21/11/2024 15:11
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Manuel Fernández Muñoz. Escritor y viajero incansable, ha recorrido el mundo y estudiado la espiritualidad de casi todas las religiones, bebiendo de ellas directamente. Ha convivido con chamanes en Sudamérica, estudiado meditación y budismo en la India y ha pertenecido a numerosas escuelas de mística en Argelia, Marruecos, Chipre, Turquía y Siria. Ha colaborado en numerosos programas de radio y televisión, entre los que destacan La Rosa de los Vientos (Onda Cero) y Cuarto Milenio (Cuatro). Ha publicado artículos en prestigiosas revistas, como Enigmas y Año Cero. Autor, entre otros libros, de 50 cuentos para aprender a meditar” (Cydonia). Con Almuzara ha publicado Guía histórica, mística, y misteriosa de Tierra Santa”, “Juicio a Dios” y “El Grial de la Alianza”.

¿Por qué un libro sobre la verdad de los templarios?

Son tantos los bulos que se han escrito sobre los Pobres Caballeros de Cristo que era necesario que de una vez por todas se pusiera en negro sobre blanco la realidad de una orden de caballería que revolucionó la Europa de su época yendo en pos de un sueño: defender los Santos Lugares de la cristiandad.

Hace más de setecientos años Felipe IV el Hermoso, rey de Francia, acusó formalmente a la orden del Temple de escupir y pisotear la cruz, omitir las palabras de consagración del vino y el pan durante la eucaristía, así como de adorar a un extraño ídolo llamado Baphomet. A día de hoy, y a pesar de que se ha demostrado que esas imputaciones no fueron nada más que mentiras para hacerse con los tesoros de la hermandad blanca, todavía muchos, emulando el ejemplo del monarca galo, se atreven a difundir falsedades sobre unos gentileshombres que no dudaron en despojarse de todo lo que tenían, inclusive su propia identidad, para proteger aquello en lo que creían, el legado de Jesús de Nazaret.

Intentando devolverles el honor que algunos pretenden robarles, decidí escribir “Eso no estaba en mi libro de historia de los Templarios”, de la editorial Almuzara, una obra en la que profundizamos no solo en las valientes gestas de los que posiblemente fueron los más audaces guerreros cristianos, sino también en sus profundas convicciones, en su maravillosa fe, así como en la mística que rodeó toda su existencia.

¿Cómo nacen y con qué finalidad?

Los templarios son hijos de las cruzadas pero no tienen en absoluto la mentalidad de los cruzados de 1099. Recordemos que cuando Godofredo de Bouillon y sus hombres tomaron Jerusalén durante la primera cruzada, no dejaron títere con cabeza. Raimundo de Aguilers, cronista de aquella contienda asegura que: “En las calles y plazas de Jerusalén no se veían más que montones de cabezas, manos y pies cortados. Se derramó tanta sangre en la mezquita que se construyó sobre el Templo de Salomón que los cadáveres pasaban flotando”.

Hugo de Payns, el fundador de los Pobres Caballeros de Cristo, estando de peregrinación en Palestina, vio clara la necesidad de crear un ejército al servicio de Cristo que supliera las faltas de los cruzados aunque se dedicase a defender los Santos Lugares de las manos de cualquiera que quisiera amenazarlos de nuevo.

Cuenta la leyenda que, iluminado por la luna llena, el caballero recordó las palabras que Jesús pronunció cuando estuvo frente a Pilato: “Si mi reino fuera de este mundo, mis servidores pelearían para que yo no fuera entregado.” (Juan 18:36)

Hugo pensó que ellos, los incipientes caballeros de la Orden del Temple, podrían ser esos ángeles que Jesús mencionó al procurador romano, por lo que resolvió reunir un grupo de hombres notables para formar una milicia que defendiera los intereses del Hijo de Dios en la tierra de su heredad.

Al igual que la regla de san Benito recomendaba Ora et Labora – reza y trabaja –, el muchacho se dio cuenta de que no era suficiente con rezar, sino que también había que trabajar para mantener lo que se había conseguido. El Reino de los Cielos, como antaño, sufría violencia, y los violentos lo arrebataban, mientras que los hijos de Dios se empeñaban en poner la otra mejilla, cediendo cada vez más terreno al enemigo musulmán. Por tanto, maduró en su interior, era necesario que también con violencia los pacíficos defendiesen el país donde Jesús vivió.

A diferencia de los cruzados, que únicamente buscaron fama y fortuna, los que quisieran formar parte de la nueva Militia Christi tendrían que convertirse en poco menos que monjes-guerreros consagrados a la bendita tarea de proteger los Santos Lugares del Reino de los Cielos bajo la atenta mirada del Señor.

Esos “ángeles”, a partir del Concilio de Troyes, llevarán atuendos blancos, símbolo de pureza, además de una cruz patada roja concedida por el papa Eugenio III en 1147 para bordarla en el lateral izquierdo de sus hábitos, un poco por encima del corazón, símbolo de la preciosa sangre que brotó del costado de nuestro Señor.

Nacieron como custodios de reliquias importantes.

Hugo de Payns, de regreso a Francia, le contó el sueño que había tenido a su mentor, San Bernardo de Claraval, uno de los personajes más influyentes de su época, quien posiblemente le recomendó que buscase una reliquia para legitimar su aspiración.

No cabe la menor duda de que los primeros nueve caballeros de Cristo, tras el consejo del monje cisterciense, arribaron a Jerusalén para hacer algo más que rezar y salvaguardar los caminos del ataque de los sarracenos. Incluso desde su nacimiento, no parece que los templarios fuesen una orden de caballería al uso. No eran como los caballeros hospitalarios, que se dedicaban a sanar a los pobres y enfermos. Ni tampoco eran como los canónigos del Santo Sepulcro, que velaban por la seguridad de la iglesia de la Anástasis.

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De sus primeros años no se pueden contar que participasen en grandes gestas, ni tampoco que buscasen reclutar nuevos miembros, lo que resulta tremendamente paradójico. Ninguno de los historiadores que reseñaron sus orígenes sugieren que se prodigaran en el auxilio de los más necesitados, ni que sintieran el desprecio que se esperaba hacia los musulmanes, como tampoco que participaran en la defensa de Tiberiades o de Antioquía cuando hizo falta.

Sin embargo, lo que sí conocemos es que esos nueve caballeros, durante casi nueve años, se dedicaron al buscar algo debajo del suelo tanto de la mezquita Al-Aqsa, donde se instalaron, como del Domo de la Roca, al que no dejaban que nadie se acercara, ya fuese judío, cristiano o musulmán.

Con todo, en 1127, Hugo de Payns y cinco de los caballeros iniciales regresaron a Francia quizás con algo que habían encontrado excavando en el subsuelo de la Explanada de las Mezquitas. Posiblemente el Arca de la Alianza. Será a partir de entonces cuando la fama de la Orden se prodigue por toda Europa.

Hay quien afirma que los templarios fueron a Jerusalén buscando tesoros. ¡Eso es absurdo! La mayoría de ellos abandonaron todas sus riquezas en Francia para pasarse nueve años viviendo de las limosnas que les otorgaban tanto los caballeros hospitalarios, los canónigos del Sepulcro, así como por los patriarcas y reyes de Jerusalén. Estoy seguro de que la riqueza que encontraron en el llamado Pozo de Almas, un hipogeo debajo del Domo de la Roca, no tiene nada que ver con oro ni piedras preciosas.

¿Cuál fue su papel en las cruzadas?

Saladino los consideraba “demonios blancos”, puesto que eran los primeros en acudir a la batalla y los últimos en marcharse, luchando como ángeles o diablos dependiendo si el observador era cristiano o musulmán.

El fundamento de la Orden era defender tanto los Santos Lugares como a la población cristiana de los enclaves donde estuvieran amenazados, no amasar riquezas. Sin embargo, el Temple nunca quiso ser una hermandad de monjes mendicantes, ni tampoco de mercenarios que dependieran de los caprichos de unos reyes pagados de sí mismos a los que tener que servir dócilmente para recibir el estipendio acordado.

Al obtener su independencia económica, los caballeros blancos consiguieron también su independencia política, pudiendo quedarse al margen en los conflictos y rencillas que venían enfrentando a las distintas monarquías occidentales.

Sabemos que fueron ellos los últimos en abandonar el País de Jesús durante la toma de Acre en 1291. Y que el último maestre Jacques de Molay se pasó varios años intentando reunir sin éxito a los barones de la cristiandad para intentar recuperar Jerusalén de nuevo.

¿Qué podemos decir de su carácter secreto y esotérico?

Después del Concilio de Troyes, Hugo de Payns le hizo una pregunta a toda Europa: ¿Quién está dispuesto a convertirse en un ángel para defender a Cristo? Y la respuesta no se hizo esperar. Tras la bendición del Santo Padre, la fama de la milicia se extendió por todo el mundo conocido y centenares de jóvenes acudieron seducidos por el encanto de portar sobre sus hombros la preciada cruz patada.

Poco a poco, los Militia Christi fueron haciéndose cada vez más numerosos, lo que posiblemente propició que tuvieran que dividirse en dos facciones: la de los iniciados en los secretos de la Orden y la de los militantes de a pie, segundones de buenas familias desconocedores sin embargo de lo que en realidad significaba ser un templario. Externamente nadie podía negar que ambos fuesen clérigos y soldados, pero los primeros además se habían convertido en templos vivos en cuyos corazones permanecía siempre encendida la llama del Señor.

¿Hasta qué punto era incompatible con la ortodoxia católica?

Los Pobres Caballeros de Cristo, durante toda su existencia, estuvieron sometidos a la disciplina de la Iglesia Católica. Vivieron por ella, lucharon por ella y murieron por ella. Pretender otra cosa no es más que repetir una de las villanías que Felipe el Hermoso despreciablemente imputó a los caballeros inmaculados.

Numerosos son los documentos de la época que recogen las declaraciones de algunos supervivientes al asedio de Acre, quienes aseguraron que, lejos de pisotear el madero de Jesús, los templarios solían arrodillarse frente a los restos de la Vera Cruz que custodiaban en sus iglesias, llorando de pasión con mucha mayor fe que la de sus acusadores o correligionarios.

Recordemos que desde la fundación de la hermandad hasta su exterminio, todos los papas respaldaron la labor del Temple. Incluso Clemente V, quien se supone que les dio la espalda cediendo a las amenazas de Felipe el Hermoso, redactaría a escondidas una carta de exculpación, exonerando a los caballeros blancos de los cargos que se emitieron contra ellos. Y no fue poca cosa, habiendo sido amenazado por un rey que ya había asesinado a dos papas, Bonifacio VIII y Benedicto XI.

¿Por qué hay mucha distorsión sobre la verdad histórica de esta sociedad?

En el siglo XVII comenzarán a aflorar en toda Europa movimientos neo-templarios divulgando insólitos manuscritos en los que pretendían hacer creer al vulgo que el conocimiento original que Hugo de Payns encontró debajo del Domo de la Roca seguía vivo a través de diferentes iniciados, los cuales ahora formaban parte de distintas sociedades secretas, entre las que destacaban masones y rosacruces.

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Huelga decir que nada de esto era real y que muchos de los grupos pseudo-espirituales que se hicieron llamar templarios jamás defendieron los valores y la fe de quienes pretendían emular.

Como muestra de tanta ignorancia, a mediados del siglo XVIII el mago y escritor Eliphas Levi – Alphonse Louis Constant –, entroncado íntimamente con diversas logias de su época, se dedicará a divulgar la extraña idea, sin base argumental alguna, de que el Baphomet era en realidad la imagen de un macho cabrío barbado, con dos cuernos, senos femeninos, manos humanas y pezuñas de íbice. Una estampa que desafortunadamente ha llegado hasta nuestros días haciendo creer a muchos incautos que el Temple era una hermandad satanista que se dedicó a adorar al diablo y a asesinar a niños pequeños en nombre de Lucifer. Algo tan absurdo como decir que la Tierra es plana.

En lengua provenzal, una baphomería no era nada más que una mezquita, el lugar donde se rendía culto a Mahomet o Baphomet. Es decir, a Mahoma o Mohammed. En la Edad Media, los europeos creían que los musulmanes rendían pleitesía a la cabeza de su profeta, la cual mantenían embalsamada debido que en algunas ciudades como Damasco, Acre, Estambul, Konya y Qairuán se conservaban reliquias de los pelos de la barba de Mahoma en relicarios que solían esconderse en alguna de las paredes laterales del edificio religioso.

Cuando Felipe el Hermoso acusó a los templarios de adorar al Baphomet, lo que realmente estaba diciendo es que se habían convertido al islam. Algo obvio para los cronistas de la época y para los estudiosos de la auténtica orden del Temple, pero totalmente desconocido para los divulgadores de falsos mitos y mentiras a medias.

¿Qué es lo que hace que se preste tanto a la leyenda?

Son tantas las preguntas que los Pobres Caballeros de Cristo dejaron sin contestar, que hoy siguen encandilando a millones de historiadores, buscadores de enigmas y aficionados al misterio, los cuales no han dudado en echarse a los caminos – tanto físicos como literarios -, para recorrer lo que todavía queda de los antiguos pasajes que conducen a los castillos y encomiendas de la Hermandad Blanca, anhelando encontrar en las piedras de sus edificios las huellas de un saber oculto que tal vez el tiempo, aliándose a los caballeros francos, haya respetado y mantenido.

Desde que la cofradía viera la luz, allá por el 1118 o 1119 d.C., las gestas de estos gentileshombres de vestiduras inmaculadas y cruces rojas han corrido como la pólvora tanto por oriente como por occidente. A la vera del fuego del hogar, los ancianos no han dejado de relatar las nobles hazañas de unos extraños monjes-soldados que arribaron a Tierra Santa y a Santiago de Compostela para defender los intereses de la cristiandad, desfaciendo entuertos y amparando a los peregrinos del ataque de los sarracenos y salteadores de caminos.

Poco a poco, la historia fue convirtiéndose en leyenda, y la leyenda acabó entrando en el reino de los mitos, proveyéndolos de un halo de misticismo que ha perdurado hasta nuestros días.

Por lo tanto era muy necesario aclarar qué hay de verdad y qué de mito.

En mi obra: “Eso no estaba en mi libro de historia de los templarios”, de editorial Almuzara, demuestro que la espiritualidad de la Orden del Temple estuvo ligada a las más destacadas reliquias del catolicismo, como el Arca de la Alianza, el Sudario de Cristo, la Lanza de Longinos y la Vera Cruz.

Siempre que Dios está dentro de nosotros, el ser humano puede convertirse en un templo vivo para el Señor. Es decir, en un caballero templario. Pero lo más destacado, lo más novedoso y emocionante será descubrir cómo en las crónicas del Santo Grial se esconden las gestas de estos caballeros blancos, de los reyes y reinas de Jerusalén, así como de los paladines que intentaron encontrar la copa donde se recogió la sangre de Cristo en la Última Cena. Una copa que no puede ser alcanzada porque realmente pertenece al mundo de los sueños, por lo que, para vislumbrarla, tendremos que soñarnos también a nosotros mismos.

Autor

Javier Navascués
Javier Navascués
Subdirector de Ñ TV España. Presentador de radio y TV, speaker y guionista.

Ha sido redactor deportivo de El Periódico de Aragón y Canal 44. Ha colaborado en medios como EWTN, Radio María, NSE, y Canal Sant Josep y Agnus Dei Prod. Actor en el documental del Cura de Ars y en otro trabajo contra el marxismo cultural, John Navasco. Tiene vídeos virales como El Master Plan o El Valle no se toca.

Tiene un blog en InfoCatólica y participa en medios como Somatemps, Tradición Viva, Ahora Información, Gloria TV, Español Digital y Radio Reconquista en Dallas, Texas. Colaboró con Javier Cárdenas en su podcast de OKDIARIO.
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