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Uno de los factores más desagradables y sin embargo interesantes del fanatismo es que la persona que lo padece prefiere permanecer ignorante a descubrir cualquier cosa que pueda alterar o debilitar sus convicciones. Hay que entender que para el fanático la mera duda es ya una traición a la propia identidad y poco menos que un suicidio.

Por alguna absurda razón, algunos se convencieron de que, en nuestra época, llamada “de la información”, el fanatismo tenía los días contados y un mayor y más libre acceso al conocimiento, por fin, arrinconaría la creencia en favor de la razón. Una muletilla popular invocada en defensa de la diosa razón pretendía establecer una relación presuntamente indisociable entre el progreso de los tiempos y la evolución humana: “¡Pero cómo puede ser que en el siglo XXI esto o lo otro…!” Y, como por ensalmo, la pronunciación de esta frase era suficiente para situarse en el lado “correcto” de la Historia.

Sin embargo, con toda la información a nuestro alcance, el fanatismo no sólo no ha desaparecido, sino que, por el contrario, parece seguir gozando hoy en día de una salud formidable. Algo que no puede extrañar cuando en los centros educativos se postergan los conocimientos en favor de los afectos “correctos”, y los medios de comunicación y las redes sociales embrutecen a la población alimentando sus más bajas pasiones.

Dicha situación podemos constatarla a diario en cualquier colegio o instituto español observando las opiniones que muchos maestros y profesores vierten en sus clases sobre la Guerra Civil Española. Emanación de sus íntimas e inamovibles creencias, las barbaridades expresadas sin el más mínimo soporte racional por un buen número de individuos a cargo de la educación son no ya preocupantes en tanto esgrimidas por personas presuntamente adultas, sino por cuanto se difunden entre un alumnado cautivo sin medios para contrastarlas.

Teniendo en cuenta que hace mucho que en nuestro país se ha delegado la responsabilidad de la enseñanza a compatriotas que odian la palabra “España”, que desconocen por completo su Lengua e Historia, y se dedican a adoctrinar impunemente a los niños y adolescentes con mitos y consignas, lo lógico es que demasiados chavales se sientan tentados a seguir el camino fácil del autoexculpativo “odio de clase” y aprendan “posturas” en vez de a leer y escribir. Y que estemos como estamos.

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Entre los numerosos ejemplos que podrían ilustrar este panorama, hay algunos singularmente esclarecedores, en tanto aglutinan todos los elementos anteriormente descritos. Así, una de las brillantes ideas habituales en boca de los docentes que se niegan a aceptar la derrota comunista y la caída de la Segunda República es que, si la Guerra Civil Española se hubiera prolongado hasta el inicio de la Segunda Guerra Mundial, el resultado podría haber sido otro. No son pocos los que todavía fantasean con otro final del conflicto y juegan a la historia-ficción como modo de aquietar una frustración heredada. En este sentido se enmarca la llamada “traición” del coronel Segismundo Casado, Julián Besteiro, Cipriano Mera y el general José Miaja. Un tema recurrente, no como la puntilla de una guerra ya decidida, que ahorró una prórroga innecesaria de la lucha y un buen número de víctimas; sino como una “puñalada por la espalda” a la República que evitó la prolongación de los combates y un final “diferente” en el marco de la Segunda Guerra Mundial.

Vaya por delante considerar como mínimo imprudente el deseo de prolongar una guerra civil –a despecho de los muertos– amparándose en la vaga promesa de una incierta victoria. Fanatismo y crueldad con frecuencia van de la mano. Pero lo peor es que toda esta teoría y afán por reescribir la Historia desde un posibilismo ridículo, implica un absoluto desconocimiento del período histórico y de algunos datos que impiden de suyo ese anhelado cambio en el curso de los acontecimientos.

Quienes se engañan suponiendo que el mero alargamiento de la contienda unos meses habría cambiado algo, desconoce o pretende ignorar algunos hechos relevantes:

Que las principales “democracias capitalistas” –Estados Unidos, Gran Bretaña o Francia– no apoyaban la creación de un estado comunista en España.
El pacto germano-soviético firmado el 23 de agosto de 1939 por los ministros Ribbentrop y Molotov que permitió el reparto de Polonia. Como resultado de ese acuerdo, la Unión Soviética de Stalin abandonó a los comunistas occidentales, desentendiéndose a su vez, oportunamente, de cualquier devolución del oro del Banco de España –el oro de Moscú– sustraído por orden del presidente socialista Francisco Largo Caballero y su ministro de Economía Juan Negrín en octubre de 1936. El pacto nazi-soviético se mantuvo vigente hasta su ruptura por Hitler el 22 de junio de 1941. Es decir que, en todo caso, para que se cumplieran los húmedos y sangrientos sueños de quienes pretendieran un triunfo republicano por la vía de enlazar la Guerra Civil con la Guerra Mundial, habrían sido necesarios no unos meses sino varios años hasta que la URSS hubiese estado en disposición de “ayudar”.

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Todo esto son datos. Cosas básicas, pero que parece necesario aclarar para quienes, despreciando los libros, dicen ampararse en la razón mientras incurren en el fanatismo más atroz para sostener una elucubración criminal travestida de idealismo.

No cabe duda de que el conocimiento de la Historia no se transfiere de forma tan sencilla como los sentimientos partidistas. Y también es cierto que uno puede creer lo que le dé la gana y en quien le dé la gana. El único problema es que hay cosas que no son posibles, y otras que ya en su tiempo fueron igualmente imposibles. Como se suele decir según la paremia atribuida a Talleyrand: “Lo que no puede ser, no puede ser, y además, es imposible”. Se crea lo que se quiera creer.

 

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