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En un acto organizado por el Ministerio del Interior, se ha procedido a la destrucción de unas 1.400 armas incautadas a ETA y GRAPO. Todos contentos, todos satisfechos, todos luciendo palmito y sacando pecho, como suele ocurrir con quienes se colocan medallas ajenas y se apropian de triunfos que no les corresponden.

Estas armas -dicen- se destruyen ahora porque ya no sirven como prueba judicial ni tiene sentido custodiarlas. Y uno se pregunta qué clase de Estado, de políticos, de sinvergüenzas, destruye unas armas y deja libres a quienes las empuñaron.

Porque las armas de ETA serán, si, esas 1.400 que se han destruido. Pero no son las más letales, las más importantes, ni siquiera las más utilizadas. Las auténticas armas de ETA estuvieron ayer presentes en el acto: los representantes de los actuales gobiernos de Vascongadas y Navarra; el Ministro del Interior y el Presidente del Gobierno que chalanea votos a cambio de mandar a los presos etarras a su casita; los representantes del poder judicial que han obsequiado a los etarras con todo tipo de prebendas carcelarias.

Pero también son otras las armas de ETA: los políticos de la llamada Transición, que cuando decían que con el advenimiento de la democracia ya no tenían los terroristas motivos para matar, bendecían los asesinatos cometidos antes. Los que concedieron amnistías y «extrañamientos» bien pagados a los asesinos; los que condenaban «la violencia venga de donde venga», cuando bien sabían que sólo venía de un lado. Los que volvieron la cabeza sin querer ver los uniformes destrozados por las balas y las bombas, hasta que balas y bombas empezaron a cebarse en su propia casta.

Los que desde el Gobierno de Felipe González negociaron con ETA en Argel; los que -léase José María Aznar- calificaron a los etarras de movimiento de liberación nacional vasco o cosa así; los que -Rodríguez Zapatero- hablaron de «accidente» cuando ETA reventó la T-4 del aeropuerto de Barajas tras meses de negociaciones con los asesinos, y siguieron negociando con ellos para ofrecerles una salida cuando ya las Fuerzas de Seguridad del Estado los tenían acogotados.

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Los que desde diversos gobiernos -Suárez, González, Aznar, Zapatero, Rajoy, Sánchez- han trapicheado apoyos en el Congreso a cambio de concesiones al separatismo de Vascongadas, de pasar por alto la guerrilla urbana de los -Arzallus dixit– «chicos de la gasolina»; de acercar presos de forma más o menos ostensible -ninguno con la desfachatez de Sánchez, pero todos con el mismo objetivo-; de favorecer al PNV y otros filoterroristas, y de permitir el acceso a las Instituciones de los terroristas confesos y, en muchas ocasiones, condenados por la Justicia.

Esas han sido y son las armas de ETA. Y si tuvieran algo de vergüenza, una pizca de dignidad, se habrían puesto, junto a las pistolas y los fusiles, bajo la apisonadora.

Autor

Rafael C. Estremera