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La experiencia histórica demuestra que defender ideologías es además de una pérdida de tiempo, un modo de conducirse mortalmente peligroso: la defensa de la ideología no tiene sentido en un contexto que es la prueba de su derrota; la postmodernidad constituye a nuestro entender la fase disolutiva de la ideología: un racionalismo degenerado que trata de leer la realidad en términos dialécticos y cuando no matemáticos: de la dialéctica marxista que comparte el fascismo -le pese a quien le pese – a la liberal, expresiones que tanto en sus polos como en sus intermedios expresan la fanática necesidad del ego por sustituir lo irracional, o dicho de otra forma por aniquilar a la divinidad.
En ese espacio temporal se desarrolla la vida del hombre postmoderno que reflexiona constantemente sobre la degeneración de la sociedad que habita. El que no puede soportar este vacío existencial busca su sentido en religiones quemadas o en filosofías delirantes como el feminismo o el veganismo, intentos vanos por recuperar la vitalidad en un espíritu desolado. Si Nietzsche dijo “Dios ha muerto” hoy debe también proclamarse ¡las ideologías han muerto¡, y con esto tenemos que Dios y las ideologías han muerto ¿Qué le queda al hombre de la raza del espíritu en este inhóspito paramo donde no habitan los dioses cuando su sistema se ha hecho resistente al antibiótico de la ideología?
¿Participar en el juego electoral? es la mejor manera de defraudarse a uno mismo. El hombre despierto sabe que votar a un partido político es dar de comer al tigre, solo cabe una enérgica respuesta: apoliticismo militante, subversión total al sistema, rechazo frontal al gregarismo, licantropía como forma de vida. No queda más remedio que forjar una vida consagrada a la doctrina tradicional: no a esa doctrina platónica pseudoprotestante que propone actualmente la iglesia católica como débil intento de rescate de una institución en llamas, sino una nueva doctrina forjada a partir de los añicos de la más alta tradición perenne.
El hombre de corazón noble añora una vía iniciática de ascenso espiritual que le permita trascender la cotidiana visión de lo material. La añoranza se termina convirtiendo en una necesidad crucial en un mundo que desposee al hombre de su naturaleza genuina: el arquetipo del guerrero como una expresión de una perspectiva vital: militia est vita hominis super terram, la sagrada misión de vencerse a sí mismo; es la lucha del caballero contra el dragón que en la tradición germánica representa Sigfrido, el concepto de guerra santa. El hombre debe tener muy presente qué si la divinidad ha consagrado su existencia a la guerra, en esta epocalidad se encuentra en un tiempo de cruzada.
De las ruinas no volverá lo perdido, la forja de la espada rota no consiste en obsesionarse con ideologías vencidas; la unión de los pedazos consiste en mantener una tradición anterior como visión estructural que sirva de inspiración a una nueva obra: el martillo que golpea el acero del espíritu consiste en la lectura de los textos sagrados, en el estudio de la filosofía, el deporte, la naturaleza como andamio de la aristocracia espiritual; esa clase de hombre que perdura en el océano de los siglos a pesar de toda contingencia: el espartano en las Termópilas, Horacio en el puente, Pelayo en Covadonga.
En hombre recto que transita la noble vía del espíritu, el iniciado, ha recibido una visión de lo alto en su interior: la contingencia como la expresión más pura de lo irracional: de Dios, y el grial solo puede tomarlo aquel que se ha purificado de todo deseo existencial: con la muerte se alcanza el paraíso, con la muerte en vida se alcanza el grial, no una muerte concebida como un descenso a los infiernos sino como un desprendimiento del apego que conduce al paraíso en la tierra ¿Qué me quedaría si lo perdiese todo? La vía. El que empeña su honor en su fidelidad a la vía se ha equipado con la armadura de la fe, y como diría el precepto templario no teme a hombre ni a demonio alguno, por eso los templarios fueron caballeros del grial, y el que hoy se consagra a la vía del grial es – desde una perspectiva hermeneútica – un templario, y sabe que en este plano existencial Dios solo le ha hecho una concesión: ser responsable de su alma.
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