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El 29 de noviembre de 1979 se votó en el Congreso de los Diputados el primer Estatuto catalán de la democracia (en realidad, una partitocracia, una oligarquía o incluso una oclocracia). Únicamente un diputado votó en contra, Blas Piñar, del partido Fuerza Nueva. No solo por el contenido, también por la forma del discurso pronunciado por quien, sin duda, es uno de los mejores oradores de la Historia de España, me permito recuperar algunas de las palabras entonces empleadas: “Porque la unidad de la Nación, que se hizo en la época de Recaredo, fue rehecha después de la invasión musulmana, desde Covadonga, del valle del Liébana y de la Marca Hispánica. Porque los reinos de España y sus dinastías no pretendieron otra cosa que reconstituir la Unidad política y geográfica que coronaron los reyes de Aragón y Castilla, Fernando e Isabel. Porque España no es una yuxtaposición de regiones y de supuestas nacionalidades, sino que estas son la expresión y la configuración del alma rica de la Nación española. Porque con nacionalidades y con estatutos de autonomía no puede aplicarse el principio de solidaridad, como lo demuestra incluso el régimen preautonómico. Porque amo a mi Patria, y amo a Cataluña y a Euskalerria, en España, por España y para España. Porque quiero que dentro de dos generaciones se pueda ser español y catalán; y catalán y español; y vasco y español; y español y vasco; por esas razones, entre otras fundamentales, he votado que no. Hoy, como decía José Antonio, me duele especialmente España”.
Dos generaciones más tarde, el Estado Federal español por el que el globalismo trabaja con denuedo está a punto de encarnarse. Tras el Estatuto catalán del 79 vino el de 2006 de la mano de Zapatero, y es evidente que ya hay otro en marcha, e Iceta, el hombre elegido por Sánchez para hacer de portavoz ante los separatistas, ha dicho que “a la mesa con Cataluña yo llevaría la reforma constitucional para una España Federal”. Supuestamente, los indultos van a traer la “concordia entre los españoles”, a “solucionar el conflicto catalán” y a “cerrar de una vez la división y el enfrentamiento” (según Sánchez). Sin embargo, los depredadores, que piensan volver a delinquir para terminar de destruir España, han probado la sangre y no piensan dejar escapar a la presa: “el indulto demuestra las debilidades del Estado” (Junqueras). Pedro Sánchez es como el legendario Conde Don Julián que facilitó, según cuenta la leyenda, el paso de los invasores a España para saciar una venganza personal. En el caso de Sánchez y de otros muchos resentidos socialdemócratas que le votan, esa venganza se dirige contra España, a la que siempre han odiado, en la mayoría de los casos desde la ineptitud, la necedad y el complejo. Ello ha permitido que suceda lo que, según Roberto Centeno, es “la mayor traición a España desde la de los hijos de Witiza y el obispo Oppas en julio del 711 en Guadalete”. Poco podemos hacer para evitarlo, estando maniatados; y flaco favor nos hacen los “centristas”, los “moderados” o los “partidarios de la Tercera España” que, como Trapiello en su discurso de Colón, gastan más saliva en diferenciarse de los supuestos “fachas” —comprando, con ello, el discurso y las reglas de juego que los social-comunistas y los separatistas imponen—; y en justificar, acomplejados, su disidencia después de una estricta militancia “progre”; que en brindar razones para oponerse a los indultos, a un nuevo Estatuto y a un Estado Federal. Les preocupa menos la Unidad de España que lo que digan los titulares al día siguiente.
No hay nada más sagrado, sin embargo, que la propia Unidad de España: ni la Constitución, ni la Monarquía, ni la Justicia, ni el Estado, ni la Nación. Según Blas Piñar, “la Constitución significa triturar y deshacer España. El pueblo español debe oponerse a que España desaparezca”. Igual que en el 79, quienes defendemos la tradición y la historia de España nos encontramos acorralados y abochornados por la cochambre circundante y por la ignominia que supone tener que jugar una partida amañada por los tahúres de la política.
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