22/11/2024 19:14
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Con los labios pintados de un rojo vivo, melena de color castaño, facciones suaves, indisimulado encanto femenino y camisa azul, Isabel Peralta desbarra de palabra en el lugar menos indicado.  

¿Sabe la señorita Peralta que la Falange es José Antonio? ¿Sabe que todo José Antonio está en el discurso dictado en el Teatro de la Comedia de Madrid, el 29 de octubre de 1933?

Hablamos de un discurso cuyo tono directo le confiere un grado absoluto de autenticidad, que tiene un exacto sentido de equilibrio (“Por eso tuvo que nacer, -hace alusión al socialismo como consecuencia del destrozó causado por el liberalismo- y fue justo su nacimiento, nosotros no recatamos ninguna verdad…”) y una exacta ausencia de retórica verbal (“Nada de un párrafo de gracias, escuetamente gracias como corresponde al laconismo militar de nuestro estilo…”). Un discurso que se proyecta entre desazones (“Cuando recorríamos esas tierras y veíamos esas gentes, y las sabíamos torturadas por pequeños caciques, olvidadas por todos los grupos, divididas, envenenadas por predicaciones tortuosas, teníamos que pensar…”) y reafirmaciones vitalistas (“Yo creo que está alzada la bandera. Ahora vamos a defenderla alegremente, poéticamente.”), y que además tiene exactitud en el lenguaje (“Cuando, en marzo de 1762, un hombre nefasto, que se llamaba Juan Jacobo Rousseau, publicó El contrato social, dejó de ser la verdad política una entidad permanente”), atemporalidad (“La Patria es una unidad total, en que se integran todos los individuos y todas las clases…”) y un insondable estilo poético (“… ya presentimos el amanecer en la alegría de nuestras entrañas”). Un discurso con carácter propio anclado en la tradición, porque todo lo que no es tradición es plagio, cuyo resultado es una disertación memorable, además de servir de puente de partida para una necesaria reflexión sobre el modelo político a construir.                                       

¿Por qué no se la paró recién comenzó a hablar?

Suscribo la réplica al respecto de Pilar Pérez García con el título “¿Es esto falangismo?” (El Correo de España, 21 de febrero), así como el magnífico análisis que hace Daniel Ponce Alegre con el título “Ha sido una operación de Falsas Banderas para justificar nuestra ilegalización” (El Correo de España, 23 de febrero), un análisis eminentemente esclarecedor de las razones que no podemos dejar de considerar. Como igualmente el de José Luis Corral, Jefe Nacional del Movimiento Católico Español por su claridad al deslindar en la réplica cuestiones fundamentales en 1941-2021: De Rusia es culpable a El judío es culpable. 80 años entre dos sinécdoques y el auxilio de la sindéresis: el Caudillo en su último discurso” (Página de Acción Juvenil Española, 22 de febrero).

Sea entonces mi réplica una cuestión de conciencia.

Es cierto que a José Antonio se pueda llegar, como de hecho se llega, desde distintas procedencias por la transversalidad de su pensamiento respecto a la clásica división entre derechas e izquierdas. Pero José Antonio es uno y único en su pensamiento, estructurado sobre las dos premisas que como  vasos comunicantes se retroalimentan formando un corpus doctrinal: la dignidad del hombre, que le aparta de toda cosmovisión totalitaria, ya que el hombre está por encima del Estado o de cualquier otra consideración accidental, y la justicia social devenida del compromiso irrenunciable con la Justicia fundamentada en la moral, que en la práctica es la irrenunciable función de dar a cada uno lo que es suyo, más exactamente, lo que es de propio suyo.    

José Antonio, que es esa presencia que seduce, y que aguanta como símbolo insobornable en este tiempo de mentiras, nunca se llegó a sentir del todo a gusto en la sociedad intelectual de su tiempo, a la que no se vinculó del todo. Su hondura moral sin concesiones le hizo estar fuera (“Nuestro sitio está fuera, aunque tal vez transitemos, de paso, por el otro.”), y en la soledad había ido solidificando más respeto por el individuo que por la ideología que dice ampararlo. Siendo así, que su compromiso con los frágiles frente a las marcas políticas que decían defenderlos no hizo más que crearle enemigos. Su desapego con la izquierda y la derecha eran evidentes, y ahí tenemos lo que dijo de una y otra.

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¿Cómo seguir y no denunciar la mentira que envenena todo?

El 29 de octubre de 1933 se celebra el mitin del Teatro de La Comedia en Madrid. Nadie pensó que aquel acto de propaganda política tuviese la repercusión que tuvo y ha tenido a los largo de todo este tiempo transcurrido. Un discurso que aún seguimos escuchando. Estudiantes, políticos e intelectuales se dieron cita ese día. José Antonio tenía fama de burgués, era el hijo del Dictador y un señorito. Pero también los burgueses, calificativo tan inapropiado para definirle, se baten, podría haber dicho aquella tarde.

Había concebido la necesidad de que surgiera un movimiento, un anti-partido, que no fuera ni de derechas ni de izquierdas. Una opción de alternativa nacional fuerte -como la que había encontrado Italia siguiendo su destino- en versión auténticamente española, la Falange. Convencer de ello aquella tarde fue para él una idea fija.    

José Antonio apostaba por la libertad y la justicia en la configuración política de un Estado fuerte, asentado en los valores que todos compartimos… “la Patria, el Pan y la Justicia”. Dotado de un bien escaso, el verdadero talento, e imbuido de una profunda hondura moral, en buena medida por su condición de católico practicante, siempre se mantuvo firme en sus verdades. Su lectura hoy nos sitúa frente a un José Antonio posible, porque todo el conjunto de su discurso, si nos saltamos la referencia histórica, se podría aplicar a nuestros días; y eso es así, porque en él se expone la verdad de la vida. José Antonio siempre se mantuvo firme en sus verdades, que supo expresar con gran lucidez. Pensaba por su cuenta y le importaba bien poco la opinión dominante (“Que sigan los demás con sus festines”).

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Condenado a muerte, muchos hubieran aceptado ese destino atribuyéndose el papel de héroe mitológico, “fanfarronada” y “gallardía de oropel”, cosmovisión pagana delirante tan alejado de José Antonio (“Para mí, aparte de no ser primer actor en cuanto ocurre, hubiera sido monstruoso y falso entregar sin defensa una vida que aún pudiera ser útil y que no me concedió Dios para que la quemara en holocausto a la vanidad como un castillo de fuegos artificiales”). Amante de la luz meridional, estuvo condenado a mirar desde la ventana un exterior gris, que deprime. Y aunque el ánimo a veces se resiente, la verdad se agudiza en aquél momento de crisis.

Necesitó más tiempo, pero no se lo dejaron. Con harta frecuencia se nos olvida que tuvo que dar respuestas urgentes en momentos trágicos y difíciles. Tenía sólo 33 años, pero era un hombre suficientemente maduro que había tenido tiempo para solidificar los fundamentos en los que apoyó su vida y su pensamiento. La guerra fue para él el momento de mayor desasosiego, pero a la vez el anclaje que le mantuvo activo ante la realidad. El momento en que terminó de completar su imagen.     

En los momentos de crisis como el presente, es cada vez más necesario recordar a José Antonio, que pagó con su vida la osadía de no renunciar a su integridad insobornable, en no ceder a la mentira. Pero para recordar a José Antonio hay que conocerle, pasar muchas horas con él y reflexionar sobre lo que nos dice, no simplemente citar dos frases al uso y creer que ya le conocemos. O creer que le comprendemos por el hecho de habernos seducido. Porque cuando esto ocurre, que es ciertamente el primer paso, es cuando hay que estudiarlo.

Autor

Pablo Gasco de la Rocha