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Ignorar la vitalidad del lenguaje es un error –es causa del nazismo separatista–, y el término fascismo ya no se refiere –en el actual contexto político español– a los excesos normativos, sociológicos y estéticos propios de los años treinta del siglo XX, que el historicismo demagógico globalista achaca al socialismo nacionalista, que en su recepción hermenéutica del materialismo marxista tantas vidas arrebató; como lo hará siempre cualquier idealismo –incapaz de asumir que el mundo es imperfecto y que no es lo mismo la potencia que el acto–.
En la actualidad el termino fascismo ha adquirido un significado muy claro: régimen totalitario, segregacionista, eugenésico, racista, donde imperan la concentración del poder, la ausencia de derechos y libertades fundamentales, cuyo fin último es conseguir el exterminio de la disidencia política para perpetuarse en el poder ad eternum.
En la conciencia colectiva el término se identifica con la distopía que Orwell presenta en su novela 1984. Pero su evolución etimológica no termina en el significado formal, también se utiliza para señalar a todo el que se opone a los postulados de la ideología hegemónica de occidente, y como son postulados que se cimientan en mitos del comunitarismo y utilitarismo frankfurtianos –que carecen de legitimación racional– se utiliza para discriminar al que no profesa la nueva religión laicista que los estado han adoptado como oficial, es decir, al neo-hereje de la doctrina oficial de la agenda globalista.
En muchos casos cuando una religión florece es viril, enérgica y temeraria, como también lo son sus adeptos: arrasan pueblos, cazan herejes, mutilan la razón y obstaculizan el progreso. A día de hoy nos encontramos en un período histórico al que muchos intelectuales –todos creyentes de la falacia buenista– no se sienten capaces de determinar, se contentan con nombrarla postmodernismo, viéndose entorpecidos por su propio fanatismo religioso, fanatismo que les impide hacer autocrítica conduciéndoles a la imposibilidad de discernir sobre si la actualidad es de ilustración o de ruina intelectual; su historicismo marxista los tiene inhabilitados para progresar epistemológica y ontológicamente –en las formas de la razón y en su objeto–, cuando desde luego a los que nos vemos incapaces de superar los límites de la razón se nos hace evidente que nos encontramos en un período de oscuridad, donde la razón está siendo sustituida de nuevo por la superstición y la propaganda.
Ahora bien, el termino del que estoy tratando se ha vuelto en la práctica contra sus propios artífices, ahora nos podría servir para definir su conducta; totalitaria, persecutoria, discriminadora, segregacionistas, abortistas…conducta que cuadra con el concepto actual de fascismo. A partir de ahora nos veremos obligados –porque se hace necesario que la sociedad lo entienda– a llamarlos neo-fascistas y cuando uno de ellos nos diga, por ejemplo: «ustedes querían ser peligros fascistas pero no pasan de reaccionarios acomplejados», les contestemos que ellos querían ser mesías sociales y no pasan de peligrosos fascistas –porque la victoria implica utilizar las mismas armas que el enemigo–.
Desde luego estos nuevos neo-fascistas son un peligro grave para las libertades, a los disidentes se nos está haciendo muy duro vivir en un lugar donde las faltas de respeto, los insultos, la agresividad y los ultrajes son cada día más continuos y obscenos.
Han creado una red infame de persecución al discrepante: un ministerio de igualdad que es la institucionalización de una inquisición postmoderna, con una inquisidora general a su cabeza encargada de dictar imperativos morales a la sociedad y hacerlos obligatorios por la fuerza de la ley; una potencial ley de memoria que aniquila la libertad de expresión y la discrepancia política; y una red de familiares que se dedica a arengar a la sociedad contra la oposición y a cosificarla.
En este contexto es vital reflexionar sobre las consecuencia que puede traer la irresponsabilidad de algunos de sus propagandistas: pedir la ilegalización de la oposición es hacer una declaración pública de racismo ideológico, hacer una demagogia tan brutal contra el no creyente en pedir su segregación, su condena civil, y supone a fin de cuentas un ataque contra el derecho más fundamental del hombre: su dignidad como persona –cosificación–.
Nos ha tocado vivir en un tiempo al que los libros de historia se referirán como el siglo de las sombras, un período de estancamiento intelectual causado por la incapacidad de superar el materialismo marxista que nos condena a permanecer en un conflicto social permanente. Cuando esa izquierda conservadora, ultra ortodoxa, y regresiva se de cuenta de que la historia no se explica por la lucha de los opuestos si no por el término medio entre dos extremos entraremos en un nueva fase de progreso e ilustración.
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