20/09/2024 07:47
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Si alguna vez se sienten desdichados pensando que nadie les quiere y que a nadie le importan es posible que tengan razón, pero existe un método infalible para que al menos durante un rato reciban un trato tan afectuoso que les reconfortará de sus infortunios cotidianos haciéndoles creerse favorecidos por un profeta celestial enviado a la tierra para repartir cariño entre todos los necesitados de ternura de su barrio. Lo único que tienen que hacer es entrar en una sucursal bancaria, pedir una cita con el director y decir que les ha tocado un suculento premio de la lotería o que han recibido una herencia de una tía que tenía una plantación de cocoteros y que no saben qué hacer con tanto dinero. Si no tienen experiencia en mentir porque nunca se han dedicado a la política, entonces es conveniente que antes practiquen un poco ante el espejo para que su actuación resulte plenamente convincente a los ojos y oídos de estos empleados de banca, ávidos de ese tipo de emociones que catapultarán su carrera a las más altas cimas de la entidad financiera. Y entonces verán desplegada ante ustedes toda una panoplia de zalemas y cucamonas que elevará su autoestima en el acto, al tiempo que les convencerá de que cuentan con un nuevo miembro en su familia: su “banquero de confianza”; el que les dirá que son sus clientes predilectos y que son dignos merecedores de adquirir unos productos especiales, llamados propiamente preferentísimos y superchulos, que las altas inteligencias del mundo financiero han diseñado para premiar a quienes, como ustedes, saben mirar con optimismo hacia el futuro. Una palmada en su espalda será el signo evidente de esa nueva alianza surgida entre su banquero de confianza y ustedes, que solo se desvanecerá cuando el tiempo demuestre que se sustentaba sobre unos pilares tan frágiles como la cáscara de un huevo, lo que ocurrirá indefectiblemente más bien pronto que tarde.

Pero esto solo ocurre a los que se presenten en un banco con intención, real o fingida, de ingresar dinero en sus arcas. Porque si lo que uno pretende es realizar cualquier operación legítima en su cuenta o con sus productos financieros (porque la razón más elemental y el Derecho amparan esa legitimidad) o si lo que intenta es, lisa y llanamente, defender su patrimonio del abuso, la coacción y la arbitrariedad de sus administradores, entonces comenzarán a surgir todo tipo de problemas que tendrán una muy difícil solución. Podría contarles muchas anécdotas en primera persona del singular del verbo vivir e incluso algunas en tercera del plural que me fueron contadas por numerosos clientes: pero para no cansarles solo les relataré dos de la primera categoría del párrafo anterior, que considero de especial interés para los lectores.

La primera supuso mi bautizo como cliente en el mundo de la banca. Era yo jovencito y tenía la creencia de que nadie podía sentirse realmente adulto hasta que no recibía una carta de un banco a su nombre. Me habían hablado en el colegio de la gran virtud del ahorro y de las terribles consecuencias de una vida de dispendio y prodigalidad, y ya soñaba yo con tener un capitalito a base de abrir un depósito en un banco y esperar pacientemente a que sus directivos, con su manifiesta generosidad, fueran aumentándolo peseta a peseta, con los intereses que procedieran, para asegurarme el sustento durante las épocas inclementes de la vida y acaso para ayudarme a subsistir durante la vejez, que entonces veía como algo que era propio de ancianos y que, por lo tanto, a mí seguramente no me iba a tocar. El caso es que abrí una cuenta corriente con 950 pesetas y esperé ansioso recibir esa carta que me iba a hacer sentir por primera vez como una persona respetable. Y al cabo de un tiempo me llegó esa carta tan deseada, que abrí con expectación para comprobar a qué nivel se había elevado mi pequeña fortuna. Pero me llevé una sorpresa mayúscula: el saldo de mi cuenta era tan solo de 50 pesetas. ¿Cómo era esto posible? Ni corto ni perezoso me acerqué al banco para hacer llegar un escrito de protesta a su director diciéndole que eso de abrir yo una cuenta con novecientas y pico pesetas y dejarme solo el pico demostraba que él sí que tenía pico, porque era literalmente un pájaro de cuenta corriente. Esta vez me salió bien la cosa, porque me llamó por teléfono y me dio a entender que había alcanzado gracia de su reconocida bondad y que me devolvía el dinero, pero que tal cargo en mi cuenta se debía a una nueva comisión que habían aprobado –bajo los auspicios del Banco de España- como un mínimo por apertura de nueva cuenta o algo así, y que habían avisado de ello con tiempo suficiente en un tablón de anuncios colgado sobre la pared de la sucursal, que yo bien podía haber leído para sacar mi dinero a tiempo si no estaba conforme.

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Una vez ya entendida la lección de la letra pequeña de los contratos y de los avisos en los tablones de las oficinas bancarias aún me quedaba mucho por aprender, y el tiempo se encargaría de enseñármelo. Porque una de las cosas que comprendí es que los directores de la sucursales son en general gentes poco preparadas en Derecho, y que para cualquier decisión elemental que se salga de las cuatro reglas básicas que conocen, se dedican a poner todo tipo de obstáculos hasta que se ven obligados, para quitarse a un cliente pesado de encima, a consultar lo que deben hacer con un misterioso aparato de asesoría jurídica que al parecer solo se relaciona con ellos contestándoles por email y cuyos miembros permanecen en el más absoluto anonimato: es imposible para el cliente contactar directamente con ellos, conocer su identidad o el despacho en el que trabajan para llamarles, visitarles o enviarles un mensaje por correo electrónico. Lo que este supuesto servicio contesta a los directores de las sucursales puede carecer de pleno sentido, ser ambiguo, indescifrable, contradictorio o claramente ilegal; pero esta falta absoluta de transparencia (que el defectuoso servicio de atención al cliente complica aún más) lleva a la desesperación a infinidad de ciudadanos, desasistidos por el banco en el que confiaban pero asistidos de toda la razón del mundo. Claro, que a mí este desbarajuste no me extraña nada: ya mi padre me contaba hace más de treinta años, cuando trabajaba como abogado de un importante banco, que con frecuencia entraba en el despacho de un compañero y se lo encontraba haciéndose sopas con un hornillo que tenía sobre la mesa. Así deben funcionar esos servicios de asesoría: tal vez se dedican durante su tiempo de trabajo a cocinar, a pasar el plumero a expedientes que duermen olvidados sobre sus mesas o a pasar la fregona para dejar impolutos los suelos de tanto que los recorren en sus largas cavilaciones.

Pero antes de pasar al estudio del segundo caso es necesario hacer un alto en el camino, relajarse del estrés y recitar conmigo esta poesía que viene como anillo al dedo a este asunto que estamos comentando:

Mi banquero y yo

Cada vez que entro en mi banco

un director muy zopenco

quiere dejarme sin cinco;

mas yo me enfado y le abronco

y sus planes se los trunco,

pues no soy un débil junco

sino fuerte como un tronco:

me defiendo con ahínco

cuando me pongo flamenco

y en su mentón hago blanco

pues no soy cojo ni manco

y él es flaco como un penco.

Luego escapa con un brinco

dando un alarido bronco

quedando su cuerpo adunco.

Es más malo que el carbunco:

lo digo y me quedo ronco;

mas cada vez que lo trinco

con una condena apenco

en un penal que hizo Franco.

 

Y como lo prometido es deuda –nunca mejor dicho cuando estamos hablando de bancos- pasaré a contar mi segunda anécdota. Tuve un día la mala ocurrencia de solicitar un préstamo personal en una entidad financiera de esas que te llaman por teléfono ofreciéndote bicocas pero que en cualquier caso operan en España bajo la supuesta supervisión de nuestras autoridades competentes en la materia. Los intereses eran abusivos pero como el plazo de amortización era suficientemente largo para mí me decidí a aceptar sus condiciones y me marché con ese dinero unos días de vacaciones a Buenos Aires. Pero lo que me ocurrió cuando quise amortizar el crédito anticipadamente fue digno de figurar en los anales de la historia de la estafa en el mundo contemporáneo. ¿Que qué me sucedió?…Los directivos de ese banco no estaban de ningún modo interesados en que yo cancelara el crédito tan pronto, ya que perdían una enorme suma de intereses con los que podían dar la vuelta al mundo y volver cargados de regalos para sus familias. Y como no me pudieron convencer por teléfono de que renunciara a mis legítimos deseos de manumisión me dijeron por fin que para cancelar el préstamo tenía que ingresar en un corto plazo una determinada cantidad que me dictaron con precisión vocalizadora hasta el último céntimo. Pues bien, acudí inmediatamente a transferirles esa cantidad y al cabo de un mes recibo una carta indicándome -sin darme explicación alguna- que había ingresado exactamente un céntimo menos de la cantidad que procedía abonar, y que en consecuencia y de acuerdo con la cláusulas de la póliza suscrita, se me aplicaba una penalización de 30 euros, que tendría que ingresar en determinado plazo. Como quiera que protesté ante esta tomadura de pelo y que no pagué dicha cantidad volví a recibir otra carta indicándome que al no abonar lo adeudado en el plazo reglamentario se me volvía a aplicar otra penalización por importe de otros 30 euros, concediéndome otro plazo para saldar esta nueva deuda. Naturalmente les declaré la guerra, escribí a todas las instancias que pude sin recibir respuesta y opté por pasar del tema. Pero siguieron llegando nuevas liquidaciones y nuevas penalizaciones que amenazaban con convertirme a corto plazo en el hombre más moroso del mundo. Al final, después de algunas llamadas dejadas en un contestador automático se ve que algún directivo comprendió que yo era un hueso duro de roer y que no me iban a sacar jugo ni metiéndome en un exprimidor industrial de limones, y recibí una última carta en la que desistían de perseguirme, pero no porque yo tuviera razón sino como un acto de magnanimidad del banco que debía merecer mi más alta consideración.

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Podría contar muchas más historias de mi tormentosa relación con los bancos, pero por hoy es suficiente. Cada uno de ustedes ha tenido con toda seguridad a lo largo de su vida algún percance con su banco; y el que crea que no lo ha tenido es porque no se ha planteado nunca la gran razón que se esconde en ese famoso refrán español que dice “ojos que no ven corazón que no siente”, y que define perfectamente nuestra idiosincrasia como pueblo, ése que aportó a la literatura universal en el S. XVI un nuevo género conocido como “picaresca” y del que tanto han aprendido los directivos de nuestros bancos.

Y esto me da pie para obsequiarles con otra poesía que ilustra perfectamente lo que acabo de contarles. Con ella me despido de ustedes hasta mi próxima protesta.

Lamento del deudor desconsolado

No hay empresa más avara

que una entidad financiera

porque parece mentira

que a una persona ahorradora

la traten con tanta usura.

Por su falta de mesura

yo estoy en la ruina ahora

y mi corazón suspira

porque no encuentro manera

de pagar deuda tan cara.

Y una cosa tengo clara

aunque decirlo me altera

porque estoy lleno de ira:

que si nadie colabora

en quitarme esta tortura

de deber esta locura

de intereses de demora

que el banco acreedor aspira

cobrar sin quita ni espera,

diré al mundo: “sayonara”.

Porque si Dios no me ampara,

si no llena mi cartera

de dinero y me retira,

me iré de forma indolora

después de hablar con un cura

a esa región tan oscura

donde el espíritu mora

tocando siempre la lira.

Esta es mi queja sincera

y ya no os doy más la vara.

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REDACCIÓN