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Que el Gobierno de España está en manos de Satanás es cosa indudable para cualquiera que sepa que este ser infinitamente siniestro existe, por mucho que se quiera esconder de nuestros ojos. Ya sabemos que el diablo es muy cuco y que si se manifestara directamente al mundo concediendo una entrevista por televisión solo los socialistas, los comunistas y los liberales le seguirían complaciendo, en la confianza de ser recompensados por ello con algún cargo de relevancia en el infierno, libre de toda clase de padecimientos. El resto de políticos, los que le prestan servicios a jornada parcial y se agrupan bajo las siglas del Partido Popular, saldrían corriendo cobardemente solo con ver proyectadas sobre una pared del Congreso la sombra de su cornamenta y percibir el olor sulfuroso que le suele acompañar. Y, en tal caso, enmendarían su comportamiento dejando de apoyar las propuestas de esos que, a la izquierda de su pensamiento, deberían rechazar como enemigos naturales pero con los que acaban compadreando. Al fin y al cabo, estos políticos descafeinados, desnatados, sin lactosa y sin glutén, todavía conservan en un rincón polvoriento de su alma reminiscencias de la conciencia cristiana que un día sus maestros les inculcaron, aunque hoy la tengan anestesiada bajo los efluvios embriagadores que emanan de las delicias del mundo. Este es el caso del alcalde de Madrid, el niño Almeida, ese colegial resabiado al que le falta un hervor para quedarse también sin vitaminas y sin hidratos de carbono. Ese niñato, que por seguir en su puesto aceptaría degollar gallinas en una misa negra, le ha vendido su alma al rey de las tinieblas a cambio de que esos concejales a los que tiene colocados en el Pleno del Ayuntamiento le aprueben los presupuestos municipales, y todo ello para no tener que ceder a las presiones de Vox, lo que sería para él políticamente incorrecto y le acarrearía una dura amonestación de su patrón Pablo Casado, quien le defiende y ampara en su lucha ideológica contra una Isabel Ayuso que le va pisando los talones. Y el diablo, que atiende solícito a quien pide su ayuda y le promete ser malo, le pidió a cambio dos cosas: la primera, que le consagrara una vez más la ciudad con un acto simbólico que consistía en dedicarle una calle a una de sus hijas predilectas recientemente fallecida, famosa por escribir cochinadas e irreverencias, y, la segunda, que le retirara todo apoyo financiero a la Fundación Madrina, que atiende a mujeres embarazadas sin recursos; esto le sería especialmente grato, porque empujaría a muchas mujeres indefensas al aborto, esa interrupción voluntaria del embarazo que puede reanudarse tranquilamente el día del Juicio Final. Ya se sabe que al diablo le encantan los bebés; pero no porque sea muy tierno y amoroso con los niños sino porque -cosas inexplicables de la teología- la sangre derramada en sus holocaustos parece tener para él los efectos de un poderoso elixir que le vivifica y empodera.
En resumidas cuentas, ya no se puede decir hoy día “De Madrid al Cielo”. Algunos sí podrán decirlo cuando partan al más allá desde su particular cementerio, porque siempre habrá votantes de Vox; pero esa gran mayoría de pecadores que entregan al diablo el oro de sus almas a cambio del falso oropel que adorna las vanidades que idolatran, ésos irán a otro lugar que menciono en el título de este artículo. Así que hago una dura advertencia al alcalde Almeida en forma de pareado:
“O se arrepiente y se enmienda
o Satán se lo merienda”.
Y es que el diablo se las sabe todas y no hay quien pueda pillarle en un renuncio. De hecho, no renuncia nunca a ninguno de sus logros. Es tan cuco, tan cuco, que las personas de ideología izquierdista no sospechan ni por asomo lo que se cuece y recuece en ese mundo sutil e invisible desde el que nos vigila y nos tienta. Pero yo se lo explicaré una vez más en rima ondulante, aunque sigan ciegos, sordos y privados de toda razón:
Cuando el diablo trabaja
de nuestra vista se aleja:
nos ve por una rendija
desde el mundo en que se aloja
y como es malo y granuja
al pecado nos empuja,
de la virtud nos despoja
y el alma nos desvalija.
Es tan vil que se asemeja
al timador que agasaja
al poseedor de una alhaja
y con coba le aconseja
que a venderla se dirija
a un compinche que él escoja
-que al que engatusa lo estruja,
pues lo enreda y emburuja-
por si en sus manos la afloja
creyendo ser baratija.
En su actitud nunca ceja,
pues que truca su baraja
jugando con gran ventaja
contra aquel al que empareja,
teniendo su vista fija
en provocar su congoja;
y su maldad sobrepuja
la de cualquier brujo o bruja,
pues sabe que a quien recoja
se lo lleva en su valija
y al final, tras una reja,
lo martiriza y lo ultraja.
En el infierno rebaja
los humos de quien se queja
apretando una clavija,
que de candente está roja,
con la que va y apretuja
su espíritu y lo atortuja
todo lo que se le antoja
pues esto le regocija.
Así lo aflige, lo veja
y su moral resquebraja.
Y una vez que lo estiraja,
lo muele y lo desmadeja,
convirtiéndolo en hornija,
lo trincha como a una hoja
con un tridente o aguja
y en fuego lo somorguja
como el que en vino remoja
el pan para una torrija.
Y allí un buen rato lo deja
mientras se va y se relaja.
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