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Leo en el blog de Religión en Libertad que, una autopercepción tan temprana en nuestra historia que ya la advierte en su obra «Epístola apologética» un gran autor hispanomusulmán como lo es Abü Muhammad ‘Alí ibn Hazm (994-1064), para quien «con doble animosidad que en ningún otro país, los españoles sienten envidia del sabio que nace entre ellos, minusvaloran cuanto hace, critican sus aciertos y se ensañan con sus errores», aunque esa España a la que él se refería no fuera la que hoy entendemos por tal, sino la no por ello menos española España califal de Córdoba.
Tal debía de ser también la opinión del gran humanista español Juan Luis Vives (1492-1540), cuando en la carta que en 1533 le escribe Rodrigo Manrique, hijo del Inquisidor General, éste le dice:
«Es del todo cierto lo que dices que nuestro país es una tierra de envidia y de insolencia».
El gran Fray Luis de León (h.1527-1591), en uno de los poemas más hermosos de la lengua española, cree conocer bien al poderoso enemigo capaz de dar con sus huesos en una cárcel de la Inquisición:
«Aquí la envidia y mentira
me tuvieron encerrado.
Dichoso el humilde estado
del sabio que se retira
de aqueste mundo malvado,
y con pobre mesa y casa,
en el campo deleitoso
con sólo Dios se compasa,
y a solas su vida pasa,
ni envidiado ni envidioso»
Describe Antonio Machado en su poema «Por tierras de España» a un español, y lo hace con estas palabras:
«Los ojos siempre turbios de envidia o de tristeza,
guarda su presa y llora la que el vecino alcanza;
ni para su infortunio ni goza su riqueza;
le hieren y acongojan fortuna y malandanza».
El gran D. Ramón Menéndez Pidal (1869-1968) llama a la envidia «pasión muy humana, por cierto, pero demasiado española».
Comparando tres grandes pueblos de Europa, el nobel Camilo José Cela (1916-2002) sostenía que el pecado español era la envidia, como el anglosajón la hipocresía, y el francés la avaricia.
Gonzalo Fernández de la Mora (1924-2002), gran pensador español y excelente ministro de Obras Públicas en los años del desarrollismo español entre 1970 y 1974, en su obra «Envidia igualitaria», asegura con tristeza que la envidia «es un sentimiento cuya patria es el mundo, pero cuya residencia favorita está entre los hispanos […] De todas las grandes naciones europeas, España es la que más ha caído en la edad contemporánea porque el igualitarismo envidioso ha actuado en ella más enérgicamente que en otras naciones».
El escritor Fernando Díaz Plaja (1918-2012), autor de «El español y los siete pecados capitales» realiza esta curiosa afirmación:
«Parece mentira que el pueblo más generoso del mundo sea probablemente el más envidioso; una de las tantas paradojas del alma española».
El escritor Arturo Pérez Reverte sostiene que «el español es genéticamente vil, envidioso y violento».
Pero si algún literato español se siente implicado con el tema de la envidia española ese no es otro que el atormentado Unamuno (1864-1936), que incluso escribe un ensayo que titula «La envidia hispánica», cuyo contenido se describe por sí mismo. En él llama a la envidia «la íntima gangrena española», «la lepra nacional española», «el fermento de la vida social española».
El gran D. Miguel incluso va más lejos al asegurar que «esta nuestra llaga de abolengo se la transmitieron nuestros abuelos a los pueblos hispanoamericanos, y en ellos ha florecido, con su flor de asafétida, creo que aún más que entre nosotros».
Repara también en la envidia española algún autor no español, lo que empieza a parecer más alarmante. Como muestra valga el testimonio del embajador veneciano en la Corte de Felipe III Simon Contarini en su obra «Relación que hizo a la República de Venecia Simón Contarini al final del año de 1605 de la embajada que había hecho en España», en la que afirma:
«La envidia ninguna nación la tiene entre sí mayor».
De manera suficientemente elocuente, en su libro «Consideraciones sobre el gobierno representativo», el filósofo británico John Stuart Mill (1806-1873) añade:
«Los españoles persiguen con envidia a todos sus grandes hombres, les amargan la existencia y generalmente, logran detener pronto sus triunfos».
Pero no sólo al nivel de los grandes intelectuales patrios (y alguno no patrio como hemos visto) funciona esta percepción. Estoy seguro de que si fuéramos a la Asesoría jurídica del Cuartel General o a la Sección de Inteligencia y Seguridad del Ejército de Tierra en la Calle Prim de Madrid e hiciéramos una rápida encuesta sobre cuál es el pecado de estos ínclitos, nombrados en cabecera de artículo, saldría ganando con mucho la envidia. En lo que no deja de concurrir una curiosa paradoja, cual es la de que todos nos atribuimos la envidia como pecado colectivo, como pecado nacional, pero pocos, muy pocos, como pecado personal y propio. Lo que finalmente conduce a una segunda paradoja, «la gran paradoja»: que más que envidiosos, nos sentimos los españoles «envidiados», eso sí, por otros españoles.
El antiquísimo refrán ‘Si la envidia fuera tiña, ¡cuántos tiñosos habría!’ ha sido ampliamente utilizado a lo largo de varios siglos para indicarnos que el sentimiento de envidia en los seres humanos (deseo de algo que otra persona posee) está muy extendido entre la sociedad y, en caso de ser un trastorno, el planeta estaría repleto de enfermos por esa dolencia.
Y como ejemplo en el refrán se menciona la tiña, la cual es realmente una afección que consiste en una infección de la piel producida por ciertos parásitos que causa la aparición de unas erupciones cutáneas que llegan a ser altamente molestas (por el picor y escozor que produce) y que al rascarse provoca que queden ulceraciones y costras. También se la considera como altamente contagiosa, como hemos podido comprobar en la Calle Prim, a través del contacto directo, ya sea entre personas, animales de compañía (que también pueden padecerla) u objetos que hayan estado en contacto con alguien infectado (toallas, sabanas, ropa, peines, brochas de maquillaje…).
Al tratarse la tiña de una enfermedad que era muy común que fuese padecida por las clases más bajas, véase el ejemplo moral de estos interfectos, y ante el prejuicio y convicción que existía, de que éstos eran por naturaleza envidiosos de lo que poseían los demás, surgió la analogía entre la enfermedad infecciosa (tiña) y el sentimiento de desear lo del prójimo (envidia).
Cabe señalar que el término tiña también existe como sinónimo de mugre o suciedad (se supone que proviene de quienes parecían la enfermedad, pues iban sucios y desaliñados) e incluso se utiliza como un equivalente a tinte o a algo que está teñido, por lo que son bastantes las personas que emplean el mencionado ‘tiñosos‘ del refrán no para referirse a la infección sino al hecho de tener la piel teñida que no sería nada más que un benevolente caso en cuestión, que no es el suyo, pues es el de mente mugrienta y sucia por la envidia .
Que hagan Vds. mucho bien y que no reciban menos de lo que les tengo preparado en el Juzgado. Y no envidien Vds. hombre, que está muy feo y es el pecado más asqueroso del mundo.
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