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Decía Edgar Quinet sobre la tauromaquia, allá por el siglo XIX, en un bonito libro titulado Mis vacaciones en España:
Este espectáculo, tan fuertemente arraigado en las costumbres, no es un entretenimiento, es una institución. Prende en el fondo mismo del espíritu de este pueblo. Fortalece, endurece, pero no corrompe. ¡Quién sabe si las cualidades más fuertes del pueblo español no están alimentadas por la emulación de los toros, la sangre fría, la tenacidad, heroísmo, el desprecio o la muerte!
Si yo fuera español me guardaría muy bien de tocar en lo más mínimo –en nombre de sutilezas nuevas—a estos juegos heroicos. Querría, al contrario, devolverle todo su esplendor. Suprimid como os aconsejan algunas personas, las corridas de toros y os sentiréis inmediatamente invadidos por el teatro extranjero, el vodevil, las frases de doble sentido, las insulseces y las obscenidades burguesas. Sin contar con que el verdadero arte sale mejor librado con una estocada de Montes que con todo lo otro; os enervaríais y no os civilizaríais. Yo no oigo nunca a los extranjeros aconsejar a España que se deshaga de las corridas, sin pensar en la fábula del león que se recortó sus uñas.
Magníficas palabras, quizá M. Quinet nos haya dado, en estas cortas letras, la clave para entender la necedad anti taurina.
Resulta muy difícil interpretar y sentir la tauromaquia en el mefítico ambiente modernista que nos envuelve y abruma, deshumanizado, bestializado, con los valores trastocados.
Tan trastocados andamos por la presión de una moralina sensiblera y enfermiza, que nubla la razón y anula el criterio, que comenzamos a aplicar conceptos exclusivamente humanos (cuidado, Real Academia de la Lengua) al resto de los animales, e incluso, tal parece especialmente en los últimos tiempos, a la tierra toda, en un torpe, pero útil, panteísmo naturalista: asesinato, compasión, inocencia, etc.
El toro no es un tierno animalito (afortunadamente) que vive en las dehesas con sus hermanos y el resto de sus congéneres en feliz armonía. El toro se mata en el campo porque la naturaleza es cruel, y está encaminada a la sobrevivencia de las especies, y el predominio (por tanto) de los genes del más fuerte; la naturaleza no tiene en cuenta al individuo, no tiene compasión, el único que puede tener caridad y dar importancia al individuo es el ser humano.
Perdidas las referencia, la capacidad de discernimiento, necesitamos humanizar y volcar nuestra empatía hacia sustitutos espurios, incluidas las más torpes aberraciones humanas de comportamiento, que parece que hoy se prefieren y protegen por encima de lo natural y lo honesto.
Esto nos lleva al igualitarismo más execrable e inmoral, otorgando los mismos atributos a mi padre, que al gato del vecino (quizá por eso todos los votos son iguales), ambos, oí decir, son seres vivos. En estos tiempos que corren, tan ayunos de juicio, es mucho pedir que entiendan que la moral, la caridad, tiene una jerarquía y un orden, pues de ninguna de estas cosas se entiende ya.
El toro bravo (y la vaca, claro, que me van a censurar el ensayo) es un monumento a la bravura y a la belleza, dos conceptos magníficos, hoy amenazados por la relatividad, la sinrazón y la falta de estilo. Tal parece que estos conceptos están reñidos con la fea modernidad progresista, naturalmente.
Por eso la tauromaquia se llama fiesta brava, porque eso es, un homenaje a la bravura, símbolo de España, que se manifiesta en un rito, en una liturgia. ¡Qué sabrán hoy de eso!
Claro que a los progresistas, y a todo el Nuevo Orden Mundial, no les gusta la tauromaquia, compendio de virtudes hidalgas: valor, elegancia, temple, generosidad, virilidad… Quizá les recuerde aquello que ellos nunca podrán ser.
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