22/11/2024 01:30
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Es casi seguro que en el siglo XIX y hasta mediado el siglo XX, cuando nuestros abuelos y padres leían a Julio Verne, su sentimiento generalizado sería la incredulidad ante hechos como que el hombre pudiera viajar a la luna, un barco pudiera surcar los océanos sumergido y sin repostar durante meses, que existiera un arma muy parecida al actual rayo láser o bien que una nave potentemente armada pudiera surcar los cielos del mundo… Hoy nadie se asombra ante eso y logros mayores. De esta forma lo que para ellos eran cuentos de ciencia ficción para nosotros no es más que una parte de nuestra realidad cotidiana.

Pasando de lo técnico a lo político, también es posible que hace medio siglo se creyera que lo expuesto por George Orwell en su novela 1984, escrita en 1948 (cuando el comunismo ya se había asentado en Europa y Asia y se había sentado a la mesa a repartir áreas de influencia con los vencedores de la II Guerra Mundial) pudiera llegar a ser real en la vieja, civilizada y cristiana Europa. Lo mismo podrían conjeturar de Ray Bradbury y su novela Fahrenheit 451 (1953) que nos describe una sociedad estadounidense del futuro en la que los libros están prohibidos y la principal misión de los bomberos es quemar los que queden. Aquí quiero aclarar el motivo del título, ya que los 451 grados Fahrenheit corresponden a la temperatura de combustión del papel.

Hoy, en 2021, parece que la realidad iguala o está a punto de superar a la ficción. Pero, en efecto, como en 1984, empieza a haber un gobierno mundial (hoy se prefieren eufemismos como “nuevo orden” o “globalización”) en que una “nomenclatura” (por usar el término del antiguo PCUS) de escasos elegidos detentan, gracias al sometimiento y la ignorancia de la mayoría o bien a su sometimiento por ignorancia, el poder y la riqueza, mientras los demás habitantes del mundo son relegados a la penuria, el servilismo y la prisión.

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A este nuevo y despótico orden, suponiendo que haya sido un accidente y no algo intencionado –cosa que todavía no está dilucidada sin atisbo de duda razonable- le ha venido como anillo al dedo la crisis originada en todos los órdenes de la vida y la sociedad por ese “bichito” llamado SARS-CoV-2 y popularmente conocido como COVID-19, parece que toda potestad y cerviz ha de doblegarse entre el cielo y la tierra.

Gracias al COVID se nos puede dejar sin trabajo ni otros derechos fundamentales, movilidad, reunión, expresión… se puede hacer naufragar cualquier economía e incluso imponer el pensamiento único, sin los derechos de expresión o libertad de cátedra. Incluso, y con el apoyo oficial de la Curia Romana  ( https://press.vatican.va/content/salastampa/es/bollettino/pubblico/2020/12/21/nota.html )     se puede limitar el derecho al culto, por supuesto al culto católico. Que ninguna restricción hay para el Islam ni para la entrada del moro en el sur de España. Ante eso parece que sanidad prefiere mirar a otro lado y hacer la vista gorda.

Las autoridades, por no decir los representantes de George Soros&Cia, que sería políticamente incorrecto, han invertido cantidades millonarias en amansar a los medios de comunicación, quieren crear pasaportes sanitarios que los ciudadanos deberemos llevar como la estrella amarilla de los judíos del III Reich, aunque, como ellos estemos avocados a la aniquilación, si no como especie, al menos como ciudadanos de nuestras correspondientes naciones.

Aquí algo tienen que ver las industrias farmaceuticas que se sirven del mayor genocidio de nuestra época, el abominable crimen del aborto, y de células que de los fetos se extraen, para la elaboración de esas vacunas que les producen tan pingües beneficios les reportan y habría que ver a qué bolsillos van a parar y a qué bien común contribuyen.

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Ahora, centrándonos en España, escudado en la cortina de humo de esta “pandemia a posteriori”, el gobierno está obrando a sus anchas y casi sin informar en muchas materias, desde judiciales hasta morales –eutanasia- o  culturales (LOMLOE) o el Proyecto de Ley de Memoria Democrática, al que ya me he referido alguna vez. Como en 1984, unos pocos deciden lo que muchos pueden saber e, incluso, lo que es peor lo que ha existido o no en la Historia, algo que retrata la capacidad del legislador, ya que sólo el necio es capaz de engañarse a sí mismo. De momento sólo se dice lo que la gente puede estudiar y lo que los libros pueden publicar. Pero ya llegará el momento en que no falte el funcionario que lo queme, como los bomberos de Bradbury.

Como enseña J. Bodo, “un hombre honrado resulta incómodo en la sociedad de los malos, lo mismo que un guardia en una banda de ladrones”, y  los simples ciudadanos poco podemos hacer en esta situación. Pero ese poco estamos moralmente obligados a proclamarlo a los cuatro vientos y con toda la fuerza de nuestras plumas o pulmones, haciendo nuestro el principio de Edmund Burke: «Para que el mal triunfe, solo se necesita que los hombres buenos no hagan nada» .

Autor

REDACCIÓN