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En 1897 salió a la luz el libro titulado ¿Qué es el arte?, de León Tolstoi (1828-1910). Una obra interesantísima, no muy extensa ni excesivamente famosa entre la inmensa producción del gran novelista ruso responsable de Guerra y Paz (1869), Ana Karenina (1877) o La muerte de Iván Ilich (1886). Y, sin embargo, la terminación de este ensayo preocupó durante 15 años a su autor, como él mismo reconoce en el epílogo del texto.
Para entender ¿Qué es el arte? debemos tener en cuenta la crisis y rearme espiritual de Tolstoi, especialmente manifiesto a partir de 1880 en obras como Confesión (1884); ¿Cuál es mi fe? (1884), El reino de Dios está en vosotros (1894), El evangelio abreviado (1894), Resurrección (1899), o El camino de la vida (1910). Y en este marco se inscribe.
La tesis que vertebra y guía ¿Qué es el Arte? es clara: “El arte es un órgano moral de la vida humana […] un medio de perfeccionamiento para la humanidad”[1]. Y sólo este arte es “bueno y verdadero”.
Tolstoi analiza las teorías estéticas de un buen número de autores, erigidas todas ellas en torno a los conceptos de “belleza”, “verdad” y “bondad”, y señala que la vinculación de dichos conceptos es, a menudo, fuente de confusión. Así, Tolstoi rechaza por completo que la belleza pueda asociarse a la verdad ni a la bondad: “La belleza es sólo lo que nos gusta, y en consecuencia, la noción de belleza no sólo no coincide con la de la bondad, sino que antes difiere de ella; pues la bondad coincide a menudo con una victoria sobre nuestras pasiones, mientras que la belleza está en la raíz de todas ellas. […] Con la belleza no tiene la verdad la menor relación y muy a menudo está en contradicción con ella; pues la verdad produce generalmente decepción y destruye la ilusión, que es una de las condiciones principales de la belleza”[2].
Una posición que le alinea con Aristóteles (384-322 a.C.), que “quería que el arte tuviera una influencia moral”[3], o con Mendelssohn (1729-1786), quien “cree que el único fin del arte es la perfección moral”[4]; y le enfrenta a los idealistas alemanes como Winckelmann (1717-1768), quien “niega que el arte deba tender a ningún fin moral sino a la belleza”[5], o Hegel (1770-1831), para el que “la belleza es la expresión sensible de la verdad”[6].
Respecto a la dificultad para reconocer la verdad, Tolstoi reflexiona: “De sobra sé que la mayoría de los hombres, hasta los más inteligentes, con dificultad reconocen una verdad, aun la más sencilla y evidente, si esta verdad les obliga a tener por falsas ideas que ellos se han formado, acaso con gran trabajo, ideas a las que están aferrados, que han enseñado a otros y sobre las cuales han formado su vida”[7].
Afirmando, también, que “la sinceridad es condición esencial del arte”[8], de modo análogo a la tesis de Unamuno, para quien “la sinceridad” era virtud principal del artista y distintiva del arte verdadero[9].
Por otra parte, llama la atención que muchas de las observaciones del escritor ruso a propósito de los poetas simbolistas de finales del siglo XIX se asemejan a las críticas expresadas posteriormente respecto a las más famosas vanguardias del siglo XX. En este sentido, Tolstoi afirma: “No sólo la afectación, la confusión, la obscuridad han sido elevadas a la categoría de cualidades, y aun de condiciones de toda poesía, sino que lo incorrecto, lo indefinido, lo no elocuente, están a punto de sentar plaza de virtudes artísticas”[10]. Denunciando “la obscuridad erigida en dogma artístico”[11] en términos similares a los empleados por el médico Max Nordau en su obra Degeneración (1892)[12] contra Verlaine o Baudelaire. Así, dice Tolstoi respecto a Baudelaire: “[…] el autor se preocupa por aparecer excéntrico y obscuro. Este afán de obscuridad se nota más aún en su prosa, en la cual podía hablar claramente, si lo quisiera”[13]. Y de Verlaine, “un borrachín que escribió versos incomprensibles”[14], afirma: “Las producciones poéticas del otro ‘gran poeta’, Verlaine, no son menos falsas e incomprensibles (que las de Baudelaire)”[15].
Otra cuestión que llama poderosamente nuestra atención –sobre todo a tenor de la asfixiante censura de la corrección política actual– es cómo Tolstoi se expresa; claramente, con convicción y sin complejos: “[…] mi imposibilidad de comprender la obras de las nuevas escuelas procede de que en ellas nada hay que pueda comprenderse”[16]. “Se nos dice que para comprender estas obras, debemos verlas, leerlas y oírlas muchas veces. Esto no puede llamarse explicarlas, sino acostumbrarnos a ellas […] Se puede uno acostumbrar a la mala alimentación, al aguardiente, al tabaco y al opio; de igual modo puede uno acostumbrarse al arte malo. Esto es, precisamente, lo que sucede”[17]. ¿Y acaso no es eso exactamente lo que sucede hoy mismo –aunque nadie se atreve a decirlo– cuando se inocula desde la escuela la falsa equiparación entre un arte virtuoso y otro descuidado? ¿Cuando se iguala absurdamente bajo un mismo término, “arte”, a Velázquez y a Kandinsky? De hecho, Tosltoi se enfrenta al condicionamiento educativo cuestionando la aceptación de una obra indiscutible, la novena sinfonía de Beethoven: “No veo que los sentimientos expresados por esa sinfonía puedan unir a los hombres que no han sido educados ni están preparados para sufrir esa hipnotización artificial […]”[18].
Pero es que además, el pensador ruso da en el clavo cuando desmonta las excusas de los malos artistas y sus corifeos para justificar un arte oscuro: “Si el artista hubiera podido explicar con palabras lo que desea transmitirnos, con palabras habríase expresado”[19]. Condenando que un lenguaje indescifrable salvo para una minoría de iniciados, es contrario a la misión comunicativa de las artes; y estableciendo a su vez una razón moral en que la obra artística sea accesible a una mayoría: “El arte pervertido puede no gustar a la mayoría de los hombres, pero el buen arte debe gustar forzosamente a todo el mundo”[20]. Entrando en colisión frontal con la premisa intelectualista que reivindica, en virtud de su selecta minoría, la exclusividad y el derecho para definir el arte conforme a su gusto: “Las grandes obras de arte no son grandes sino porque todos pueden comprenderlas perfectamente. […] Si un arte no alcanza a conmover a los hombres no es porque esos hombres carezcan de gusto e inteligencia; es porque el arte es malo o no es arte en absoluto”[21]. Y es que el arte tiene cualidades que lo distinguen y al espectador de las obras verdaderas, buenas y sinceras “le parece que los sentimientos que le transmiten no provienen de otra persona, sino de sí mismo, y que cuanto el artista expresa, él mismo pensaba, hace tiempo, expresarlo”[22].
(Continuará)
[1] [1] Op. Cit., Editorial Maxtor, Valladolid, 2012, pp. 208-209.
[2] Ibíd., p. 69.
[3] Ibíd., p. 66.
[4] [4] Ibíd., p. 26.
[5] Ibíd., p. 26.
[6] Ibíd., p. 31.
[7] Ibíd., p.163.
[8] [8] Op. Cit., p. 172.
[9] [9] Véase Unamuno, “De arte pictórica”, La Nación, Buenos Aires, 8 de agosto de 1912; o “La escultura honrada”, La Veu de Catalunya, Barcelona, 1 de mayo de 1913. En torno a las Artes, Espasa-Calpe, colección Austral, Madrid, 1976, p. 59 y p. 65. N. del A.
[10] [10] Ibíd., p. 86.
[11] Ibíd. p. 88.
[12] [12] Curiosamente, Tolstoi y Nordau coinciden también en extender su crítica al compositor alemán Richard Wagner. N. del A.
[13] [13] Op. Cit., p. 91.
[14] [14] Ibíd., p. 202.
[15] [15] Ibíd., p. 93.
[16] [16] Ibíd., p. 106.
[17] [17] Ibíd., pp. 108-109.
[18] [18] Ibíd., p. 193.
[19] [19] Ibíd., p.132.
[20] [20] Ibíd., p. 108.
[21] [21] Ibíd., p. 110.
[22] [22] Ibíd., p. 170.
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