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¿Qué apodo se le puede poner a nuestro rey emérito? ¿Cómo se podría denominar haciendo justicia a Juan Carlos I? ¿Qué sobrenombre merece? Muchas son las posibilidades y las opciones a la luz de sus “meritos” y trayectoria personal. A mí, desde luego, no me invita al elogio y a la admiración, dada su trayectoria biográfica como soberano y monarca, más al contrario, con todo merecimiento me inspira rechazo y profunda animadversión. Sencillamente es un Borbón de catálogo, de libro y de mofa sin complejos.

Voy a intentar hacer un esfuerzo, ímprobo y desagradable, para calificar a un personaje desautorizado, inmoral e irresponsable. El Prófugo, el Desterrado, el II Rey Felón, el Casanova Impenitente o, sin exageración extravagante, el Fiestero. No creo que cualquiera de ellos sea excesivo ni exagerado, más al contrario, son calificativos a los que se ha hecho acreedor en función de su hoja de servicios a nuestra patria –con mayúscula- y sin ningún género de dudas. Dice el dicho popular: “Por sus actos le conoceréis”.

La dinastía Borbón Anjou ha representado para la historia de España una lacra y una pesadilla imposible de olvidar. Muchos de sus ascendientes, sobre todo los que reinaron durante el s. XIX, condujeron a nuestro pueblo a situaciones dramáticas, vergonzantes y vergonzosas sin parangón en nuestro particular devenir. Carlos IV (1788-1808), el Cazador –más bien el Menguado-; Fernando VII, el Deseado o el Rey felón –el peor de nuestro panteón real-; Isabel II (1833-1868), la de los Tristes Destinos o la Reina Castiza –libertina y adúltera-; Alfonso XII (1875-1885), el Pacificador –flojo por naturaleza-; Alfonso XIII (1886-1931), el Africano –cobarde y desleal como pocos-, configuran un elenco de reyes de escaso talento, mediocre personalidad y ociosidad injustificada. Tenían poco que ver con sus predecesores familiares reinantes durante el s. XVIII, algo más entregados y dispuestos a ejercer con dignidad y animosidad los menesteres propios de su altísima dignidad. Sus apodos manifiestan alguna que otra escondida virtud, en ocasiones bien disimulada. Felipe V (1700-1746), el Animoso; Luis I (1724), el Bien Amado o el Liberal –el rey que reinó menos tiempo de la historia patria reciente-; Fernando VI (1746-1759), el Prudente o el Justo; Carlos III (1759-1788), el Político o el Mejor Alcalde de Madrid –sin duda alguna, el más distinguido de todos-, definen sus habilidades y cualidades para el noble ejercicio de gobernar nuestro maltratado Reino de España.

Junto a ellos, desde que en 1700 asumieran su compromiso con los españoles, sus súbditos, aparecen dos ínclitos reyes de perfil tan pobre como efímero. El primero, José I Bonaparte (1808-1813), rey intruso sin pueblo que le reconociese, apodado Pepe Botella con todo reconocimiento, más un petimetre de escasa solvencia y, el segundo, un chico italiano, Amadeo I de Saboya (1871-1873), por cuestión de compromiso, que salió por patas del avispero ibérico, son las testas coronadas de nuestra historia contemporánea. Así pues, hemos sufrido el desgobierno de once Borbones, un Bonaparte de opereta y un Saboya de panderete mal calibrado. Hasta nuestros días se contabilizan tres restauraciones borbónicas: la primera, protagonizada por el felón de infausto recuerdo, Fernando VII –un auténtico besugo y traidor a más no poder; la segunda, que puso fin a la tragicómica I República Española (1873-1874); la tercera, la que deja entrever su mayor longevidad, iniciada con el lamentable espectáculo del perjurio de Juan Carlos I, cuando allá por el 22 de noviembre de 1975, proclamaba a viva voz su inquebrantable lealtad y defensa de los Principios Fundamentales del Movimiento, convertidos en papel mojado por las obligadas lágrimas derramadas tras el fallecimiento de su mentor, Francisco Franco, aquel que devolvió a la dinastía francesa el trono abandonado por su abuelo, Alfonso XIII, cuando huyó al exilio practicando aquella máxima de “Sálvese quién pueda”, dejando a los españoles ante la ignominiosa, sectaria y desvencijada II República (1931-1939), auténtica farsa de democracia y falsificación de un estado avanzado y de progreso, sometida a la presión marxista inspirada por la URSS del camarada Stalin, exponente de un paraíso de libertades y respeto a las tradiciones, costumbres, religiosidad e idiosincrasia del pueblo ruso. Sin duda, la más feroz y sanguinaria dictadura genocida de la historia de la humanidad.

Nuestro emérito rey romano, por razón de nacimiento, de ochenta y tres primaveras cumplidas, se encuentra desterrado y refugiado en Abu Dabi, a donde llegó en agosto de 2019, después de protagonizar una huida tan rocambolesca como indigna. Allí, amparado por su amigo y “hermano”, el jeque Jalifa Bin Zayed Al Nahayán, presidente de los Emiratos Árabes Unidos, disfruta de un “retiro” dorado, literalmente hablando. Qué vergüenza, qué desdoro, qué infamia y qué insulto contra el pueblo al que exigió en sus discursos enlatados, responsabilidad, honestidad, lealtad y laboriosidad. Hay que tener cara para solicitar aquello que no se cumple, para demandar lo que se profana y adultera y, en definitiva, tener la poca integridad moral para ser el primero de los ciudadanos de su reino.

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Gracias a las tropelías, la vida desmelenada y obscena, adúltera y libidinosa clandestina disfrutada, su hijo Felipe VI, un mocetón de buena planta pero timorato y gazmoño, que bien podría apodarse el Bonachón, se encuentra en el alambre y corre el grave riesgo de seguir los pasos de sus ancestros, es decir, tener que hacer las maletas antes de tiempo, salir por la puerta de atrás y coger las de Villadiego. El Rey Demérito, dejémoslo claro, ha vivido como un Casanova, saltando de cama en cama, traficando influencias por doquier, alcanzando lucrativos acuerdos en forma de “donaciones”, defraudando a la Hacienda Pública que le da de comer y le sostiene, practicando el cohecho más execrable y repugnante – impropio de tan alta dignidad-, dedicado al club de la comedia representada en el Palacio de la Zarzuela, trasfiriendo fondos millonarios a cuentas bancarias opacas, en resumidas cuentas, siendo un Viva la Virgen a jornada completa durante casi cuarenta años.

No, Señor, usted perjuró ante los evangelios y ante los españoles cuando garantizó defender los Principios Fundamentales del Movimiento, cuando se dedicó a profanar la memoria de quién le promovió como rey, de exhibirse como modelo y referente de soberano de hondas raíces cristianas, cuando firmó y consintió todo lo que se le puso ante sus prominentes narices, cuando ultrajó el uniforme de capitán general de los ejércitos españoles al permitir el desmembramiento y ataque a nuestra Patria –con mayúscula-  desde los virreinatos independentistas, cuando falseó su verdadera figura detrás de su inviolabilidad, cuando se dedicó a su enriquecimiento personal espurio y desvergonzado, en los numerosos momentos en los que se tapó la nariz y miró hacia otro lado cuando España estaba amenazada. Majestad, usted ha cometido execrables errores y gravísimas faltas de respeto a sus súbditos.

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Qué triste final para tan distinguido comienzo de reinado. Qué lamentable es su posición ante la opinión pública. Hoy se encuentra huido, refugiado y acogido al amparo de sus amigos árabes, tan distinguidos y respetuosos con el mundo civilizado, caracterizado por el respeto a los derechos humanos y por la defensa de las libertades.

Como historiador, pero sobre todo como español, no me apetece ver sus restos mortales depositados en el Panteón Real  del Real Monasterio del Escorial. Usted, Señor, nos ha engañado y ofendido gravemente, con alevosía y nocturnidad, con plena conciencia y aceptación de sus actos. Majestad, con toda honestidad y honradez, creo que ha hecho un flaco favor a su hijo, a la institución que representa, a los monárquicos que creían en usted, a los españoles que le reverenciaban y , en general, a las huestes del republicanismo más moderado que le respetaba e incluso le admiraba.

Yo no le voy a distinguir, no le voy a homenajear, menos aún, le voy a elogiar y recordar con gratitud y agradecida admiración. En pocas palabras, es usted una maldita pesadilla viviente y doliente. ¿Qué legado y herencia nos deja? Téngalo claro, el mérito de la transición es de los españoles, no de quien jugó fuleramente al juego del escapismo, la felonía y la falta escrúpulos a la hora de actuar en su vida privada, ajena al bien común y mejor gloria de su reino. Hoy, más que ayer, usted me ha servido como causa para reafirmar mi posición e identidad republicana. La monarquía es una institución vetusta, añeja, trasnochada, carente de sentido político y gravosa. Vacía de contenido político, más allá del puramente simbólico, representa un presente con escaso futuro, un futuro incierto y un pasado mohíno, triste y melancólico.

Autor

José María Nieto Vigil
José María Nieto Vigil
Historiador, profesor y periodista. Doctor en Filosofía y Letras. Director de Comunicación Agencia Internacional Rusa