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Hace escasos días, coincidiendo con el hecho de Vogue Reino Unido había publicado una serie de catorce portadas paisajísticas para su número de agosto, se rindió homenaje a Alexander McQueen, el último y más grande genio de la moda. En la cita revista se rememoran las diez colecciones del diseñador británico, aquellas que mejor describen su relación con la naturaleza, con sus «insondables mecanismos», su veneración a todo tipo de fauna y flora, brotando flotantes escenarios de tundra que rodearon el insuperable desfile de otoño/invierno 2003, sin olvidar las flores “románticamente oscuras” que adornaron la costura de primavera/verano 2007, tres años antes de quitarse la vida, 11 de febrero de 2010.

Libre, vida y diseños

Alexander McQueen vivió poco pero intenso, murió antes de tiempo, como tantas veces ocurre. Con apenas cuatro décadas, adiós para siempre. Chavea humilde del suburbio londinense de Stratford que no concluyó el instituto. Su vínculo con la naturaleza, ya desde la infancia. Durante su niñez Alexander McQueen fue miembro del Club de Jóvenes Ornitólogos de Gran Bretaña. Le gustaba ubicarse en los tejados y embelesarse con la mimada libertad con la que volaban las aves. Su vida y su obra, idea axial del mejor diseñador de la historia: libertad.

Alexander McQueen era un declarado y orgulloso anarquista, chico de barrio,  acérrimo antimonárquico pero paradójicamente galardonado con el título de Comandante de la Orden del Imperio Británico. Su cara a cara con Isabel II se produjo, tan solo, por respeto a sus padres. Su pasión, además de las aves, obvio, la moda. La obra de Alexander McQueen era arte muy refinado, pulidísimo, de principio a fin. Casi alquimia.

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Torturada belleza

Era el más grande de este mundillo.  Un crío autodidacta al que le gustaba leer libros de moda y diseñar la ropa de sus hermanas, cuyo sueño era “ser algo en el mundo de la moda”. Lo fue, el mejor. Ingresó en la escuela londinense de Saint. Martins College of Art & Design, acreditado centro de estudios que también admitió entre sus aulas a otros revolucionarios de la moda, inferiores a él, sin duda, a saber, Stella McCartney y John Galiano.

Depuradísima técnica, provocadores diseños, escandalosos instantes, creatividad desbordada y desbordante, el Mozart de los diseñadores destacó desde el inicio. Todo fue fruto de una mente tan torturada de la que solo podía brotar belleza. Belleza (muy) oscura, pero belleza al fin y a la postre. En ese sentido, su desfile de graduación, 1992, lo tituló reveladoramente Jack el Destripador y a su presentación asistió la que se transformaría en la segunda mujer de su vida, Isabella Blow. La primera, desde luego, su reverenciada madre. La entonces editora de Vogue UK quedó tan encantada que compró toda la colección.

El último genio de la moda

Isabella, decisiva en su vida, pináculo de la fama. Un año después, 1993 presentó su propia marca, Alexander McQueen, y emprendió su trabajo conjunto con Sarah Burton, directora creativa de la marca desde la muerte de su compañero y amigo del alma. McQueen no dejó de trabajar durante esos años, mostrando una colección tras otra.«En mis desfiles quiero ataques al corazón y ambulancias cuando terminen». Su intranquila y febril actividad, cada vez más alucinógena. Y mejor. La colaboración con Givenchy deviene culmen, haciendo suya la alta costura y el prêt-à-porter, pasando a la historia como uno de los genios de la moda. Del arte en general.

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Afortunadamente, no hubo tiempo para que gloria, popularidad y prestigio declinaran. Cansadísimo de vivir, Alexander McQueen se arrancó la vida antes de que tal eventualidad pudiese suceder. El Met de Nueva York agasajó al diseñador con una retrospectiva póstuma titulada Savage Beauty, al igual que hicieran con Balenciaga, Yves Saint Laurent y Dior. Tres genios también, pero lejos de McQueen.

Alexander, siempre belleza salvaje. Talento único e irrepetible. En fin.

Autor

Luys Coleto
Luys Coleto
Nacido en Bilbao, vive en Madrid, tierra de todos los transterrados de España. Escaqueado de la existencia, el periodismo, amor de juventud, representa para él lo contrario a las hodiernas hordas de amanuenses poseídos por el miedo y la ideología. Amante, también, de disquisiciones teológicas y filosóficas diversas, pluma y la espada le sirven para mitigar, entre otros menesteres, dentro de lo que cabe, la gramsciana y apabullante hegemonía cultural de los socialismos liberticidas, de derechas y de izquierdas.