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Madrid. Madrugada del 12 al 13 de julio de 1936. Un autocar y un turismo se detienen frente al número 89 de la calle Velázquez. Allí habita el líder de los conservadores monárquicos y diputado por Cortes, don José Calvo Sotelo. Varios ocupantes del autocar se bajan y cruzan hasta el portal. Tras identificarse ante la pareja de escoltas que protegen al político, suben a su domicilio. Unos minutos después, Calvo Sotelo es introducido en el autocar. Éste se pone en marcha y, cuando lleva recorridos apenas doscientos metros, dos disparos a bocajarro en la nuca acaban con su vida en el acto.
Ermua (Vizcaya). 15:30 horas del 10 de julio de 1997. Un joven de 29 años se apea del tren que diariamente le traslada hasta la vecina Éibar, su lugar de trabajo. Antes de llegar a su destino, es abordado por una mujer y metido por la fuerza en el maletero de un coche. Al poco, toda España conoce su nombre y la amenaza que sobre él acecha: Miguel Ángel Blanco, concejal del PP en su localidad natal, será asesinado si en cuarenta y ocho horas el Gobierno de Aznar no acerca a los presos etarras a las cárceles vascas. Dos días más tarde, sus captores lo conducen maniatado hasta un bosque: mientras uno lo sujeta, otro le descerraja dos tiros en la cabeza. Morirá en las primeras horas del 13 de julio.
Aparentemente, esas dos muertes acontecidas un mismo 13 de julio, con más de medio siglo de por medio, parecen no guardar nada en común. Cierto… si exceptuáramos que los responsables de ambos asesinatos, muchas décadas después, han aunado sus fuerzas para reescribir nuestra Historia. O digámoslo a las claras: para borrar las huellas de sus crímenes. Que tal es el propósito de la Ley de Memoria Democrática que en breve va a ser aprobada por el Parlamento español.
El papel del PSOE en el asesinato de Calvo Sotelo
Con total rotundidad, puede afirmarse que la responsabilidad del asesinato de Calvo Sotelo recae sobre el PSOE. Porque socialista era el guardia civil que llevaba la voz cantante en el secuestro del político gallego y a cuyo mando estaba el autocar donde fue físicamente aniquilado: Fernando Condés. Un personaje que, aunque había sido expulsado de la Benemérita y condenado a cadena perpetua por su participación en la revolución de octubre de 1934, tras acceder al poder el Frente Popular en febrero de 1936 fue amnistiado, reincorporado al cuerpo y ascendido a capitán. Entonces, dedicaría sus esfuerzos en instruir paramilitarmente a las milicias socialistas, como a La Motorizada, que actuaba como guardia pretoriana de Indalecio Prieto. Los miembros de ésta eran unas auténticas hermanitas de la caridad. Por ejemplo, entre sus integrantes se encontraban el autor material del asesinato de Calvo Sotelo, un tal Luis Cuenca (quien, ¡oh, justicia poética!, caería muerto junto a Condés en el frente de Somosierra a los pocos días de comenzada esa Guerra Civil que ellos mismos desataron); Felipe Gómez Rey, que el 11 de enero de 1934 segó a balazos la vida del joven universitario Francisco de Paula Sampol (cuyo imperdonable delito había consistido en comprar segundos antes el semanario falangista FE); o Francisco Tello Tortajada, que el 9 de febrero de 1934 asesinó de cinco tiros, los dos primeros por la espalda, al estudiante de Medicina y falangista Matías Montero (pese a ser condenado por ello a 23 de años de prisión, su hazaña merecería el indulto del Gobierno frentepopulista en febrero de 1936).
Por cierto, el autocar donde se perpetró el asesinato de Calvo Sotelo pertenecía a la Guardia de Asalto (el equivalente en aquella época a la actual Policía Nacional), obviamente dependiente, en julio de 1936, de las autoridades republicanas. Al margen del referido jefe de la expedición, Fernando Condés, transportaba en él también a nueve agentes de ese cuerpo policial (entre ellos, a José del Rey, uno de los miembros de la escolta de la socialista Margarita Nelken) y a cuatro afiliados de organizaciones socialistas (como el propio Luis Cuenca). Además, en el turismo que acompañaba al autocar viajaban dos capitanes y tres tenientes de la Guardia de Asalto. Como se ve, todo absolutamente espontáneo y extraoficial.
Y un último apunte que vincula la autoría, en este caso intelectual, del asesinato de Calvo Sotelo con el PSOE. Unos días antes, el 1 de julio de 1936, el diputado socialista Ángel Galarza le había amenazado con unas palabras que retumbaron en toda la Cámara: «La violencia puede ser legítima en algún momento; pensando en Su Señoría, encuentro justificado todo, incluso el atentado que le prive de la vida». Cómo sería el revuelo armado que el presidente de las Cortes ordenó que no constaran en el Diario de Sesiones. Aceptando a regañadientes la omisión decretada, Galarza apostillaría envalentonado: «Esas palabras, que en el Diario de Sesiones no figurarán, el país las conocerá, y nos dirá a todos si es legítima o no la violencia». Y, por si existiera algún género de dudas, una vez consumado el magnicidio, Galarza se retrataría de forma más explícita aún: «Tengo un gran sentimiento por la muerte de Calvo Sotelo: el sentimiento de no haber participado en ella». Tal era la vileza de ese PSOE que, casi un siglo después, continúa reivindicando la II República como un régimen garante de los derechos y las libertades (debe de tratarse del derecho que ostenta la oposición a ser asesinada y la libertad que atesora la izquierda para matar con total impunidad).
El PSOE se entiende con la ETA
El 22 de julio de 2000, José Luis Rodríguez Zapatero se hacía con la secretaría general del PSOE, tras vencer en las primarias a José Bono por una diferencia de nueve votos. Previamente, en marzo, el Partido Popular había ganado sus segundas elecciones generales consecutivas, en esa ocasión con mayoría absoluta. Para contrarrestar la solidez económica de las políticas aznaristas, Zapatero no dudó en echarse a la calle por cualquier motivo. Fueron los años del Nunca mais, del No a la guerra y de la madre que parió a todo el rojerío.
Con ese agitprop como atrezzo, se llegó al 2004. El 14 de marzo estaban programados los nuevos comicios del que saldría el sucesor de Aznar, que había renunciado a su reelección como presidente del Gobierno. Unánimemente, las encuestas daban vencedor al PP del candidato Mariano Rajoy, con la única incógnita de si sería capaz de revalidar la mayoría absoluta del 2000. Pero tres días antes, el jueves 11 de marzo, todo saltó por los aires con los atentados en Madrid contra cuatro trenes de cercanías, que se saldaron con casi 200 muertos. La izquierda utilizó esas setenta y dos horas para lanzar una furibunda campaña contra el Ejecutivo saliente. La consecuencia fue un vuelco absoluto de los resultados electorales: el PSOE logró 164 diputados. Zapatero, Sonsoles y sus dos góticas pasaban a ser los nuevos moradores de la Moncloa. A la postre, cuatro años por delante caracterizados por el ahondamiento en las actitudes cainitas que ZP había llevado a cabo como líder de la oposición, materializadas finalmente en esa basura sectaria y fratricida conocida como Ley de Memoria Histórica.
En 2008, Zapatero volvió a ganar las elecciones, mejorando incluso sus resultados en cinco escaños respecto a 2004. Tras tres años más de ruina económica y radicalización ideológica, la etapa zapateril se cerraba con la claudicación del Gobierno socialista ante la banda terrorista ETA (en este punto, al césar lo que es del césar: cuando el 2011 dio por fin a Rajoy el triunfo que llevaba perseverando desde 2004, sus votantes se verían pronto traicionados por el seguidismo a las políticas progres de los socialistas y la consumación de la rendición ante la ETA, escenificada en octubre de 2013 mediante la excarcelación de decenas de etarras, al hacer extensible una sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos que enjuiciaba un caso concreto en relación con la Doctrina Parot creada por nuestro Tribunal Supremo).
Con su apego hacia la figura de Don Tancredo y su querencia al dolce far niente por bandera, en junio de 2018 Rajoy se convirtió en el primer presidente del Gobierno español en ser despojado de su cargo por mor de una moción de censura. Una moción de censura que aupaba al Ejecutivo de la nación a un Pedro Sánchez que necesitó para ello los votos de lo mejor de cada casa: los comunistas de Podemos, los golpistas catalanes, los recogenueces del PNV y… los herederos de la ETA. A partir de entonces, y con un reeditado pacto Frankenstein tras las elecciones de noviembre de 2019, cualquier controvertida iniciativa socialista ha salido adelante merced al auxilio de Bildu, cuya portavoz en el Congreso fue condenada en su día por apoyo al terrorismo desde su cargo de editora del diario proetarra Egin.
En ésas nos encontramos a mediados de 2022, justo cuando se conmemora el 25º aniversario del asesinato de Miguel Ángel Blanco y el 86º de José Calvo Sotelo. El entendimiento socialista-bilduetarra a través de la Ley de Memoria Democrática permitirá que ambos reelaboren a su antojo los sucesos más siniestros de nuestra Historia, contándonos que Calvo Sotelo era un fascista y sus asesinos socialistas unos luchadores por la democracia y la libertad; y corriendo un tupido velo sobre el asesinato de Miguel Ángel Blanco y las más de 800 víctimas de ETA, acaso con la esperanza de que en un futuro no muy lejano las nuevas generaciones que no vivieron aquellos años de plomo se descubran ante los asesinos etarras agradeciéndoles su lucha en pos de los derechos humanos.
Con todo, quizás lo peor de lo aquí descrito no sea la repugnante actitud de quienes llevan a cabo tamaños desafueros. Lo peor es comprobar la pasividad de los que, pudiendo revertirlos cuando asumen responsabilidades de gobierno, no sólo no hacen nada, sino que se esmeran en practicar un cordón sanitario al único partido que pone los puntos sobre las íes en esta materia (el partido de Ortega Lara, secuestrado por ETA durante 532 días en un zulo de dos metros). Resulta palmario que, con sus acciones y omisiones, unos y otros no tienen el menor rubor en despreciar la dignidad de millones de españoles, a los que tratan como ciudadanos de segunda. Pues arrieritos somos, malditos todos.
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