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Venía barruntando desde hace unos días la idea de escribir un relato sobre la imbecilidad humana, de hecho, ya tenía en mi cabeza más o menos cómo iba a ser éste, e iba a escribirlo cuando decidí dar una vuelta y oxigenar mi cerebro para perderme por ese maravilloso rincón de mi ciudad que es el Retiro, aprovechando que la Feria del libro tocaba a su fin. Supongo yo, que más movido por la costumbre y la añoranza que por el verdadero interés que pueda suscitar el acudir puntualmente a dicho evento.
Entiendo que pueda interesar a algunos el que continúe existiendo tal cosa, que haya escritores, juntaletras y meretrices literarias que hagan el agosto por adelantado en tan lucrativos días, pero a ciencia cierta que hace mucho que tal cosa dejó de representar lo que en su momento se ideó que fuera. La cultura de masas ha logrado, entre otros desvaríos, que el arte y su transmisión se democratice, y por consiguiente que los parámetros en los que secularmente se basaban se hayan eliminado y, lisa y llanamente, dejado de existir, de manera que la Cultura se ha transformado en cultura, que todo lo sea según convenga, independientemente de su valor objetivo, rebajándose hasta lo insondable haciendo que sea cultura lo que en exclusividad se nos venda como tal cuando lo dicten las altas instancias.
Y ahí me encontraba yo, en medio de una enorme riada de gente, con un calor asfixiante, observando a derecha y a izquierda, caseta tras caseta, a miles de ágrafos aparentemente embobados en libros sin interés alguno y que tal vez, o casi con total seguridad, se habrán convertido en los más vendidos del mes o del año. Novelas históricas sin base alguna, auténticos despropósitos literarios e históricos; variopintos vademécum de gastronomía; extranjerizantes mamotretos editados al calvinista modo; odiosos libros de autoayuda; por todas partes best-sellers infumables y por supuesto siempre ideológicamente correctos. Es muy posible que gran parte de esos libros que se han comprado en estas dos semanas jamás sean leídos, pues ya se sabe que España es el país donde más libros se venden y, paradójicamente, donde menos se lee.
Vivimos indudablemente tiempos mediocres, y quizá sea nuestra peor penitencia, porque todo es soportable: la férrea dictadura democrática, el fétido hedor cultural existente, la feroz censura historicista, si me apuran, la estulticia generalizada y que a diario es elevada a los altares de lo excelso, todo ello puede llegar a aguantarse, pero por lo que no pasamos algunos es por el aburrimiento de estos tiempos, por la imposición monocromática del pensamiento, por la falta de valentía cultural y literaria. Porque si algo añoramos es la carencia de visionarios, de profetas, de vanguardias, de audacia, de juventud, de subversión, de aquellos tiempos en que todo se renovaba y parecía nuevo, y sufrimos al ver cómo lo contrario nos inunda, y que en vez de aquellas solamente hallamos retaguardias, cómodas y burguesas, que sirven para tranquilizar conciencias, engordar en mullidos sillones mientras clarean las cabezas, aparecer unos minutos en televisión pese a que por ello tengan que contradecirse de manera vergonzante y vender su alma al demonio, y por supuesto engrosar las cuentas corrientes.
Marché de allí con el ánimo enrarecido, aunque satisfecho por ver que, pese a todo, los más pequeños aún se interesan por aquello que Gutenberg ideó. Pero bueno, tampoco nos pongamos pesimistas o trascendentes, que el mes termina, el verano ha llegado y las calles se han de engalanar para recibir con todo el boato posible el Orgullo gay.
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