22/11/2024 00:00
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Mi buen amigo, compañero y admirado Víctor Márquez Reviriego, el mejor cronista parlamentario de la Transición, tuvo hace unos años la idea genial de entrevistar a grandes personajes muertos de la Historia, la Literatura y el Pensamiento y las Artes ( cansado, tal vez, de entrevistar a los vivos) y bautizó la serie como » AUTÉNTICAS ENTREVISTAS FALSAS» (al final hizo 40, desde Miguel de Cervantes a Julio Verne, Menendez Pidal, Ortega y Gasset, Azaña. Darwin, Sartre, Unamuno, Baroja y así dos o tres años en la revista «Leer»)

Víctor Márquez Reviriego

Pues bien, siguiendo su ejemplo, aunque no su estilo, que es muy personal, y estudiando la personalidad de Pedro Sánchez, el actual, y si no me equivoco eterno, Presidente del Gobierno, para la biografía  de su vida y milagros que estoy escribiendo… por cierto que estoy atrancado en su árbol genealógico, ya que no encuentro el origen de su apellido CASTEJÓN (hace años corrió el rumor, rápidamente desmentido, de que le venía por ser nieto del general franquista D. Antonio Castejón… nieto, desde luego no, pero bisnieto sí pudiera ser) se me ocurrió leer el famoso «Tiberio» de Marañón, donde expone y desarrolla su Teoría del Resentimiento, por ver si el Sr. Sánchez es o no un Resentido y por eso actúa de manera tan anómala como lo está haciendo ( y  he dicho leer y en realidad es releer, porque curiosamente yo leí el «Tiberio» porque su autor, Don Gregorio Marañón Moya, tuvo el detalle de regalarme y dedicarme un ejemplar poco antes de morir, cuando intentaba salvarle la vida a la mujer de un amigo de mi pueblo en el San Carlos, de la calle Atocha de Madrid. Otro día contaré esa historia)… Me fui a su obra para hacerle esta «Autentica entrevista falsa». Mi primera pregunta fue directa: ¿Puede ser Pedro Sánchez un resentido? Y, claro está, casi antes de preguntarle ya me estaba respondiendo: ¿y qué puede pensarse de un hombre  

falto de generosidad,

ambicioso sin límites

sin conciencia

mal dotado para el amor y la amistad

orgulloso de sí mismo hasta el infinito

vengativo

(el que se la hace se la paga)

mentiroso por placer

de nula moral (si las cosas le van mal)

con apariencia de bondad (si las cosas le van bien)

traidor cuando le favorece

truhan por naturaleza

tahúr de la noche a la mañana

cuando si es Concejal quiere ser Alcalde,

y si es Alcalde, gobernador

y si es gobernador quiere ser Ministro

y si es Ministro, Presidente del Gobierno

y si está en una Monarquía quiere ser Rey

y si está en una República, Presidente

y seguro que cuando se muera si va al Cielo querrá  ser Dios

y si va al Infierno, el Demonio.

SEGURO, SEGURO, SEGURO…  D. PEDRO SÁNCHEZ PÉREZ CASTEJÓN, EL ACTUAL PRESIDENTE DEL GOBIERNO DE ESPAÑA… ES UN RESENTIDO… Y UN RESENTIDO PELIGROSO            

Pregunta: Dr. Marañón: Unamuno decía que entre los Pecados Capitales no figura el resentimiento y, según él, es el más grave de todos los pecados, más que la ira, más que la soberbia. ¿está usted de acuerdo?

Respuesta: Es difícil definir la pasión del resentimiento. Una agresión de los otros hombres, o simplemente de la vida, en esa forma imponderable y varia que solemos llamar «mala suerte», produce en nosotros una reacción, fugaz o duradera, de dolor, de fracaso o de cualquiera de los sentimientos de inferioridad. Decimos entonces que estamos «doloridos» o «sentidos». La maravillosa aptitud del espíritu humano para eliminar los componentes desagradables de nuestra conciencia hace que, en condiciones de normalidad, el dolor o el sentimiento, al cabo de algún tiempo, se desvanezcan. En todo caso, si perduran, se convierten en resignada conformidad. Pero, otras veces, la agresión queda presa en el fondo de la conciencia, acaso inadvertida; allí dentro, incuba y fermenta su acritud; se infiltra en todo nuestro ser; y acaba siendo la rectora de nuestra conducta y de nuestras menores reacciones. Este sentimiento, que no se ha eliminado, sino que se ha retenido e incorporado a nuestra alma, es el «resentimiento».

Pregunta: ¿Y quién es para usted resentido?

Respuesta: Si repasamos el material de nuestra experiencia —es decir, los hombres resentidos que hemos ido conociendo en el curso de la vida, y los que pudieron serlo porque sufrieron la misma agresión, y no lo fueron sin embargo— la conclusión surge claramente. El resentido es siempre una persona sin generosidad. Sin duda, la pasión contraria al resentimiento es la generosidad; que no hay que confundir con la capacidad para el perdón. El perdón, que es virtud y no pasión, puede ser impuesto por un imperativo moral a un alma no generosa. El que es generoso no suele tener necesidad de perdonar, porque está siempre dispuesto a comprenderlo todo; y es, por lo tanto, inaccesible a la ofensa que supone el perdón. La última raíz de la generosidad es, pues, la comprensión. Ahora bien, sólo es capaz de comprenderlo todo, el que es capaz de amarlo todo.

El resentido es, en suma, allá en el plano de las causas hondas, un ser mal dotado para el amor; y, por lo tanto, un ser de mediocre calidad moral.

Digo precisamente «mediocre», porque la cantidad de maldad necesaria para que incube bien el resentimiento no es nunca excesiva. El hombre rigurosamente malo es sólo un malhechor; y sus posibles resentimientos se pierden en la penumbra de sus fechorías. El resentido no es necesariamente malo. Puede, incluso, ser bueno, si le es favorable la vida. Sólo ante la contrariedad y la injusticia se hace resentido; es decir, ante los trances en que se purifica el hombre de calidad moral superior. Únicamente cuando el resentimiento se acumula y envenena por completo el alma, puede expresarse por un acto criminal; y éste, se distinguirá por ser rigurosamente específico en relación con el origen del resentimiento. El resentido tiene una memoria contumaz, inaccesible al tiempo. Cuando ocurre, esta explosión agresiva del resentimiento suele ser muy tardía; existe siempre entre la ofensa y la vindicta un período muy largo de incubación. Muchas veces la respuesta agresiva del resentido no llega a ocurrir; y éste, puede acabar sus días en olor de santidad. Todo ello: su especificidad, su lenta evolución en la conciencia, su dependencia estrecha del ambiente, diferencia a la maldad del resentido de la del vulgar malhechor.

Pregunta: ¿Tiene alguna relación el resentimiento con la inteligencia?

Respuesta: Otros muchos rasgos caracterizan al hombre resentido. Suele tener positiva inteligencia. Casi todos los grandes resentidos son hombres bien dotados. El pobre de espíritu acepta la adversidad sin este tipo de amarga reacción. Es el inteligente el que plantea, ante cada trance adverso, el contraste entre la realidad de aquél y la dicha que cree merecer. Mas se trata, por lo común, de inteligencias no excesivas. El hombre de talento logrado se conoce, en efecto, más que por ninguna otra cosa, por su aptitud de adaptación; y, por lo tanto, nunca se considera defraudado por la vida. Ha habido, es cierto, muchos casos de hombres de inteligencia extraordinaria e incluso genios, que eran típicamente resentidos; pero el mayor contingente de éstos se recluta entre individuos con el talento necesario para todo menos para darse cuenta que el no alcanzar una categoría superior a la que han logrado, no es culpa de la hostilidad de los demás, como ellos suponen, sino de sus propios defectos.

Pregunta: Doctor, envidia, odio, resentimiento ¿qué tienen de común o en qué se diferencian?

Respuesta: Debe anotarse que el resentimiento, aunque se parece mucho a la envidia y al odio, es diferente de los dos. La envidia y el odio son pecados de proyección estrictamente individual. Suponen siempre un duelo entre el que odia o envidia y el odiado o envidiado. El resentimiento es una pasión que tiene mucho de impersonal, de social. Quien lo causa, puede haber sido no este o aquel ser humano, sino la vida, la «suerte». La reacción del resentido no se dirige tanto contra el que pudo ser injusto o contra el que se aprovechó de la injusticia, como contra el destino. En esto reside lo que tiene de grandeza. El resentimiento se filtra en toda el alma, y se denuncia en cada acción. La envidia o el odio tienen un sitio dentro del alma, y si se extirpan, ésta puede quedar intacta. Además, el odio tiene casi siempre una respuesta rápida ante la ofensa; y el resentimiento es pasión, ya lo hemos dicho, de reacciones tardías, de larga incubación entre sus causas y sus consecuencias sociales.

 

Pregunta: ¿Hay alguna relación entre la timidez o la hipocresía con el resentimiento?

Respuesta: Coincide muchas veces el resentimiento con la timidez. El hombre fuerte reacciona con directa energía ante la agresión y automáticamente expulsa, como un cuerpo extraño, el agravio de su conciencia. Esta elasticidad salvadora no existe en el resentido. Muchos hombres que ofrecen la otra mejilla después de la bofetada no lo hacen por virtud, sino por disimular su cobardía; y su forzada humildad se convierte después en resentimiento. Pero, si alguna vez alcanzan a ser fuertes, con la fortaleza advenediza que da el mando social, estalla tardíamente la venganza, disfrazada hasta entonces de resignación. Por eso son tan temibles los hombres débiles —y resentidos— cuando el azar les coloca en el poder, como tantas veces ocurre en las revoluciones. He aquí también la razón de que acudan a la confusión revolucionaria tantos resentidos y jueguen en su desarrollo importante papel. Los cabecillas más crueles tienen con frecuencia antecedentes delatores de su timidez antigua y síntomas inequívocos de su actual resentimiento.

Asimismo, es muy típico de estos hombres, no sólo la incapacidad de agradecer, sino la facilidad con que transforman el favor que les hacen los demás en combustibles de su resentimiento. Hay una frase de Robespierre, trágico resentido, que no se puede leer sin escalofrío, tal es la claridad que proyecta en la psicología de la Revolución: «Sentí, desde muy temprano, la penosa esclavitud del agradecimiento». Cuando se hace el bien a un resentido, el bienhechor queda inscrito en la lista negra de su incordialidad. El resentido ronda, como animado por sordos impulsos, en torno del poderoso; le atrae y le irrita a la vez. Este doble sentimiento le ata amargamente al séquito del que manda. Por esto encontramos tantas veces al resentido en la corte de los poderosos. Y los poderosos deben saber que a su sombra crece inevitablemente, mil veces más peligroso que la envidia, el resentimiento de aquellos mismos que viven de su favor.

Es casi siempre el resentido, cauteloso e hipócrita. Casi nunca manifiesta a los que le rodean su acidez interior. Pero debajo de su disimulo se hace, al fin, patente el resentimiento. Cada uno de sus actos, cada uno de sus pensamientos, acaba por estar transido de una indefinible acritud. Sobre todo, ninguna pasión asoma con tanta claridad como ésta a la mirada, menos dócil que la palabra y que el gesto para la cautela. En relación con su hipocresía está la afición del resentido a los anónimos. La casi totalidad de éstos los escribe, no el odio, ni el espíritu de venganza, ni la envidia, sino la mano trémula del resentimiento. Un anonimista infatigable, que pudo ser descubierto, hombre inteligente y muy resentido, declaró que al escribir cada anónimo «se le quitaba un peso de encima»; me lo contó su juez. Pero, a su vez, el resentido, sensible a la herida de sus armas predilectas, suele turbarse hasta el extremo por los anónimos de los demás.

Pregunta: Doctor Marañón ¿en qué profesión cree usted que hay más resentidos?

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Respuesta: Entre los políticos, sin duda. El político siempre cree que no está en el puesto que le corresponde, que él se merece más… y por eso nunca está satisfecho. Si es Concejal, quiere ser Alcalde… Y cuando es Alcalde quiere ser Gobernador… Y cuando es Gobernador quiere ser Director General…Y cuando lo es ya quiere ser Ministro… Y luego Presidente del Gobierno… Y si lo es en un Régimen Monárquico querría ser el Rey y si lo es en una República, querrá ser sin duda, el Presidente de la Republica… Es la personalidad propia del resentido. Quizás porque en el resentimiento no hay limites ni fronteras y por ello su lema o su norte es «el fin justifica los medios» .

Pregunta: Doctor, y ahora le pido que me responda con sinceridad. Se dice que usted ha escrito el «Tiberio» donde expone su «Teoría del Resentimiento» pensando en un político muy concreto… ¿nos podría usted decir qué político le sirvió de modelo?

Respuesta: Mire usted, cuando se dice que Maquiavelo escribió «El Príncipe» tomando como modelo a Fernando el Católico o a Cesar Borgia, yo me rio. El escritor es mucho más amplio que eso. Una teoría es mucho más que un individuo… aunque, naturalmente, la vida y las acciones de algunos personajes son tan curiosas que pueden transformarse en teorías…Pero, si usted lo que quiere es que le diga quién me sirvió a mi de referencia se lo digo: Don Manuel Azaña.

Pregunta: Doctor ¿Y cómo pueden frenarse las ambiciones de un político resentido?

Respuesta: No hay frenos posibles. El resentido siempre piensa que está siendo injustamente tratado y por tanto no renuncia a sus ambiciones.

Pregunta: ¿Y es cierto, doctor que tu Tiberio acabó loco en la isla de Capri?

Respuesta: En parte sí y en parte no. Porque no siempre el resentimiento acaba en locura y hay tipos de locura que no son resentimientos. Es cierto que Tiberio se retiró a la isla dolorido contra la humanidad entera, concentrado, huido en sí mismo hasta la angustia, y remediablemente aislado, no solo de su medio vivo, sino de sus recuerdos y sus esperanzas, sin pasado ya y sin por vivir. Con el alma así, el cuerpo no está para orgias. Se dijo, ya entonces, que Tiberio había perdido la razón y lo repiten algunos comentaristas modernos. No hay, sin embargo, en los datos que nos han transmitido los contemporáneos, motivos para hacer un diagnóstico psiquiátrico preciso del emperador; ni aún contando con la sospecha de que hubiera sido sifilítico. Tiberio era, esto es seguro, un esquizoide; pero no estaba loco. La terrible angustia del resentimiento dio a los últimos años de su vida ese acento de anormalidad, que no es locura, aunque puede confundirse con ella. No es acción de loco, pero sí de anormal la huída de Roma; así como su resistencia a volver, durante once años, a pesar de todas las conveniencias; y anormales son, sobre todo, los trágicos intentos de acercarse a la ciudad, que comentaremos en seguida. No era, pues, un demente sádico. Como igualmente inadmisible es el cuadro que nos quieren pintar los historiadores simplistas, de un viejo casi patriarcal que buscaba el descanso de una vida triste y larga y el alivio de los sentidos y del alma sumergiéndolos en los atardeceres incomparables del golfo napolitano. Era, sencillamente, un hombre a quien la pasión había hecho anormal.

La prueba más concluyente de esta anormalidad de Tiberio nos la da la leyenda. Anormalidad no es locura; pero precisamente por lo que tiene la anormalidad de ambigua y porque no suscita las actitudes definidas de defensa o de piedad que la locura sugiere, es por lo que los simples anormales del espíritu han perturbado tantas veces los hogares o los pueblos; con mucha más frecuencia, desde luego, y con mayor gravedad que los locos rematados. Sobre un loco no se crean las leyendas; la locura es, ya por sí, leyenda para la multitud; la gran leyenda se forma sobre el anormal cuya conducta, entre luces y sombras, no acertamos a comprender. Sobre este hombre, que no estaba loco ni tampoco enteramente cuerdo; que entraba y salía sin sentido aparente de Capri para volver a encerrarse en las mansiones inaccesibles de la isla; que pasaba por los caminos rodeados de soldados que alejaban a golpes a los curiosos; sobre este príncipe razonable y a la vez incomprensible, que sobrevivía implacablemente a la muerte de los suyos; que hacía pasar a su favorito, en una horas, desde el absoluto poder hasta el suplicio; que perseguía a los amigos de Agripina y a los de Sejano con crueldad disfrazada de estricto legalismo, que venía morir, voluntariamente, a su lado a su mejor amigo, sobre este prudente administrador de un pueblo gobernado con acierto y, a la vez, aterrado por las delaciones; sobre su personalidad indecisa, compleja y misteriosa, era, pues, donde debían formarse las leyendas.

Pregunta: Según Suetonio Tiberio transformó la isla en un burdel y la depravación alcanzó limites más allá de lo humano… ¿es cierto, Doctor?

Respuesta: Sí y no. Vuelvo a repetírtelo. Porque la crueldad que apareció en su vida está llena de matices refinados y hasta de evidente invención popular… ; como la de aquel pescador que, por haberle asustado, acercándosele de improvisto para ofrecerle un  pez, le hizo refregar ferozmente con él la cara; y como el desgraciado, que era, como su César, humorista, se felicitase todavía, entre aves de dolor, por no haberle ofrecido una langosta, Tiberio, para seguirle el humor, hizo traer una langosta y reproducir, con su caparazón erizado de púas, la cruel fricción.

La leyenda de esta sutil crueldad creó la de los vicios y aberraciones sexuales. El pueblo tiene siempre despierto el sentido del sadismo. Asociar el placer sexual al dolor, es instintivo en las gentes en los momentos de depravación colectiva o de terror social. En la reciente revolución española, la leyenda formada sobre la realidad indudable de la crueldad se asoció inmediatamente a la de una serie complicada de aberraciones sexuales, que decían haber visto, y, sin duda, lo creían, gentes hasta entonces veraces; con la misma dudosa verdad con que en Roma se contaban en los corrillos los misterios eróticos de las grutas de Capri. En toda conmoción social hay historias parecidas; y estoy convencido de que se deben acoger, en cada caso, con idéntica reserva.

Dr. Marañón

También debió exagerar la leyenda el espectáculo indudable del miedo de Tiberio en sus últimos años. Es Evidente, no obstante, que es terror existió. Algunos, como Ramsay, suponen que llegó a ser un verdadero delirio persecutorio; y, a veces, sin duda lo parecía. Un edicto imperial impedía que nadie se acercase por los caminos, ni siquiera desde lejos, al emperador; soldados de su confianza le seguían por todas partes; y las mismas cartas de Tiberio al senado traducen el pavor en que de continuo vivía, adivinando en torno suyo asechanzas y conjuras». Angustia, más que miedo; angustia de última hora, que exacerbaba su nativa timidez.

Esta angustia infinita caracteriza a la última etapa de su vida y de su reinado. Angustia del resentido que no encuentra alivio en la venganza ni en el perdón; porque la espina de su inquietud está en la esencia de su propia alma, exenta de generosidad; que huye del mundo para encontrarse a sí misma en la soledad; y la soledad le aterra, porque está demasiado cerca de su desesperación. Ambivalencia de querer y no querer, de poder y no poder; de ansia simultánea del bien y mal; que viven en el espíritu como dos hermanos, a la vez gemelos e inconciliables enemigos.

Pregunta: ¿Y cómo puede ser el final de un resentido?

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Respuesta: Malo, triste y casi siempre trágico… porque el resentido, sobre todo si pierde el poder en sus últimos años, pierde los estribos y el norte de su vida… y entonces ¡ay, entonces puede intentar hundir el mundo! El propio Tiberio lo dijo: «Después de mí, el fuego». 

LA LEYENDA DE LAS DEPRAVACIONES SEXUALES DE CAPRI

La mayoría de los defensores de Tiberio, a partir de Voltaire, atribuyen estas locuras del anciano a calumnias del procaz Suetonio. Olvidan que otro historiados, que muchas veces aprovechan ellos mismos como autoridad para sus apologías, Dión, dice explícitamente de Tiberio que «los amores incontinentes que demostró por los hombres como por las mujeres del más alto nacimiento, le granjearon el desprecio general»; y añade que su amigo Sexto Mario fue acusado de incesto en venganza de haber alejado a su hija del César porque temía que fuese deshonrada por él. «Estos escándalos le valieron el reproche de infame». No dicen, pues, la verdad los historiadores modernos al asegurar que Dión no alude a los escándalos sexuales de Tiberio, pues, como vemos, habla de ellos con rigurosa claridad. Sin embargo, es Suetonio, desde luego, el principal autor de la leyenda, en su pintura, de bárbara crudeza, de una serie de cuadros eróticos y sádicos que tenían por escenario salas obscenamente decoradas en los palacios de Capri o las grutas maravillosas de la isla;  y por protagonista, el viejo libidinoso y sanguinario y un coro de mujeres núbiles y de mancebos y niños. Son de todos conocidos estos cuentos que durante siglos y siglos han inquietado el sueño de los jóvenes estudiantes de humanidades.

Yo soy de los que creen en la absoluta  inverosimilitud de tamaños desafueros. Pero no por las razones que dan, como puestos de acuerdos, los historiadores, a saber, la imposibilidad de que un hombre que había vivido en un régimen de austeridad física y de casi absoluta castidad se lanzase al desenfreno y a las fatigas eróticas que nos describe Suetonio, en una edad en que ya se busca, por lo común, tomar tranquilamente el sol sentados en un banco y encomendar el espíritu a la divinidad: como hacia en Yuste nuestro Carlos V; y también, probablemente, Tiberio en Capri. El argumento que comentamos aparece por primera vez en Voltaire y después en su secuaz Linguet.

La Harpe refutó a Voltaire, aunque sin nombrarle, a través de Linguet, inocente liberal que sirvió para muchas cosas de cabeza de turco y que al fin vio rodar la suya en el cadalso. La Harpe, con su experiencia de abate, debía conocer los misterios del amor harto mejor que el vanidoso Voltaire; y muy justamente apunta que el joven fuerte no tiene necesidad de esas diabluras para gozar de sus horas de amor; el amor más puro es siempre el del más fuerte; y son los débiles y, por lo tanto, los ancianos, los que precisamente han de recurrir, cuando han perdido la cabeza, a las mayores extravagancias para proseguir la carrera de obstáculos del amor. Los médicos tenemos dolorosa experiencia de cómo pueden caer en estos desvaríos incluso hombres que fueron modelo de continencia hasta la extrema vejez. El caso más escandaloso de perversión sexual que yo he conocido ocurrió en un hombre absolutamente respetable por su vida ejemplar hasta que traspuso los setenta años; a partir de esta edad, su instinto descarrió.

Pudieron, pues, ser ciertas en una fase anormal de la senilidad estas locuras de Tiberio y ser perfectamente compatibles con la continencia de su juventud y de su madurez. Pero es menos que probable que lo fueran. Porque Tiberio fue tímido sexual, y quizás, desde joven un impotente. El tímido, jamás deja de serlo; y nunca cambia su habitual recato por las orgias espectaculares que nos describe Suetonio, en una edad en que los motivos de la inhibición del instinto aumentan con la física decadencia. Además, la melancolía y el resentimiento implacables que amargaban su alma cuando se retiró de Roma son incompatibles con esas bacanales escenografías.

Mi escepticismo no se funda, pues, en razones sentimentales, que no siento, de admiración incondicional al César, ni en la pueril argumentación de Voltaire y de otros tiberiófilos, sino en los motivos psicosexuales y sociales a que me acabo de referir.

¿Cuál es, entonces, el origen de la versión del Tiberio corrompido? A boca de jarro se advierte que los episodios de Capri son una leyenda y no tomados ni de las Memorias de Agripa II ni de la carta de Julia I a Augusto, sino creados por la imaginación popular. Son una verdadera «leyenda punitiva», con la que la sociedad castigó a un hombre que era por otros motivos odioso; y le castigó, como suele hacerlo el alma arbitraria de la muchedumbre, por boca de la cual habla Suetonio, con la exageración de sus vicios y con la intención fabulosa de otros nuevos. Más adelante veremos la relación que existe, en la mente popular, entre loa desordenes sexuales, esta vez falsos, y la crueldad, en este caso innegable.

La posterioridad ha absuelto, aunque con reservas, a Tiberio de tales infamias. Lo que no es justo es que la absolución arrastre la de otras culpas que seguramente cometió y de las que, precisamente, esa leyenda es un castigo.

 

La pasión del resentimiento que hemos comentado en este libro explica la doble personalidad de Tiberio ante la Historia y la explosión final de su crueldad, tal vez superada por otros tiranos, pero pocas veces más odiosa que la suya. Tiberio fue un hombre de pasión. Esta pasión -el resentimiento- es laque da el acento anormal de su vida, y es el origen de su leyenda. Leyenda merecida, y, por lo tanto, Historia también.

Pero la pasión sola no explica toda la patética magnitud de la angustia que escapa de su vida y de toda la época de su reinado. Todo, en su tiempo, está impregnado de una ansiedad extrahumana que vaga por el ambiente de Roma, y de la que era el César como su trágica encarnación.

Aquella civilización magnifica, de la que aun se nutre la civilización actual, tenia podridas las raíces; y la conciencia confusa  de la muchedumbre se daba cuenta – tal vez como ahora- que a los esplendores materiales les faltaba el eje inflexible de la ética. Se adivina, bajo el relato de los hechos gloriosos, que aquellos hombres presentían, con estupor y con inquietud, que algo más importante que el andamiaje político del Imperio, todavía robusto, se deshacía bajo sus pies.

 

Autor

REDACCIÓN