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Desde que tengo memoria adoro la Ciencia Ficción. Mi pasión por ella surgió de forma natural cuando por distintos medios pude acceder al género desde muy pequeño. La televisión fue la primera que me llevó hacia esos mundos tan diferentes al real: “Los Supersónicos”, “Astroboy”, “Perdidos en el espacio”, “En los límites de la realidad” y “Más allá del límite”, fueron dibujos animados y series que me abrieron las fronteras temáticas que iban desde un futuro confortable, divertido y tecnológico hasta posibles sociedades angustiantes y nada agradables.

Más tarde aparecieron otros como el cine y la literatura que poco a poco fueron llevándome más lejos todavía, enseñándome otros mundos más o menos posibles, pero mucho más inquietantes. También la Ciencia Ficción fue una manera curiosa de aprender acerca del mundo real y de ver sus bondades y sus miserias.

Y tras la Ciencia Ficción llegó el sueño de la razón hecho monstruo: la Distopía. Como una visión utópica de la sociedad futura ideal y positiva, pero al revés, la Distopía engendró la peor pesadilla del género: mundos deshumanizados, gobiernos mundiales tiránicos, opresivos y criminales, la banalización de la muerte, el lavado de cerebro, la propaganda, el placer ficticio, el pensamiento único, el mundo y el género humano al borde del colapso y la muerte por guerras, catástrofes ambientales, superpoblación, hambre o enfermedades fueron las marcas ficcionales de las mas variadas distopías. El futuro era concebido como el peor sitio donde pasar el resto de nuestros días. De algún modo el subgénero distópico actuó como una llamada de atención, una advertencia acerca de los derroteros a los que podía llegar la humanidad si se hacían mal las cosas.

Para comprender mejor de lo que estamos hablando, veamos un ejemplo de relato distópico clásico:

Un régimen totalitario, como nunca antes se había visto, llegó para privar a los ciudadanos de las libertades más elementales sin admitir disenso alguno. Bajo la amenaza de una enfermedad vírica mortal, la ciudadanía horrorizada acepta el nuevo régimen que, por una cuestión de sanidad, niega la posibilidad de salir de casa, encontrarse en lo que antes fueron espacios públicos con sus familiares y amigos, niega la posibilidad de tocarse, besarse, abrazarse y todo tipo de encuentro social: no más cafés, bares, cines, espectáculos, deportes y ni tan siquiera el profesar ritos religiosos, funerales o entierros.

Toda distracción o incluso actividad productiva debe realizarse en el confín domiciliario. Por supuesto no hay posibilidad alguna de reunión, manifestación, protesta o disenso. El régimen, apoyado por los medios de comunicación y propaganda, informa a la población diariamente de la cantidad de víctimas que cobra la misteriosa enfermedad mortal. Las cifras de muertes, contagios y enfermos carecen de sentido ya que la manipulación de las mismas varía según los intereses de sus dirigentes. Los enfermos y luego muertos se pierden entre la burocracia, mientras los supervivientes, algunos atemorizados y otros indiferentes, aceptan paulatinamente una situación cada vez más insoportable.

El régimen otorga algunas concesiones como sacar a pasear al perro, ir de uno en uno a comprar comida en filas interminables con la distancia social obligada y la necesidad de ir con guantes y mascarillas, de las que la población carece. Estos privilegios son recibidos como una gracia benevolente del nuevo orden. Los niños, sin escuela, permanecen en sus casas dibujando y escribiendo las consignas del gobierno para pegarlas en las ventanas y mostrar su adhesión al mismo. Estas pequeñas libertades están controladas por aplicaciones en los teléfonos móviles que vigilan permanentemente los movimientos, el tiempo y distancia de salida.

El nuevo régimen totalitario pretende controlar la destrucción de la economía: la pérdida de millones de puestos de trabajo debido al confinamiento impuesto para ir a trabajar, será compensada con una renta igualitaria para todos los que sobrevivan a la misteriosa enfermedad altamente contagiosa y que sean afines al nuevo sistema. El hambre y la miseria generalizada se imponen. Ahora todos dependen del Estado y de su reparto de sustento básico para la supervivencia.

El Nuevo Orden del Estado Social Sanitario hace realidad la vieja utopía comunista, pero con otro rostro y otro nombre. Nadie había llegado tan lejos en conseguir imponer un totalitarismo tan radical y desalmado gracias al miedo a un contagio viral desconocido sin tratamiento ni cura.

La instauración de una especie de Gobierno Mundial Medico Sanitario finalmente acabó con todo sistema político antes conocido. Un despotismo oligárquico comu-socio-tecnocrático sustentado por los medios, las finanzas y las fuerzas de seguridad, rescribe la Historia con un único pensamiento que inicia una nueva era oscura para la humanidad.

Hemos visto aquí un cabal ejemplo de lo que es una distopía digna del talento literario de plumas como las de George Orwell, Aldous Huxley, Ray Bradbury, Harry Harrison o Philip K. Dick. Perdón, me olvidaba: Los personajes y hechos aquí retratados son completamente ficticios. Cualquier parecido con personas verdaderas, vivas o muertas, o con hechos reales es pura coincidencia.

Por las dudas…

Autor

José Papparelli
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