsor de los Ejercicios Espirituales ignacianos. Durante los primeros años de la Transición estuvo con Blas Piñar y F. N., desde la primera hora. Primer Secretario Nacional.