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Milicianos hacen cola para comer en el centro de Madrid en 1937 GERMÁN YUSTI [Nota: parecen civiles]
Esta es la segunda parte de la serie sobre Las últimas banderas, de Ángel María de Lera la primera parte está aquí.
El ambiente de Madrid. Ante todo, hambre; mucha hambre:
Al otro lado de la barrera atendían al público unos hombres viejos y cansados que no parecían tener el menor interés en su trabajo. Consistía éste en verter en tazas y vasos el contenido de unas perolas que les traían de la cocina, negruzco el del supuesto café y blancuzco el del supuesto caldo.
…
—¡Un caldo, compañero!
El otro iba a hacer ya su acostumbrado movimiento, pero al ver el cigarrillo que le ofrecía, cambió su gesto agrio e indiferente por otro plenamente amistoso.
—¡Va, compañero! —gritó a su vez.
Vertió rápidamente un cazo del líquido blancuzco en una taza y colocó ésta frente a Federico con una mano mientras con la otra se apoderaba del cigarrillo y lo echaba en una caja, bajo el mostrador. Al darse cuenta de la maniobra, algunos de los que esperaban pacientemente su turno se revolvieron, pero no contra Federico, que había procurado desaparecer inmediatamente de allí, sino contra el camarero.
—Como te atrevas a repetir la faena, te juro que te tragas una bomba de mano, mamón. (Cap. III)
Sordidez:
Una mujer gorda pasó contoneándose junto a otro grupo, deteniéndose después para quitarle a uno el cigarrillo que tenía en la boca y darle un par de chupadas, a cambio de que su dueño le palpase y le palmease las nalgas. (Cap. III)
Apatía de la población:
El pueblo no va a intervenir en esto, por fortuna. Al pueblo no le importa esta disputa. Así se ventilará sólo entre los cuadros dirigentes de la guerra. Precisamente, según nos acaba de comunicar Ángel desde el Ayuntamiento, la mayor preocupación de éste es que el suministro de víveres a la población se efectúe normalmente, hasta lo posible, pase lo que pase. Si lo consigue, el conflicto será todo lo duro que se quiera, pero quedará muy reducido, muy localizado, sin la participación del pueblo, que sería lo grave. (Cap. III)
Cansancio de la guerra:
La verdad es que lo que todo el mundo desea es terminar de una vez y volver a vivir normalmente. Unos lo dicen, pero todos lo piensan. La gente tiene eso sí, un miedo cerval al desenlace. Por eso, lo que hace es esperar a ver si alguien encuentra la salida y le saca las castañas del fuego. Y la Junta es una posibilidad, tal vez la única. (Cap. III)
La famosas lentejas:
—¿Te quedas a comer con nosotros? Sí, ¿verdad? Pues te voy a adelantar el menú: píldoras del doctor Negrín. Los siete días de la semana, lentejas; los restantes filetes o chuletas de cordero. Pero como hoy estamos en un día de la semana… (Cap. III)
Huidos hacinados en el metro:
Tomaron el «metro» en la calle de Alcalá, tras la consabida espera en la cola de los billetes, que algunas personas pagaban con sellos de correos. Había que bracear bastante entre la gente que ya empezaba a tomar posiciones en el andén para pasar allí la noche a cubierto de bombardeos. Eran familias enteras, con colchones y mantas y también con algunos cacharros de urgencia. Los chiquillos no entendían de peligros ni de tragedias y, al menor descuido, comenzaban a jugar persiguiéndose por entre los adultos, gazapeando entre sus piernas, lo que provocaba el estallido de nervios de las madres y del mal humor de algunos viajeros que tenían que andar a tropezones o se veían empujados y zarandeados en medio de una gran confusión. (Cap. III)
Las colas del hambre:
… esto que ves es una cola, y esos botes señalan los puestos que en ella ocupan otras mujeres que se han ido a descansar un rato, y que volverán luego para relevar a éstas.
En efecto, la línea de mujeres y cacharros llegaba hasta la puerta de una tienda de comestibles, hoscamente cerrada.
—Entonces, cuando llueve o hiela…
—Pues aguardan en el quicio de las puertas o donde pueden. (Cap. III)
Los que saben brujulear:
—Por dondequiera que mires, no ves más que emboscados.
—Y que lo digas, compañero —asintió el conserje—. Ese fulano mantiene a las dos mujeres y se acuesta con la más joven. La otra es su madre, que todavía está superior. Ella dice que su marido ha muerto en el frente, pero para mí es que lo tiene en la otra zona.
—Y uno, dando el callo… ¡Treinta y dos meses dando el callo!
—Y no veas cómo vive el tenientajo ese… Representa aquí a una división, que está pelando la pava en la sierra, para todo lo referente a compras, gestiones y qué sé yo… El caso es que tiene su cuarto abarrotado de víveres: latas de carne, botes de leche, tabaco, aceite… ¡de todo! (Cap. V)
La ridiculez de la propaganda política desfasada:
Los escaparates de los comercios bostezaban vacíos y polvorientos, mientras que las fachadas de los altos edificios lucían una abigarrada galanura de carteles multicolores, con la efigie de algunos políticos, reproduciendo frases de sus discursos o con figuras simbólicas de combatientes, y consignas. En uno de ellos se leía: «Más vale morir de pie que vivir de rodillas. Pasionaria». En otro: «Resistir es vencer. Negrín». En muchos: «No pasarán». Retratos de Dolores Ibarruri —La Pasionaria—, de Durruti; uno, inmenso, de Jesús Hernández, vestido de comisario, dirigiendo un avance de tropas con gesto napoleónico. Y banderas, muchas banderas: rojas, rojinegras, tricolores… La lluvia y el viento habían ya ajado notablemente, incluso descolorido, muchos de estos gritos impresos, especie de estandartes de la terrible lucha, pero todavía conservaban, en conjunto, mucha de su ardorosa elocuencia. (Cap. V)
Esto es muy bueno: el pueblo empieza a expresar su cansancio abiertamente, y los frentepopulistas empiezan a tener que disimular:
… cuando Trujillo se decidió al fin a entrar en el «metro», se vio rodeado de hombres y mujeres que bajaban las escaleras refunfuñando:
—Ya podían irse a pegar tiros a otra parte, ¿no le parece? —dijo una mujer a otra.
—Ya, ya. No hacen más que fastidiar… Como si una saliera de casa por gusto. Si no fuera por la comida, iba a salir Rita.
En el andén escuchó más comentarios:
—No sé cómo no las vamos a arreglar mientras dure este jaleo.
—No durará ya mucho. O los de Negrín se apoderan de todo, o lo hacen los de la junta, porque como no se den mucha prisa, quienes se van a aprovechar van a ser los otros… (Cap. V)
Falta de combustible:
—Ahora abriré un poco la ventana, pero cierra la puerta —y, cuando su marido la obedeció al fin, añadió—: La leña que me trajiste no arde ni a tiros.
—Déjame que te ayude —y Trujillo se acercó al fogón—. Agradece que pudiera arrancar esas ramas de un árbol del paseo del Prado. Tuve que subirme a lo más alto de él porque por debajo ya lo habían desmochado del todo… (Cap. V)
Sin comentarios…
—¿Cómo a lo de antes? ¿Qué quieres decir?
Encarna se encogió de hombros.
—Pues, hombre, a que haya de todo en las tiendas y se acaben las colas y el racionamiento, a que los chicos puedan ir al colegio sin peligro, a que se pueda andar por las calles sin miedo a los tiros y a los obuses, a que esté todo iluminado por las noches y haya bailes y la gente se divierta, a que… Bueno, la vida normal. (Cap. V)
Cansancio…
Me hubiera gustado que hubieses visto el ataque a los Nuevos Ministerios… Yo creo que ni en Brunete ni en ningún otro tomate se ha luchado con tanta furia por ambas partes. Las tropas, desplegadas por la Castellana, con tanques a la cabeza. Las balas te comían… ¡La caraba! Y, a todo esto, mucha gente presenciando el combate, como si fueran unas maniobras, en la misma calle, en las terrazas y desde los balcones. A más de un curioso le habrá volado la cabeza. Se conoce que de tanto oír hablar de guerra durante tantos meses les había entrado la gana de verla de cerca… (Cap. VII)
El “pueblo” se inhibe ante la lucha de casadistas y negrinistas:
La gente está muy desmoralizada. Hablo de los militantes. Los del montón dan la guerra por terminada, y el que más y el que menos ya está pensando en cómo se las va a arreglar después, si va a poder volver a su trabajo, si habrá represalias… Claro, los que están locos de contento son los emboscados y los fascistas camuflados. Lo veo por los de mi casa. Creo que en Porlier y en San Antón, los presos fascistas hacen lo que quieren. Ya hay quien va a pedirles avales por si las moscas. Hasta hay graciosos, hombre. Nunca faltan. ¿Sabes qué mote le han puesto al fregado este? Pues la «semana del duro». (Cap. VII)
La «semana del duro» es expresión desconocida para mí…
El alivio de ver el fin del régimen frentepopulista:
La gente, entre ella algunos niños pálidos, acudió al paseo aquella mañana marceña a orearse, como a sacudirse la ceniza del invierno, tras las últimas jornadas de tiros en sus calles y con nubarrones grises en lo alto. Aún aparecía enfundada en sus viejos gabanes y arropada con tapabocas y, aunque flaca y ojerosa, hacía gala de una sonrisa cuyo recóndito sentido se transmitía con las miradas. Era como un comienzo de conjura o conspiración de la alegría de vivir, apenas sofrenada y disimulada. Hasta los hombres vestidos de uniforme, que iban y venían en grupos, o charlaban en corros, mostraban un talante eufórico. La circulación rodada por el centro y las calzadas laterales, si bien reducida a coches y camiones militares enmascarados, no infundía temor ni levantaba expectación alguna. Los que ocupaban los vehículos iban tranquilos, despreocupados, sin asomo de recelo o inquietud. Madrid recobraba su fisonomía anterior a la algarada de casadistas contra negrinistas y quizás, observándolo bien, con un ligero matiz más frívolo y optimista que de costumbre. (Cap. IX)
Un panorama que no hará mucha ilusión leer a los sedicentes memorialistas.
La tercera parte presentará el desbarajuste del derrumbe y la desbandada finales.
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