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Producto de la educación clasificatoria a la que todo ciudadano se ve obligado a acceder, hemos asumido que las revoluciones son estallidos sociales enormes que, en breve tiempo, alteran el orden social, político y económico establecido para instaurar uno nuevo, radicalmente opuesto a aquel que se derribó. Así, las más famosas revoluciones de la modernidad, la francesa y la rusa, signaron el derrotero y los elementos constitutivos de las futuras: acción rápida, violenta, con resultados visibles para cualquier ciudadano. Pero esa primera lectura, que en nada negaremos, debe considerar un hecho mayor: la transformación operada es tal, que ya no hay retorno atrás. Tan claro lo tuvieron Joseph de Maistre o José Donoso Cortés que, ante los cacareos restauradores de sus mejores amigos, los pensadores más profundos de la sabia reacción mostraban un cierto pesimismo – cuando no, absoluto – pesimismo que les hacía saber que, el mal hecho, era irreversible. Roto el espejo, su reparación afecta no sólo a su propia belleza, sino a la de aquello que intentará reflejar.
El vizconde de Chateaubriand, en 1797, escribió un Ensayo sobre las revoluciones antiguas desde el que quiso comprender lo que estaba padeciendo su atribulada Francia. Tras recorrer la historia griega, romana, y de otras latitudes, el noble francés se pregunta qué religión reemplazará al cristianismo, al que ve agónico y en franco declive, y se responde: o será tal el avance moral y virtuoso de los pueblos que no necesitarán de religión natural, o la fuerza de los musulmanes acabará por derrotar a los europeos. En fin, sin comentarios.
Pero como es intención de este articulista dejar en claro que las revoluciones no hacen su obra en un lapso breve, sino que se atesoran con el tiempo – y se afianzan de manera absoluta en generaciones que no las vivieron – me dedicaré a subrayar una revolución que, a primera vista, pareciera haber sufrido una derrota total, pero que más de cincuenta años después, tiene asegurado su omnímoda dictadura cultural. Me refiero, a lo que se resume, para más fácil comprensión, al mayo del ´68 francés.
¿Qué pedían esos muchachos universitarios de Nanterre a una sociedad que los había alimentado y les permitía acceder a estudios superiores? Absurdos, se dirá: “Imaginación al poder”, “Prohibido prohibir”, “Seamos realistas, pidamos lo imposible”, “La cultura es lo inverso a la vida” y otros eslóganes que siguen siendo útiles para que los adolescentes los peguen en sus mochilas o los repitan en grafitis que pasan desapercibidos para los viandantes, por su carácter repetitivo y poco imaginativo. Pero, más allá de esas consignas sensibleras o de edulcorado asentimiento, el Mayo de ´68 logró su objetivo, con tiempo, sin prisa y sin pausa. Su deseo de una sociedad sin barreras trascendentes – si es que quedaba alguna – sólo entregada al hedonismo de continua ingestión, se ha impuesto. Somos herederos de esa revuelta de niños bien que, abúlicos en su cotidiano desempeño de estudiantes universitarios, rebeldes de marihuana y pacifistas de ocasión, nos legaron una sociedad construida sobre la liquidez de un contrato conveniente entre el capital – ¿Cómo, no eran marxistas? – y sus propuestas solipsistas que ya se hicieron realidad en la virtualidad y la multimedia imperante, donde es tanto lo ocurrido que nada es aprehensible, donde gozar es fluir sin ser, incluso donde es mejor no ser porque menos se sabe qué se es. De todas formas, lo importante es cómo me percibo – ahora; luego puedo cambiar – y disfrutar, divertirse, y consumir. Tríada de la religión que no vio Chateaubriand, pero que intuyó.
Cuando soñamos una utopía, un estado perfecto, algo se nos escapa. Estos chiquilines bien vestidos y bien alimentados del barrio latino, se olvidaron de algo: querían tener el poder por ser jóvenes. Pero, el tiempo es un dios inexorable que ni las cirugías estéticas arredran. Y ya se sabe que no hay nada más patético que un hippie viejo.
En 1969, un año más tarde, Adolfo Bioy Casares publicaba su novela Diario de la guerra del cerdo. La acción se desarrolla en un lapso que va entre los meses de junio y julio del año 1969, aunque no está expresado literalmente, pero que puede sobreentenderse por algunos datos, como el que se ofrece en la página 146 de la edición de 1970, en la que un taxista le comenta a Isidoro Vidal, personaje central de la narración, lo siguiente: «el gobierno es muy abusador, sino fíjese en los teléfonos», una alusión directa a la imposición del pulso telefónico medido, exactamente en ese año de 1969, y que derivó en un enorme aumento del costo del servicio. Pero no es ese dato de color lo más importante, sino la trama argumental que conecta lo anteriormente dicho con esta historia.
Isidoro Vidal es un hombre que si bien está jubilado, está en el límite de la vejez, al punto de que algunos lo encuadran como un “viejo”. Vive en dos piezas de un conventillo del barrio de Palermo de Buenos Aires con su joven hijo Isidorito, a quien debió criar solo, porque su madre, Violeta, los abandonó. A lo largo del relato, observamos que la lucha entre jóvenes y viejos es una constante. Los viejos, incluidos amigos y conocidos de Vidal de largo tiempo atrás, son objeto de ataques y persecuciones que, en algunos casos, acaban con la muerte, como en el caso del vendedor de diarios, don Manuel, a quien en las primeras páginas un grupo de jóvenes mata sin razón alguna. Los viejos se debaten entre los deseos de continuar su vida normal, la indignación y el miedo, e incluso las relaciones familiares comienzan a ser afectadas. La vejez, a la que presenta como la edad de lo repugnante, de lo desvaído y de la muerte, es vista con crudeza. A los personajes “viejos”, incluido Vidal, les cuesta reconocerse como tales e incluso muestran su odio y rechazo a la vejez. Algunos de ellos como merecedores de la violencia de la que son víctimas: corretean a las muchachas, son egoístas y cobardes. El narrador retrata a los jóvenes como violentos y descerebrados, que realizan sus actos sin saber qué causas los guían pero, dentro de la irracionalidad de la situación inserta frases alusivas a una explicación, como: “En esta guerra los chicos matan por odio contra el viejo que van a ser”, “a través de esta guerra (los jóvenes) entendieron de una manera íntima, dolorosa, que todo viejo es el futuro de algún joven. ¡De ellos mismos, tal vez! … matar a un viejo equivale a suicidarse” y “la muerte hoy no llega a los cincuenta sino a los ochenta años, y… mañana vendrá a los cien… Se acabó la dictadura del proletariado, para dar paso a la dictadura de los viejos.” Por otra parte, en forma paralela a estos acontecimientos, el protagonista Vidal encontrará una muchacha que se enamore de él, lo proteja cuando la violencia lo amenace y la guerra del cerdo termine, al menos para él.
Si dejamos de lado la clara alusión casi alegórica a la guerra entre jóvenes y ancianos, un elemento entronca esta novela con los hechos de la revuelta del ’68: los chicos de la clase media acomodada del París universitario no salen a cambiar el mundo para entregar el poder al proletariado – de hecho, muchos de ellos habían sido expulsados tres años atrás del PC por sus heterodoxias – sino por su hastío burgués. Han comprendido que esas banderas amarillentas que en 1917 llevaron a la primera república proletaria, devenida en burocracia criminal tras cincuenta años de dictaduras o de invasiones injustificables como la de Hungría en 1956, o la de Checoslovaquia en ese mismo 1968, no tienen sentido, y que su hastío de niños bien se compensará con hacerle entender al capitalismo que lo que le piden es más apertura para el consumo, disfrazado de imaginación al poder y de otras groseras boberías de libros de autoayuda. Y lo lograron. Más de cincuenta años después, mayo del ’68 ha triunfado: en síntesis, el viejo se casó con la joven, como bien intuyó Bioy, y en ese nuevo orden mundial, los restos psíquicos de un marxismo licuado se unan a la maquinaria comercial del capitalismo único. Como la novela trascurre en Argentina, el genio de Bioy no hace uso de la simbología francesa, porque con los que se llaman “jóvenes turcos” se hace clara alusión a los grupos revolucionarios que, guiados por un líder exiliado, suman su rebeldía dentro de una misma bolsa de gatos que la historia argentina padecerá por un década, entre grupos de un lado, grupos de otro, y un estado criminal.
Cierto es que muchos de los jóvenes que cortaron con su barricadas las calles del barrio latino y que levantaban los adoquines para “recuperar la playa que estaba debajo de ellos” hacían gala de poseer el libro rojo de Mao, nuevo mesías de una revolución cultural de la que en occidente poco se sabía, y siempre bajo el filtro oficial chino. Pero de esa boutade se desprendieron pronto, generalmente vendiendo sus ejemplares a los bukinistes junto al Sena, no sin haber tachado antes sus nombres de la edición poseída para no ser señalados años después. Seguramente, como funcionarios de organismos públicos o de importantes empresas multinacionales, esos jóvenes rebeldes se sientan hoy muy satisfechos: su revolución fue un éxito. Aunque, la segunda hipótesis del Vizconde de Chateaubriand siga latente.
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