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De lo que no cabe la menor duda, en rigor histórico, es de que los socialistas entran en el año 1934 con una bandera desplegada: la de la dictadura del proletariado. Porque -con razón o sin ella- tanto Largo Caballero como los dirigentes de las Juventudes Socia­listas han llegado a la conclusión de que por la vía democrática el socialismo no podrá imponerse a los partidos burgueses.

No hay más que echarle un vistazo a las publicaciones del Partido y la UGT para convencerse de ello. El Socialista publica el día 3 de enero su famoso editorial en el que se decía «¡Atención al disco rojo!» y el Boletín de la UGT incluye en uno de sus números de esas fechas el artículo de Gabriel Deville que, por su interés, reproduzco a continuación:

Y más claro estuvo tras el fallido “Golpe de Estado” de Largo Caballero y los independentistas catalanes y asturianos (pasaría a la historia como “Revolución de Asturias”), ya que a pesar de haber acudido a las urnas y querer hacer creer que las Izquierdas eran democráticas y aceptaban la Constitución de 1931 todo fue a más y la violencia se fue haciendo el pan nuestro de cada día. Sobre todo, a partir de las elecciones de 1936, cuando ya los dos “Frentes” acudieron a las urnas sabiendo que, ganase quién ganase, estaría la Guerra Civil.

«PRINCIPIOS SOCIALISTAS»

Por su parte, el socialista francés Gabriel Deville escribía un artículo al respecto poniendo los puntos sobre las íes que decía:

«Nosotros somos revolucionarios porque sabemos por la experiencia de toda la Historia que las clases dominantes sólo se suicidan -si acaso se suicidan­ cuando echan de ver que se las va a matar; sabiendo también que, lógica y cronológicamente, la noche del 4 de agosto viene después de las jornadas del 14 de julio.

»Somos partidarios de recurrir a la fuerza para alcanzar la libertad, del mismo modo que en casos patológicos hay que recurrir a la camisa de fuerza para conseguir la curación. Una vez ésta conseguida y recuperada completamente la salud, se goza de libertad completa en los movimientos; pero mientras dura la enfermedad se prohíbe mover aquella parte del cuerpo cuyos movimientos comprometerían la salud en general. Si es autoritario negar la libertad durante el período de tratamiento que exija la modificación del orden social, a aquellos cuya acción podría poner en peligro nuestra reorganización, nosotros somos autoritarios, queremos proceder autoritariamente contra la clase enemiga, y queremos suprimir las libertades capitalistas, que impiden la expansión de las libertades obreras.

»Expliquemos esto, a fin de que los jesuitas rojos o tricolores no deformen nuestro pensamiento: la autoridad que nosotros proclamamos útil no es en modo alguno la autoridad cesárea de las individualidades, cualesquiera que éstas sean, sobre la masa, sino al contrario, proclamamos la autoridad de la masa sobre las individualidades que ella emplea, la acción directa de los interesados, la autoridad del Proletariado y no sobre el Proletariado. Esta autoridad, resultante del con­ junto de los interesados en ser libres, no será opresiva para ellos, a menos de admitir la opresión de las gentes por sí mismas. La dictadura de clases deberá reinar hasta el día en que la libertad posible para todos pueda, sin inconvenientes para nadie, ser ejercida por todos.

»El recurso a la fuerza, a la revolución por la clase que, si ha de ser libre, necesita conquistar los medios para serlo, no será otra cosa que la fuerza empleada a su vez por los explotados contra los explotadores.

»La minoría poseedora ha colocado sus monopolios bajo la protección de una fuerza capaz de refrenar las tentativas de rebelión de la mayoría desheredada; en la existencia de clases antagónicas se halla la razón de ser de los ejércitos permanentes, que representan la permanencia de la fuerza necesaria para la defensa de la clase privilegiada -en Bélgica, por ejemplo, existe un ejército permanente por más que las potencias europeas hayan establecido su neutralidad-, los cuales no desaparecerán sino con su causa.

»Si el Ejército permanece es, en toda su brutalidad, la organización de la fuerza, a la que no vacilan jamás en dirigirse los apoderados de la clase propietaria en peligro, la legalidad es tan sólo la fuerza sistemática coordinada en sentencias. Entre el empleo de la fuerza bruta y el de la fuerza metódica no media más que una simple cuestión de forma; el resultado es el mismo. Que a uno le golpeen bárbaramente o con todas las reglas del pugilato, no por eso quedará menos mal­ tratado. La ley no es otra cosa que la consagración de la fuerza encargada de mantener intactos los privilegios de la clase poseedora y gobernante; y sólo oponiendo victoriosamente la fuerza a la fuerza, y, por consecuencia, destruyendo violentamente esa forma de la fuerza que es la legalidad, puede llegar a su emancipación una clase inferior.

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»Si nuestro fin, la socialización de las fuerzas productivas, es una necesidad económica, nuestro auxiliar, la fuerza, es una necesidad histórica.

»Todos los progresos humanos, todas las transformaciones sociales y políticas de nuestra especie han sido obra de la fuerza. Examinando la historia moderna de nuestro país se ve que la abolición de .la monarquía de derecho divino y del orden feudal se debe a la revolución de 1789; que la desaparición de una religión del Estado resultó de la revolución de 1830; que el establecimiento del sufragio universal se debe a la revolución de 1848, y la proclamación de la República, a la revolución de 1870.

»También ha habido un derecho, más aún, un deber de insurrección inscrito en el evangelio burgués, en la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano. De este derecho, del que ella hacía un deber para la masa a su servicio, la burguesía ha usado ampliamente, y se ha emancipado por medio de la insurrección y merced a la insurrección ha llegado gradual­ mente a la omnipotencia. Desde el momento en que ha alcanzado su máximum de dominación, este derecho, este deber no existe ya, y la burguesía condena, ahora que se emplea en contra suya, esta misma fuerza que ella ha utilizado en provecho propio: el derecho a la insurrección debe abolirse, puesto que ella no lo necesita. Por esta razón trata de convencer al proletariado de la ineficacia del método revolucionario.

¿Qué le ofrece en cambio?»

Como verán, las cosas no podían estar más claras… «Somos partidarios de recurrir a la fuerza para alcanzar la libertad, del mismo modo que en casos patológicos hay que recurrir a la camisa de fuerza para conseguir la curación.»

Y bien claro estaba que el Lenin español se había aprendido la lección del Lenin ruso: hay que participar en los parlamentos burgueses mientras no se tenga la fuerza suficiente para cargárselos. Hay que colaborar con los partidos democráticos de la burguesía mientras no se tenga fuerza para imponer la dictadura del proletariado. Hay que participar en los sindicatos burguesas para «desde dentro» apoderarse de la dirección de la clase trabajadora.

De ahí que no sorprendan los «movimientos» tácticos que Largo Caballero inicia desde el día siguiente de la derrota electoral. La «táctica» caballerista de esos días finales de 1933 tuvo un objetivo único: apoderarse del control de la Unión General de Trabajadores, todavía en manos de Besteiro, y unificar el poder decisorio de las dos «instituciones» básicas del socialismo español. No hay más remedio -repite insistentemente Largo– que acabar con las indisciplinas. La revolución no puede hacerse desde criterios dispares o, incluso, encontrados.

A lo que Besteiro, naturalmente oponiéndose, responde: el día que no se permita dentro del PSOE la autocrítica y el contraste de pareceres se habrá terminado el socialismo. Un Partido sin discusión interna y sin controversia sólo puede terminar en dictadura… como sucedió en Rusia. Para este viaje nos podíamos haber evitado la escisión de 1921… ¡El socialismo si no es libertad es comunismo!

Pero, ¿ quién escuchaba ya a don Julián Besteiro?

¿Quién se detenía a pensar que el camino de la revolución llevaba inexorablemente a la «guerra civil»…? Nadie. Quizá por aquello de que los dioses ciegan primero a quienes quieren perder.

Las uvas de la revolución

El caso es que el último día de los años críticos 33,34 y 35 (el de 1936 ya estaban los dos bandos a cañonazos) un grupo del Comité Nacional de la UGT acordó reunirse para tomar las uvas de fin de año y planificar una declaración de principios para presentar llevar a cabo conjuntamente con el Partido (PSOE) una propuesta revolucionaria, tras ser debatida y discutida.

Tal vez por ello no sorprende a nadie que aquella noche, al filo de las doce campanadas del fin de año y mientras los presentes se «tragan» las doce uvas de rigor, en un viejo edificio de la madrileña calle de la Libertad (curioso, pero cierto) se brinde ya «¡Por la revolución!» y «¡Por el Lenin español!»…

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Meses más tarde un Comité conjunto, Sindicatos y Partidos, aprobarían por Mayoría Absoluta (40 votos a favor y 2 en contra) un programa común para llevar a cabo la toma del Poder.

»En primer término, –escribiría Indalecio Priteto– esta Comisión ejecutiva dio cuenta de lo sucedido en la última reunión conjunta celebrada por las Comisiones ejecutivas del Partido Socialista y de la Unión General de Trabajadores, que­ dando informado nuestro Comité nacional de la posición diferente que había adoptado cada una de ellas. Mientras la Comisión ejecutiva del Partido estimaba conveniente que ambos organismos adquiriésemos el compromiso de producir el movimiento si se daban determinadas circunstancias políticas -que afortunada­ mente no se han presentado hasta la fecha-, la Comisión ejecutiva de la Unión consideraba que esas u otras circunstancias eran motivo para reunirse las dos Comisiones ejecutivas y determinar lo que se considerase más conveniente.

»Terminada la información de la Comisión ejecutiva, y después de intervenir con este motivo la mayoría de los componentes del Comité nacional, fueron sometidas a votación las dos proposiciones siguientes:

»La Primera. «‘Ante la situación política actual, el Pleno acuerda: la inmediata y urgente organizac10n, de acuerdo con el Partido Socialista, de un movimiento de carácter nacional revolucionario para conquistar el Poder político íntegramente para la clase obrera, aceptando la colaboración de todas aquellas fuerzas que quieran contribuir al movimiento y una garantía para nuestros intereses y propósito”

¡Atención al disco rojo!

Era imposible detener aquella tromba desatada… a pesar de los esfuerzos de Besteiro y los «reformistas». El Socialista, en manos de Largo, era un torbellino de palabras revolucionarias y de amenazas contra la República burguesa. «¡Que se muera!», grita un día.

«¿Para qué queremos nosotros una República que defiende, como la Monarquía, los intereses de una clase?», dice otro día…

Pero, es el día 3 de enero cuando en su primera página publica el famoso editorial que iba a ser el símbolo de la revolución y de la contrarrevolución. Se titula No puede haber concordia. Atención al disco rojo y es un alegato rotundo contra la convivencia democrática.

Y todo porque El Debate del día anterior se había lamentado de la imposibilidad de convivencia que habría en Cataluña a raíz de la toma de posesión de Companys como presidente de la Generalitat (el presidente Maciá acababa de fallecer unos días antes)…

El Socialista no se anduvo por las ramas y atacó furibundamente al diario católico…

«Y ahora piden concordia -dice-; es decir, una tregua en la pelea, una aproximación de los partidos, un cese de hostilidades. Eso antes, cuando el Poder presentaba todas las ejecutorias de la legitimidad…

¿Concordia? ¡No! ¡Guerra de clases! ¡Odio a muerte a la burguesía criminal…! ¿Concordia? ¡Sí!, pero entre los proletarios de todas las ideas que quieran salvarse y librar a España del ludibrio. Pase lo que pase, ¡atención al disco rojo!»

Julio Merino+

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.
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