22/11/2024 02:43
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Cuando se afirmaba, y lo afirma el presidente del gobierno, la progresía y los diversos apóstoles del buenísimo consolador, que el COVID-19 y sus consecuencias nos iban a cambiar, pocos pensaban que por debajo lo que discurría era la intención de incrementar el control de la opinión pública y alcanzar el fin de la disidencia.

Quienes blasonan de suscribir que la democracia es un régimen de opinión pública ahora estiman que sólo la opinión convenientemente controlada puede ser la base de la democracia. Quienes más furibundamente ponían en tela de juicio la noción de Estado (en realidad lo que les molesta es la conjunción Estado-Patria-Nación) aluden hoy sin explicitarlo a la “razón de estado” de Maquiavelo, aunque transformada en “razón de la gente” o en “uniformidad patriótica”.

Lo ha repetido como un mantra el presidente Sánchez -las frases grandilocuentes, con aparente peso conceptual, preparadas por sus asesores le chiflan-: se abre un nuevo paradigma y una nueva forma de sociedad. Lo que pocos perciben es que el nuevo paradigma se asienta en un viejo sueño socialista: ocupar el poder de forma permanente.

Sánchez ya ha dado muestras más que sobradas -en esto se diferencia poco de Iglesias- de su pasión por el poder, de ahí su tranquilidad y comodida encabezando gobiernos provisionales primero, y ahora gozando de amplios poderes prorrogables. Sus armas políticas favoritas, lo ha demostrado de sobra, son el Real Decreto, el trámite de urgencia y el Boletín Oficial del Estado. Cierto es que choca con el escollo presupuestario, pero ha sabido hacer de la necesidad virtud y puede prescindir hasta de Presupuestos, memorias económicas y directrices foráneas. En un genio de los anuncios y domina bien la comunicación controlada. Además es consciente de la nimiedad de la oposición sistémica, tanto política como social. Llegado el caso, además, hay muchos modos de conseguir las complicidades necesarias y, a mi juicio, está dando muestras de que es capaz de hacerlo (Ciudadanos, por ejemplo, ya esá dispueso a comer en su mano).

La crisis del COVID 19 va a reforzar su poder y lo sabe. Esa es su agenda. No tiene para ello más que mirar un entorno político, social y económico acogotado que, como él, espera que la salvación económica venga de fuera, tras pagar, no nos engañemos, el derecho de pernada. Que nadie construya castillos en el aire pensando que el capitalismo va a caer, que la globalización y la mundialización se va a resentir, que los dueños financieros se enfrentan a la hecatombe, que la fiebre especulativa está herida, o que, más domésticamente, vamos a aprender la lección y vamos a aprovechar los tiempos de crisis, como se hizo con enormes sacrificios hace algo menos de sesenta años, para cambiar nuestro PIB saliendo de la dependencia del sector servicios tradicional (algunos parece que lo harán, España es posible que no). Muchas palabras de reconstrucción pero atisbos reales de medidas concretas más bien poco.

Sánchez, Iglesias y todo el conglomerado ideológico/mediático que los sustenta, sus particulares arcanos, saben que el problema, la barrera que puede frustrar sus bellos sueños de poder permanente, en un diseño en el que la oposición no es otra cosa que un mal necesario, el enemigo único (en esto son bastante antiguos), no reside en la leal oposición… por otra parte encantada con ser eso.

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La barrera es precisamente aquello que más desprecian, la opinión pública. Saben perfectamente que ni tan siquiera, pese a las convocatorias hinchadas e hinchables -de ahí la necesidad del 8-M y otras similares (las obreras pasaron a la historia)-, son capaces de contar con lo que se llamó el plebiscito de las masas y el aplauso. Por ello es necesario controlar a la opinión pública y comprar votos.

La crisis del COVID-19 está brindando a la izquierda esa posibilidad: controlar a la opinión pública. La izquierda aprendió la lección durante el gobierno de Rodríguez Zapatero. Su capacidad de propaganda disfrazada de información se vio incapacitada -ayudó la propia incapacidad de Zapatero- ante la avalancha de críticas en los medios y ante la capacidad movilizadora de recursos mediáticos -dos cadenas televisivas lanzadas contra el gobierno- e incluso de masas a través de organizaciones afines hoy prácticamente quemadas que galvanizaron a una opinión pública preparada por la realidad. Por ello, las izquierdas, con la imbecilidad instalada en Génova 13, consolidaron el monopolio televisivo con apariencia de diversidad durante los años de Rajoy.

Hoy saben, especialmente hoy, que este es cada vez menos decisorio si no se encuentra apoyado o secundado en el mundo digital. Ahora bien, el mundo digital no moviliza nada -en muchos casos es desmovilizarte como cómoda válvula de escape- la movilización solo se produce cuando se da el proceso de conjunción, pero sí crea opinión y le recuerda al rey que está desnudo. Por ello estiman que es necesario aplicar la censura, dado que el grado de control mediante el pago de “opinadores y propagandistas digitales” se está resquebrajando.

En España esto parece mucho más sencillo que en cualquier otro país con sello democrático. La izquierda lleva mucho tiempo, antes del COVID-19, creando instrumentos para la censura amparándose, por ejemplo, en la ideología de género o en la de la memoria. El COVID-19 le está permitiendo ensayar para el “nuevo paradigma”, el “nuevo comportamiento social”, que incluye los límites a la libertad de información.

Hemos visto al presidente del gobierno poner fin a la libertad de información intentando controlar sus ruedas de prensa, cuando las ha habido, con preguntas dulces y escasa voluntad de réplica. Hemos llegado al ridículo de escuchar las preguntas de medios que había que ponerse a investigar para saber quiénes eran… Se ha planteado sobre qué se puede tratar en los medios y qué es mejor relegar y al que se sale le montan una campaña contra su programa. Pero, al mismo tiempo, el confinamiento está contribuyendo a la expansión del poder de la opinión pública.

La conectividad está comenzando a ser un problema. Lo que se censura a través de la selección de contenidos en los medios audiovisuales tradicionales, sobre todo en las grandes cadenas de televisión,  en las que además se están produciendo fracturas por parte de algunas de sus estrellas, florece en la red. No pocos españoles están llegando a la conclusión que la fábrica de bulos rema más a favor de Moncloa que en su contra.

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Antes del COVID-19 hasta la red era fácil de controlar a través de empresas y liberados, de becarios a tanto el tuit. Todos los grandes partidos utilizan esos recursos -aunque algunos de sus trolls y demás empleados den pena de lo simples y primarios que son-. El problema es que ahora mismo, merced al confinamiento, los que escriben o comentan en la red se cuentan por millones y tienen mucho tiempo libre. Y nada es tan entretenido como machacar a los empleados digitales que ahora son fáciles de identificar.

Por eso hay que limitar la libertad, poner coto a los mensajes en facebook, whasap y páginas web, evitar esta crítica demoledora que acaba dejando al rey desnudo. Cada vez estamos más cerca del Ministerio de la Verdad. Lo ha dejado meridianamente claro el señor Grande Marlasca, al parecer ministro de Justicia. Será un ministerio subvencionado, externo, profesional; un negocio en el que van a florecer los amiguetes. Ya se ha ensayado sin poder coactivo completo. Ahora queda darle entidad y ya sabemos hasta quién va a ser su ministra. En esto la izquierda es muy americana, con sus contratistas de ejércitos privados y similares, por lo que prefiere lo privado. La censura digital pasará en España por las manos de una periodista de reconocido prestigio,  musa de la Sexta, Ana Pastor (recordemos aquello de la zorra cuidando las gallinas -perdón por no utilizar el lenguaje inclusivo, pero en este caso se prestaría a maledicencias-). Dudo que alguien piense que Ana Pastor es neutral -está en su derecho a no serlo y además me parece bien-, como no lo son Ferreras o los presentadores-opinadores de la Sexta.

Ahora bien, no solo de la censura, del trágala suicida de la oposición (Casado es un borreguito muy manso al que cuando dan un revolcón agacha la cabeza y le dice al contrario que ha sido muy malo con él), se puede vivir en un régimen de opinión, también es necesario comprar votos y para eso está Pablo Iglesias, esa es su misión. Hasta hoy las pensiones y el PER servían para eso, acompañadas, eso sí, por el régimen clientelar de cada cual y el maná de las subvenenciones asociativas (de ahí la oposición a investigarlas y eliminarlas). Ahora las consecuencias de la crisis del COVID-19, al menos en España, van a permitir probar el “nuevo paradigma”, que después servirá para tener asegurado un voto cautivo. Lo que hay que dar es trabajo y no pagas.

En el fondo, por muy modernos que parezcan, siguen anclados en el caciquismo que conduce a la ansiada dictadura democrática de los aprendices de Lenin, Stalin y Trotski, aunque alguno sueñe con ser Mao y hacer la revolución cultural sobre el empobrecimiento de los españoles.

 

Autor

Francisco Torres