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No es extraño encontrar entre la disidencia a lo políticamente correcto a Don Quijote como arquetipo de hombre que desafía al mundo. La imagen del hidalgo manchego embistiendo contra unos molinos por creerlos gigantes se ha justificado en demasía por aquellos que consideran que el orden vigente no es todo lo justo o adecuado que debiera. Y no de ahora precisamente, sino que es algo que viene de muy atrás.
A Ana Iris Simón la pusieron de vuelta y media, entre muchas otras excusas, por aludir en su obra Feria a Ramiro Ledesma y su estudio juvenil sobre el ente de ficción creado por Miguel de Cervantes: «Uno que sí lo hizo fue el joven Ramiro, que por gracia de Ortega se enamoró de su fulgor y su brío y quiso requijotar España, pero sus esfuerzos fueron en vano. Esto seguramente no te lo diré, lo de Ledesma Ramos, no porque seas pequeño ni vaya a ser que te líes, porque serás un chico listo, sino porque te dejaré descubrirlo. No te lo diré a menos que preguntes algún día, mirando la estantería, y lo harás, que qué es ese libro, y seguramente después lo disfrutes y lo entiendas y entiendas también por qué nadie entendió el Quijote y por qué a los manchegos nos condenaron a ser la caricatura de España sin reconocernos siquiera como tales porque el título oficial se lo llevaron encima los andaluces«[1].
Más recientemente ha sido Juan Manuel de Prada, en su recopilación de artículos Una enmienda a la totalidad, quien presenta una generosa visión de Don Quijote como hombre digno de ser tomado como ejemplo: «No importa si, peleando en defensa de la verdad, nos derrotan y humillan; no importa que nuestro yo caduco sea vencido, porque la verdad, donde vive nuestro yo eterno, no puede ser vencida. Y se da la paradoja de que, a través de nuestra derrota, esa verdad resplandece con mayor intensidad. Don Quijote acomete todas las empresas sin importarle la derrota, sabe aceptar serenamente el fracaso porque está plenamente convencido de la verdad que defiende. No lo mueve otro afán que actuar como valedor de esa verdad, por eso no admite transacciones sobre la misma, no adopta prevenciones ni urde cálculos, no tiembla ni se retrae. Aunque sabe que es verdad se la discutirán todos los malandrines, aunque sabe que por sostenerla contra viento y marea será vilipendiado y escarnecido, no está dispuesto a declinar en su defensa; porque la adhesión a esa verdad en la que anida su yo eterno lo ha despojado de amor propio y de respetos humanos (…).
La filosofía quijotesca se resume en luchar contra el espíritu de nuestra época, aun sin esperanzas de victoria. Y para ello tenemos que estar dispuestos a llevarnos muchos coscorrones y a ponernos en ridículo, no sólo ante los hombres moldeados por la mentalidad de la época, sino incluso ante nosotros mismos«[2].
Precisamente contra la tan extendida y generosa visión sobre la figura de Don Quijote (excesivamente generosa sería lo adecuado a la hora de definirla, teniendo en cuenta que el personaje termina renegando de su caballería andante antes de morir, y suele decirse que cuando más sincero es un hombre es en la hora de la muerte) ya advirtió hace décadas Rafael García Serrano. En la tercera parte de La fiel Infantería, bajo el directo título de ‘Bienaventurados los que mueren con las botas puestas‘, nos encontramos el siguiente diálogo entre dos protagonistas[3]:
—Viene el general. Además, el tío del discurso parece bueno.
—Quizás hable de Otumba, de San Quintín y de Nordlingen. Pero no dirá ni pío de los mítines de hace dos años, ni acertará a explicar por qué nos batimos. Así son los oradores.
—¿Qué quieres? Ellos ya traen su tema empaquetado. Cinco a uno a que dice que somos como Don Quijote y Dulcinea, nosotros…
—Eso sí que no, Matías. Al carajo Don Quijote y con el quijotismo. Necesitamos, ya para siempre, héroes vencedores. No basta morir. Es preciso vencer. Don Quijote… Don Quijote… ¿Acaso no fue más héroe Cervantes? ¿Acaso no tenemos un Hernán Cortés, que hizo de veras mucha más maravillas que las que soñó Don Quijote? Si quería gloria, ¿por qué no embarcó hacia las Indias, por qué no luchó en Flandes? Ha de prohibirse por decreto sentir la menor simpatía hacia Don Quijote apaleado; que la sienta solamente ese atajo de estúpidos que nos atontan a fuerza de hablar de imperios espirituales. Al chirrión los imperios espirituales. Nosotros queremos tierras de todos los colores y ríos azules y mares verdes, bien poblados de destructores: sultanes, caídes, reyezuelos, caciques, la gran especia del petróleo, el mundo. El dominio sobre los demás y en la cima el Emperador.
Sin duda, el falangismo retratado por el autor navarro, contemporáneo y partícipe de los acontecimientos que narra la novela, se encuentra a años luz del presente. El ansia por la victoria bélica y por la revolución nacionalsindicalista de aquella juventud escuadrista ni por asomo puede ser comparado con quienes apuestan por el testimonialismo apelando al mismo estilo que Don Quijote como única justificación para mantener en activo sus respectivos tinglados.
Y es que Joaquín Costa se equivocó: España no tenía que echar siete llaves al sepulcro del Cid Campeador (del cual se podría aprender mucho, teniendo en cuenta que vivió una época muy inestable y donde el solar hispano fue tierra de frontera entre civilizaciones como nunca), sino al de Don Quijote de La Mancha. Hay que guardarse de los que pretenden hacer política enarbolando el espíritu y mentalidad quijotescos, tanto como de quienes hacen lo propio con la palabra de Dios. No erró Ramiro Ledesma cuando advirtió en el Discurso a las juventudes de España que el patriotismo se adultera al calor de las iglesias (ahí tenemos el virus del nacionalismo periférico, acrecentado bajo el cobijo de las sacristías), como tampoco falló al plantear que los jóvenes españoles sólo teníamos nuestra juventud y nuestra condición de españoles. Ahora, cuando sólo me queda la condición de español (que no es poco), he preferido no escatimar en sinceridad y en terminar con las siguientes palabras: ¡Al carajo Don Quijote!
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