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Desde que los británicos, tras la Segunda Guerra Mundial, pusieron en marcha el Instituto Tavistock, con la feliz idea de abordar psicológicamente los síndromes postraumáticos de los combatientes en aquel conflicto inhumano, la puesta en marcha de programas de control mental ha sido una constante, pero no tanto en la beatífica intención de ayudar a reconstruir las consciencias, o la capacidad de la mente para readaptarse a las nuevas circunstancias, sino para el dominio de las sociedades y la conducción de las masas.
En los años setenta del siglo pasado se puso de moda el conductismo, y más en concreto Skinner, con sus programas de modificación de conducta, desensibilización sistemática y demás terapias psicológicas también bienintencionadas. Todo esto se aplicó a las técnicas de enseñanza por ordenador y a los modelos de comportamiento colectivo de masas, es decir a cómo programarnos mentalmente mediante la configuración cognitiva, por estimulación con mecanismos predictivos por condicionamiento operante. Es decir, se nos consideraba seres parecidos a las ratas a los que se podía llevar en un sentido u otro mediante condicionamientos guiados por respuestas satisfactorias, y, por tanto, premiadas, o inhibitorias mediante estímulos negativos; es decir extinguiendo ciertos comportamientos de forma condicionada.
Hasta tal punto llegó el conductismo, que en los programas que ya estudiaba el Club de Roma para la reducción de la población, perifrásticamente disfrazada por el crecimiento sostenible o más bien por los “límites al crecimiento”, ya se apuntaba hacia el control mental de la población.
Y, cómo no, la izquierda y los nacionalistas se sumaron al carro de la modificación cognitiva, o a lo mejor no solo se sumaron sino que fueron artífices. Este manejo de la mente consiste ni más ni menos que en cambiar la lengua de las personas, para que no tengan entronque con su pasado, cambiar la semántica de las palabras, modificar las costumbres para hacer tabla rasa con la antropología cultural heredada, retirar cualquier estímulo positivo a conductas transmitidas por nuestros antepasados en la línea filogenética, y depurar todo vestigio que diera señas de un pasado medido por centurias, es decir más allá de lo próximo o contemporáneo.
Ello implicaba introducir comisarios ideológicos en los agentes educativos, impregnar la información con una mezcla de desinformación y de sesgo ideológico de las noticias, etc cuya manifestación más burda y bastarda es el modelo de comunicación en tiempos de COVID, persiguiendo a quienes han venido expresando pensamientos divergentes o bien indagaciones que se apartaran de la corriente de información dominante. Ahí están las agencias de verificación buscadas a propósito entre los subvencionados por Soros y compañía, etc.
Pero han existido dos momentos clave de todo esto que son aquellos que más han pasado desapercibidos por la población y que menos han sido captados por los que hemos ido observando el proceso, como son el cambio de la toponimia y de los referentes de cultura; y otro momento fundamental el cuestionamiento de nuestro pasado más reciente, concretamente el periodo franquista, los hechos de la Segunda República y la percepción de que pertenecemos a un marco civilizatorio que es la Hispanidad. El propio lexema España estaba cuestionado, así como sus símbolos. En partes de nuestra geografía hacer ostentación pública de nuestra enseña nacional o simplemente adoptar una postura respetuosa ante nuestro himno suponía que se señalara al que lo hiciera como proscrito, facha o enemigo de la sociedad.
Memoria Histórica, ahora mal llamada Democrática, lo cual en un caso es redundante, pues ninguna memoria deja de ser histórica pues se refiere al pasado, y añadir adjetivarla como democrática o persa supone un absurdo conceptual pues la memoria no puede ser ni democrática ni antidemocrática, simplemente es memoria, recuerdo y constatación de la verdad de lo ocurrido en el pasado con un sesgo u otro según quien lo revise, pero con la intención deseable, no siempre cumplida, de ser verídica. Ese intento de condicionar nuestra libertad de ejercer la memoria, que es una facultad del alma, según el Catecismo, junto a la inteligencia y la voluntad, es un claro experimento de control social, bastante burdo y descarado.
Todo esto viene a cuento de la abrupta modificación de los topónimos que son el reflejo de la evolución de nuestros pueblos y lugares, y que proyectan la historia de nuestro pasado en cada sitio. Pero también viene a cuento, para tomar como referencia, lo que ha ocurrido en mi ciudad de vida y residencia, que es Vitoria, a la que ahora le añaden el topónimo de Gasteiz, que en nada tiene que ver con la fundación de la ciudad por Leovigildo.
Lo que quiero trasladar, para reflexión que ilustre lo anteriormente comentado, es la progresiva desaparición de nombres señeros de nuestra cultura para designar a centros educativos de mi ciudad. Han ido saliendo del nomenclátor los nombres de Valle Inclán, Canciller Ayala, Severo Ochoa, Pío Baroja, Ignacio Aldecoa, Manuel Machado, Ángel Ganivet, entre otros. Todos ellos homenajeados al atribuirse a centros de cultura, que son quienes han contribuido a nuestro bagaje cultural colectivo, y cuando digo colectivo me refiero a nuestra idiosincrasia hispana. El último caso ya es la guinda de la tarta: retiran el nombre de un Colegio de Primaria que lleva cincuenta años llamándose Miguel de Cervantes, que como todo el mundo sabe escribió El Quijote, pero, parece ser que como éste era manchego le consideran extranjero.
Es decir, que para esta gente destructora del conocimiento del Siglo de Oro español, que por algo se llama “de oro”, los elementos más referenciales de nuestra civilización hispana no han de considerarse, y es mejor denominar al centro que se llamó Canciller Ayala, “Ekialde” que es una referencia toponímica, u cualquier otra denominación parecida que no expresa nada de valor. En el caso de Miguel de Cervantes lo cambian por Ariznavarra que es el nombre del barrio. La intención de retirar ese nombre es patente y obscena.
Pero ello forma parte de ese modelo de deconstrucción. Se trata de ir despojando progresivamente, casi sin que se note, todo atisbo de nuestro sentido de pertenencia de nuestra identidad, para modelarnos a su gusto en una masa informe que nos absorba nuestra individualidad y nos deje desprovistos de cualquier mimbre conceptual que nos permita pensar de forma autónoma, crítica y divergente. Gente sin materia prima mental con la que construir el pensamiento es fácilmente orientable hacia propósitos infames.
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