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Hace un tiempo, dialogando con Fernando Sánchez Dragó a través de ese moderno género epistolar que llaman “e-mail”, me comentaba que su libreta telefónica, plagada ya de las manchas blancas que deja el corrector de tanto tachar amigos muertos, se asemejaba a un cementerio con sus lápidas al sol. Un “e-mail” jamás podrá expresar un trazo febril sobre el papel, un pulso titubeante o una lágrima de amor, pero la metáfora de Fernando, escrita desde su ordenador emociona pues resulta bellamente triste. La muerte es el momento más importante de la vida y, a veces, el momento de mayor lucidez.
Ya en el ocaso de su vida, Jean Guitton, entregó a la editorial un conjunto de manuscritos que llevaban por título “Mi testamento filosófico”. Pleno de claridad, memoria viva y sentido el humor, el filósofo francés recrea allí el último día de su vida, su funeral y su juicio. En esa dramaturgia coral, intercambia en su lecho de muerte los argumentos de su fe católica con Pascal y Pablo VI[1]. Ya en su funeral, le duelen algunas ausencias y agudiza el oído para escuchar lo que otros dicen de él, pasa revista a su itinerario existencial y aún le queda tiempo para meditar sobre el amor y la poesía con el Dante, para discutir su visión del arte con El Greco, para escudriñar el problema del mal con el General De Gaulle y para filosofar con Sócrates y Maurice Blondel. En el momento de su juicio personal, en la peripecia de su destino final, es Santa Teresa de Lisieux quien lo visita y quien intercede por él. La obra de Guitton es un ajuste de cuentas consigo mismo, con los desvelos que jalonaron su vida intelectual, pero también un manojo de brillantes intuiciones ante los desafíos del nuevo siglo.
En la habitación de su departamento parisino, mientras agoniza lentamente, aunque sin dolor, Jean Guitton recibe la visita de uno de sus maestros: Henri Bergson. Uno les debe a sus maestros la conformación de la propia contextura espiritual, la claridad de la mirada para intuir el cosmos, y Guitton le debe a Bergson, esa cualidad distintiva de auscultar la profundidad de lo real en el juego siempre creador entre el tiempo y la vida.
Bergson irrumpe en el silencio de aquella habitación y saluda poéticamente a Guitton asumiendo la paradoja del tiempo y la eternidad:
“Extraña circunstancia la de nuestro encuentro. Cuando lo conocí, Guitton, usted era un joven y yo era viejo. Usted prometía. Ha cumplido. Hoy volvemos a vernos, habiendo llenado ambos nuestros años. Pero yo soy joven en mi eternidad, y usted es viejo en su tiempo”.
El diálogo imaginario entre maestro y discípulo, comienza con un análisis sobre el decurso de las ideas filosóficas que desembocan en la situación actual de la fe en el mundo, para culminar en las propias razones de la fe del Guitton agonizante, los “sí creo” en los que se juega su salvación.
Mediante un ejercicio mayéutico; Bergson invita a Guitton a filosofar. Demorémonos un instante en las siguientes líneas:
- Guitton, ¿se puede comprender al mundo actual en su globalidad?
- Habría que pensar juntos a Oriente y Occidente, a la Antigüedad y la Modernidad, y dentro de eso, al cristianismo.
- Inténtelo.
- El Oriente y nuestra Antigüedad se parecen mucho. Su punto en común es el panteísmo cósmico: lo Absoluto no es en ellos el Dios de la Biblia; es el Ser, o la Nada o la Naturaleza y la Sustancia del Mundo.
- ¿Y la Modernidad?
- Es el Occidente del humanismo ateo Bergson, el panteísmo moderno.
- ¿Es decir que el Hombre es lo Absoluto?
- Sí, y que él decide el bien y el mal, que él es la medida de todas las cosas.[2]
La primera tesis que surge entonces, es la siguiente: el homo mensura es la clave de acceso para elucidar las vicisitudes del presente. En rigor de verdad, la rebeldía del hombre moderno no es tanto contra Dios sino contra el sentido de su creaturidad. Esta rebelión no está desprovista de una metafísica. La nueva metafísica establece un rechazo de toda dependencia, es decir, poner al hombre en la cima del Ser. Bergson, al pie del lecho, sigue punzando con sus preguntas:
- Guitton, ¿es eso el Occidente?
- El Occidente sin el cristianismo. El cristianismo es otra cosa. Él fractura la totalidad cerrada, incluida la Totalidad humana, lo Social. Quiebra el Sistema. El hombre ya no es una parte del Todo […] El hombre es una persona y todo se abre hacia el Infinito. [3]
Guitton argumenta que las ideas de persona y libertad en dualidad solidaria, han sido introducidas por el cristianismo. Este hecho, fractura la férrea ley del Destino del mundo antiguo y abre ese Destino a la trascendencia de un Dios personal. Esta afirmación constituye el tema central del diálogo entre maestro y discípulo: la resurrección personal.
Resuena en Guitton, la misma obsesión que desveló al Ratzinger teólogo: la unidad indisoluble del Jesús histórico con el Cristo sobrenatural, dos naturalezas en la única Persona del Verbo. El discípulo le dice al maestro:
- Hay un mensaje genial. La única cosa delirante es la resurrección, pero sin ella, lo genial no lo sería, pero lo es. Cuando no se está frente a un mito, ni a una leyenda, se está frente a un hecho histórico; o si no, se está en presencia del fruto de lo más inferior o más enfermo que tiene el espíritu humano.
- ¿Lo comprendo bien Guitton? Usted quiere decir: si el cristianismo no es verdadero en el sentido de la verdad histórica no se lo puede explicar históricamente más que poniéndolo mucho más bajo de lo que se lo puede poner razonablemente. Y si se le reconoce, me atrevo a decir, su verdadero standing intelectual y moral se hace extremadamente difícil explicarlo de otro modo que por la simple realidad fáctica de la resurrección de Jesucristo.
- Me ha comprendido perfectamente. […] O acepto el misterio o, si no, debo rebajarme a un absurdo más oscuro que todos los misterios. Imagínese doce hombres, y hasta quinientos, que, sabiendo que su maestro no ha resucitado, decidieran ir todos a convencer al mundo de lo contrario.
- ¿Pero no tiene dudas?
- Como los mismos Apóstoles las tuvieron, Bergson, incluso en presencia del mismo Cristo resucitado. Si los Apóstoles no las hubiesen tenido no serían para nosotros testigos dignos de fe. [4]
Discípulo y maestro convergen en una conclusión: si se le quita lo sobrenatural, el cristianismo es vacuidad.
Llegados a este punto del diálogo imaginario que Jean Guitton nos presenta, alguien podría objetar: ¿Pero Bergson no es acaso un filósofo judío? Y respondemos: sí, y justamente por ello quizás pudo intuir la plenitud de la revelación en la Persona del Mesías.
La producción filosófica de Henri Bergson, parece ascender espiralada y dinámica hasta su último libro: Las dos fuentes de la moral y de la religión (1932). Allí, el filósofo francés habla de una “religión estática” y una “religión dinámica”. Por “religión estática”, entiende aquella religión cuya esencia está dada por una moral de la obligación que en tanto cerrada e imperativa, oficiaría como salvaguarda de lo social. Ahora bien, para Bergson, la vida humana (como la vida toda) no es algo estático. El caudal vital es evolución creadora y en ese sentido, otra expresión religiosa se erige con auténtica fidelidad a las exigencias de lo real: la religión dinámica. Esta religión, ya no quedará definida por una moral obligante, sino por una moral de aspiración que se trasunta en acción efectiva y trascendente. El grado más alto de esta religión dinámica es la vida mística que se levanta a su vez como el estallido de un impulso creador. Su dinámica es apertura de júbilo que abraza la totalidad de la vida. El dique de la moral obligante queda roto, no para una autodisolución de la persona humana, sino para su elevación espiritual. Este “salto” de la moral cerrada a la moral abierta, salto que inequívocamente nos trae los ecos del danés Kierkegaard, requiere la mediación de un modelo, la fuerza atractiva de un hombre superior, la presencia efectiva de una potente personalidad religiosa. Bergson cree profundamente que si la palabra de un gran místico o de alguno de sus imitadores, encuentra eco en nosotros es porque puede morar en nuestra interioridad un místico que dormita y que espera una ocasión para despertarse. Bergson golpea así las puertas de la fe católica, esa misma fe sobre la que interroga al Guitton agonizante en el diálogo imaginario sobre el que estamos meditando.
En su testamento, fechado el 8 de febrero de 1937, Bergson expresaba que se hubiera convertido públicamente, si no hubiera visto en germen (y en gran parte por responsabilidad de cierto número de judíos carentes de sentido moral), la ola de antisemitismo que se iba a desencadenar en Europa. Quiso permanecer entre los perseguidos, pero su corazón palpaba ya los misterios de la fe católica.
En su magnífico libro titulado “Siete filósofos judíos encuentran a Cristo” (Bergson, Husserl, Reinach, Scheler, Landsberg, Picard y Edith Stein), John Oesterreicher escribe:
“La deuda con el linaje de los Patriarcas y profetas era demasiado grande para que pudiera ser olvidada por un judío, pensaba, y él sabía que la dignidad de Israel era exaltada, vigorizada y enriquecida en la Iglesia. Durante mucho tiempo permaneció casi indiferente al judaísmo, y solo por medio de Cristo tomó conciencia de la parte que él tenía en el antiguo Israel”. [5]
Dicen que, en su lecho de muerte, suelen visitar al moribundo sus amores más puros, los de la sangre en primer lugar, pero también los del espíritu y allí, seguramente, pueden estar los maestros, aquellos que nos asistieron en el difícil parto de la verdad. Guitton fue un discípulo fiel, quizás porque entendió como pocos que la persistencia de la memoria es la garantía del amor.
[1] Jean Guitton fue el único laico autorizado a sesionar en el Concilio Vaticano II, justamente invitado por Pablo VI.
[2] J. Guitton. Mi testamento filosófico. Ed. Sudamericana, Buenos Aires, 1999: p. 40-41.
[3] Ibídem: p. 41.
[4] Ibídem: p. 54-55.
[5] J. Oesterreicher. Siete filósofos judíos encuentran a Cristo. Ed. Aguilar, Madrid, 1961: p. 84.
Brillante Diego, como siempre. Lujo de columnista. 🤝🇪🇦
Muy bueno, Diego. No conocía ese libro de Guittón, pero lograste no sólo que lo conozco si no que me entusiasme. Saludos