21/11/2024 19:22
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Hasta hace nada, aludir a que el objetivo de la memoria histórica (ahora, democrática) era reescribir la Historia suponía pedir a gritos que le acusaran a uno de facha, vamos, de ser lo peor del género humano. No obstante, quien así lo ha manifestado recientemente no ha sido nadie proveniente de las filas de Vox, la derecha mínimamente combativa contra el discurso memorialista, o del Partido Popular, la refundación de un partido fundado por ministros franquistas y que reniega de sus orígenes, sino la actual ministra de Trabajo. Claro que Yolanda Díaz no lo ha dicho debido a que le preocupe que a los españoles les hurten la verdad histórica, sino porque a su juicio la propaganda que se ha hecho en las últimas décadas no ha sido suficiente.

Cuando uno empieza a acumular años de experiencia resulta más fácil atar cabos y sacar conclusiones. Y aun a riesgo de pecar de abuelo cebolleta, tomaré un desvío por las anécdotas de la infancia. La primera vez que debí escuchar el nombre de Franco fue con motivo de la emisión en Televisión Española de Cuentamé y la única explicación que me dieron entonces fue que ese señor había dado un golpe de Estado e impuesto una dictadura durante cuarenta años. Años después, como consecuencia de una actitud inquieta ante ciertas cuestiones, descubrí algo tan simple como que Francisco Franco jamás dio ningún golpe de Estado porque, técnica y realmente, lo que hizo fue sumarse al que sí impulsaron Emilio Mola y José Sanjurjo, y que si terminó como Jefe de Estado de un régimen autoritario fue debido a una serie de avatares de los que se comprenden cuando uno se molesta en estudiar Historia y Política, dejando la propaganda burda y cutre a un lado. Porque de propaganda burda y cutre, por ejemplo, cabe calificarse que pongan en boca de Antonio Recio expresiones como «los nacionales eran los buenos«, «el glorioso Alzamiento del Ejército Nacional contra las hordas rojas judeomasónicas» y «los fusilados en Paracuellos«.

Salvo excepciones muy contadas, lo habitual en los medios de comunicación y entretenimiento durante décadas ha sido la criminalización de quienes respaldaron la sublevación cívico-militar de 1936; no obstante, a juicio de los representantes de una amplia mayoría de la izquierda, institucional y no institucional, todavía queda mucho por hacer y decir en el terreno memorialista. Por eso no todos están conformes con la nueva Ley de Memoria Democrática y nos encontramos con Joan Tardá, exrepresentante parlamentario de Esquerra Republicana, lamentando que no declare ilegales las sentencias de los tribunales durante el periodo puesto en duda; periodo, todo sea dicho, que ahora abarca hasta el año 1983 debido a la desesperación de Pedro Sánchez por mantenerse en la Moncloa, hasta el extremo de poner en peligro a su propio partido. Quien sabe si extender la memoria histórica hasta el comienzo del felipismo no contribuirá, a medio y largo plazo, a sacar a la luz las miserias de los gobiernos socialistas… El tiempo lo dirá, si tenemos que agradecer a Pedro Sánchez haber iniciado el principio del fin para las siglas del PSOE.

No obstante, ya lo de menos son los personajillos que promueven estas leyes e incluso el mal que siembran a su paso. El rechazo a la memoria histórica no es una cuestión de libertad, sino de Verdad (sí, en mayúsculas). Efectivamente, la Verdad no consiste en hablar de buenos y malos a secas, como hacen los portavoces sanchistas igual que antes hicieron los zapateristas, sino que es una búsqueda que puede abarcar toda una vida y no ofrece beneficios de ningún tipo, porque hay que pringarse las manos y ponerse una diana sobre la espalda, y eso, en una sociedad tan políticamente correcta y abonada al qué dirán, molesta y mucho. Se alude mucho a la censura existente en el franquismo, pero la realidad es que en la democracia que disfrutamos existe mucha autocensura porque hay ciertos temas sobre los que no resulta políticamente correcto hablar si es para cuestionarlos. Curioso, cuanto menos, que la presunta pluralidad de opiniones termine convirtiéndose en la imposición de un consenso donde sólo varía el tono de la adhesión a lo preestablecido de antemano. Puro espectáculo y farsa, en resumen.

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Hay quien tilda de exagerado decir que habrá destrucción de libros e ingresos en prisión por explicar la Historia de España del siglo pasado desde una perspectiva alternativa a la impuesta por la nueva Ley de Memoria Democrática, pero en los últimos años hemos visto a multitudes echando espuma por la boca ante un lema tan básico como «Los niños tienen pene y las niñas tienen vagina«, así que tampoco sería descabellado creer que las posibilidades de ver arder en el fuego las novelas de Rafael García Serrano o las Obras Completas de José Antonio Primo de Rivera son reales. Y en nuestra Historia reciente hemos vivido momentos protagonizados por este Gobierno, como negar la amenaza del Covid-19, reconocer que se controlaban los mensajes difundidos por las redes sociales o anunciar más de una vez que el fin de la pandemia estaba cerca. Con semejante historial del presente, lo más sensato que uno puede hacer cuando este mismo Gobierno, en connivencia con los batasunos de Bildu, habla del pasado es no creer ni una palabra, sobre todo cuando condena con posterioridad a una generación, especialmente a los más jóvenes, por sublevarse contra un régimen hoy mitificado (porque de ningún otro modo puede definirse el juicio mayoritario de la izquierda española respecto a la Segunda República) que empezó mal y terminó peor por el sectarismo e incompetencia de una clase política pomposamente autoproclamada como progresista. Si de verdad les importara la Historia, el Gobierno de Pedro Sánchez y sus socios aprenderían lecciones de la misma en lugar de imponer su cuento infantil de buenos y malos.

Autor

Gabriel Gabriel
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