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El 18 de julio de 1936 supuso un final y un principio al mismo tiempo. Las generaciones actuales de españoles solo han estudiado que fue la fecha del levantamiento de unos generales fascistas contra el pueblo español. Que estos generales terminaron con la democracia y la libertad de los pueblos. Y estos españoles no llegan a comprender que aquél 18 de julio llegó para terminar con las barbaridades producidas por y en la República.  Por José Antonio Primo de Rivera se describió, con claridad meridiana, la situación española a inicios de ese año 1936, que era de triple división: la engendrada por los separatismos locales, la engendrada por los partidos y la engendrada por la lucha de clases.

Una II República deseada

La II República llegó en 1931 bajo un aire fresco y la esperanza de un verdadero cambio. Alfonso XII nunca estuvo a la altura de las circunstancias de lo que necesitaba la sociedad española. Como todos los borbones, Alfonso XIII creyó que España era para su uso y abuso. Y como todos ellos, las personas que se acercaron a este último se perdieron. Se perdió el bueno del General Primo de Rivera que le salvó del desastre de Annual enterrando el Informe Picasso. Cuando más confiado estaba el General, Alfonso le apartó de su lado sin miramiento alguno, dejando que muriera en el exilio y bajo el más absoluto silencio. Fueron los pretendidos leales a Alfonso los que, de la noche a la mañana, provocaron su caída y su alejamiento, que con la consabida heroicidad de la que están dotados estos reyes (recordemos cómo Carlos IV y su hijo Fernando corrieron a cobijarse bajo el paraguas napoleónico) dejó familia y palacio el primero, abandonando España por Cartagena. Un abandono que justificaba como la forma de  evitar que un compatriota se lanzara contra otro, en fratricida guerra civil (así lo expresa su Manifiesto), cuando lo que consiguió con tal salida fue llegar a esa guerra civil. Hasta los más monárquicos apostaron por una República esperanzadora para todos, y por eso fue aceptada y entusiásticamente recibida.

Una II República quebrada

Pero esta República, que nacía con halos evidentes de esperanza, abortó a sus primeros pasos, olvidando los integrantes del denominado Pacto de San Sebastián lo acordado, el primero Maciá que proclamó el Estado catalán a la primera de cambio, nombrando gobernadores y al general López Ochoa, Capitán General de Cataluña. Y el mismo año 1931, se producía la quema de conventos en Madrid y otras provincias, quema que pese a ser conocida de antemano por Miguel Maura (según cuenta Azaña en sus Memorias) por un confidente, el Gobierno no hizo nada porque no se produjeran los alborotos y la proyectada quema. Tras de esta vino el decreto de libertad religiosa con la supresión de la obligatoriedad de la enseñanza religiosa en las escuelas y la prohibición del Crucifijo en las escuelas. El contrapunto lo puso la Masonería, que en la asamblea de la Gran Logia Española de mayo de 1931, aprobaba el programa que seguirían los distintos gobiernos republicanos, puntos programáticos que serían recogidos en el proyecto de Constitución de dicha república. Como si no tuvieran otra cosa que hacer los diputados republicanos, se creó la Comisión de Responsabilidades contra el Rey Alfonso  y el General Primo de Rivera, revisando un pasado de la historia no para la conciliación sino para la revancha, algo similar a la proyectada ley de memoria democrática del PSOE y BILDU. Los dirigentes republicanos, perdiendo el tiempo en ideologizar la República, no atajaron los crímenes, atracos, choques, motines y huelgas que comenzaron a producirse de parte a parte de España, con un balance constante de muertos y heridos, con agresiones constantes a la Guardia Civil, de la que no eran ajenos en su origen los socialistas Margarita Nelken y Manuel Muiño, llegando a producirse los asesinatos de  guardias civiles en Castilblanco. Se fueron añadiendo la rebelión anarquista en la cuenca del Llobregat, la disolución de la Compañía de Jesús, desórdenes en Málaga, Valencia, Bilbao y Madrid; huelga revolucionaria en Sevilla, los estatutos catalán y vasco, la expropiación de tierras y la matanza de Casas Viejas.

En septiembre de 1933 Azaña es sustituido como Presidente del Consejo de Ministros por Lerroux, lo que no es aceptado por el PSOE, denunciando Prieto que la colaboración de aquél con la CEDA desmantelaba las Constituyentes y era una traición al Pacto de San Sebastián, estando dispuesto el PSOE  a defender la República con la revolución, si fuera preciso. El PSOE se radicalizaba a partir de dicho momento, llegando a la adquisición de armamento  para las milicias socialistas y al estallido revolucionario en Asturias y en otras partes de España. La República sería salvada en esos momentos por las derechas y el General Franco.

Una II República inviable

El socialismo del PSOE, a partir de 1934 no cejará en su empeño revolucionario permanente (siguiendo en este caso la línea troskista) hasta el triunfo del Frente Popular y el asesinato de José Calvo Sotelo, sacado de su domicilio por elementos cercanos a Prieto, tiroteado en la nuca por Luis Cuenca, y dejado su cuerpo abandonado en la tapia del cementerio de La Almudena, con todo desprecio y criminal saña.  La propiedad privada y la seguridad personal quedaba al arbitrio del propio gobierno, siendo eliminada toda seguridad jurídica.

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Los logros de la II República

 

Una España desunida y separada

 

La II República consiguió los separatismos catalán y vasco, una independencia finalmente negada, pero que consiguió dividir a los españoles en intereses contrapuestos, y la idea de que España, como geografía de la unidad nacional, había terminado. Paradójicamente, esto le llevó a decir a Calvo Sotelo que prefería una España roja a una España rota.

 

Una España en lucha de clases

 

La burguesía, que había ayudado a que se proclamase la República, fue tenida como el enemigo a batir porque así quedaba bien en los discursos revolucionarios, y cuyas proclamas calaron en el pueblo llano viendo como solución a su miseria la eliminación física del otro, ya convertido en una diana puramente ideológica encarnada en la acusación de fascista. La República, en vez de tender a la superación de las distancias sociales ahondó la brecha, incluso respecto de aquellos intelectuales y burgueses propiamente republicanos, pero sin la ideología marxista que proclamaban los socialistas y comunistas.

 

Una España dividida por los partidos políticos

 

En vez de hacer uso de la prudencia y pensar en los intereses generales de los españoles, cada partido político quiso alcanzar sus propios fines, aun en perjuicio del resto. Azaña, el primer provocador del caos social, lamentaría la falta de solidaridad nacional, reconociendo que a muy pocos -excluido él de estos pocos- le importaba la idea nacional. Ni aun el peligro de la guerra sirvió de soldador, sino que, al contrario, cada uno la aprovechó para tirar por su lado.

 

Las elecciones de 1936 y el triunfo del Frente Popular supuso la ruptura de una convivencia que venía siendo ya anómala  entre españoles, separación que no fue provocada por las llamadas derechas, sino por los elementos social-marxistas y comunistas. Media España ya no dejó vivir a la otra media, y esta, se vio abocada a resistir para vivir.

 

Un 18 de julio necesario

Hay que recordar que no hubo un alzamiento contra la República. La anarquía reinante en todo el territorio nacional (celebrada desde los partidos izquierdistas) y la inseguridad personal y jurídica llevó a esos mismos elementos burgueses, intelectuales y financieros que la habían traído, a intentar terminar con un gobierno revolucionario separatista y clasista, pero no con la República. Tampoco hubo un alzamiento único y exclusivo de militares, pues como indico, a ellos se unieron los mismos que habían alzado la bandera republicana, pero hartos ya del rumbo que había tomado.

La II República no era democrática, sino sectaria. Un solar donde el odio interpersonal acampaba a sus anchas, y un lugar donde, por el simple hecho de llevar una camisa blanca ya te hacía merecedor del linchamiento.

De no haber querido imponer el PSOE su socialismo marxista sin importar las normales reglas, si el gobierno de turno republicano hubiese asegurado las calles, si los partidos marxistas y anarquistas no hubiesen iniciado una policía paralela a la gubernamental, aun con los intentos de romper de catalanes y vascos, no se hubiera ido al alzamiento del luego llamado bando nacional.  Pero cuando pensamos que quien se había alzado, ya en 1934, seguía el mismo proceso sin detenerse para acabar con el que ya consideraba enemigo e implantar una República marxista en la línea soviética, así como la eliminación física del adversario político, el que tuvo dudas de si alzarse o no, o si era o no el momento apropiado, dejó de tenerlas. El asesinato de Calvo Sotelo no tenía justificación alguna, auspiciado por el gobierno del momento y que acordó no investigarlo ni castigar a los asesinos. Si el gobierno legal llegaba al asesinato del adversario convirtiéndolo en enemigo, la guerra se inició el 13 de julio conforme vino a reconocer el propio Prieto a sus secuaces.

Para la media España acorralada, perseguida y asesinada, la forma de conseguir la paz -en palabras de Unamuno- fue acudir a esa guerra.

El problema fue que todos se equivocaron, los organizadores de un lado y de otro,  al pensar que sería cuestión de días el triunfo. Solo dos personas vieron claro que la guerra iba a ser larga y costosa. Estos fueron Franco y Prieto.

18 de julio: la ocasión perdida

Digo ocasión perdida porque pudiendo haber sido ese 18 de julio de 1936 un cambio total de la política española, al menos respecto del siglo XIX, porque pudiéndose haber realizado una auténtica revolución nacional en la línea marcada por el nacional-sindicalismo joseantoniano, tomando este como un todo, se adaptaron principios y valores parciales que anularon lo que de revolucionario tenía y tiene la doctrina falangista. A modo de ejemplo, fue un error no declarar la separación total de la Iglesia respecto del Estado, cuando observamos, ahora, cómo esa Iglesia católica asesinada olvida a Franco, salvador de la misma. Se adoptó por el nuevo Estado la justicia social y los valores del Pan, la Patria y la Justicia, pero se acalló el espíritu juvenil de revolución permanente, lamentablemente. Franco, como buen militar, organizó el nuevo Estado de un modo disciplinado, y lo más importante, haciendo cumplir las leyes, cumplimiento que había desaparecido en la República.

Teniendo a la vista los años transcurridos a fecha actual, hemos de lamentar cómo volvemos a repetir una historia que debía estar totalmente olvidada. Es la historia del separatismo territorial; la cada vez profunda brecha de la amplia clase media que fue conseguida en 1975 y que llegó a los años noventa, hoy debilitándose mediante la consiguiente reducción  a una masa dependiente de continuas ayudas y subvenciones de las administraciones;  la división que provocan de continuo los partidos políticos que no aspiran a un interés general, sino al particular propio. Echando la vista atrás tenemos la sensación de que volvemos a repetir los mismos errores. No hemos aprendido los españoles absolutamente nada de lo que fue una república volcada en el odio al otro, y que esa media España que odiaba a la otra por razones puramente ideológicas, arrastró a esta a una guerra que cerró el paso a un estado soviético que hubiera terminado por eliminar a sus enemigos.

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Esa media España vencedora pronto consideró olvidar el pasado, que no se estudiara en las escuelas lo que fue el terror rojo, las chekas y la continua delación e inseguridad jurídica y personal, en aras de una reconciliación que solo fue efectiva para los que vencieron y buena parte de los vencidos. Pero parte de estos nunca se reconciliaron, continuaron larvada la guerra para ellos no terminada, primero a través del maquis, luego bajo la silente infiltración en los organismos de las administraciones públicas, y lo que fue peor aún, que aquellos en los que el viejo y cansado Franco hizo descansar aquel estado que parecía permanente fue traicionado. Primero por quien fue designado sucesor a título de rey, luego por aquellos procuradores en Cortes que debían defender la legislación vigente. Todos ellos acometieron la traición al espíritu de que no debía, nunca más, haber un enfrentamiento como el de 1936, traición que nos ha llevado a revivir como un mal sueño situaciones que nos pueden llevar a un 2036 similar, y de lo que parece que nadie se da cuenta, cuando una mecha se incendia de la manera más sencilla pero peligrosa.

Si estuviera en nuestra mano el reconducir los hechos del pasado habrían de corregirse errores tales, como el no haber reabierto la línea borbónica; el no haber establecido una república nacional de ciudadanos con sentido de su ser y deber político, que no es tanto ser partidario de algo sino para algo, en un interés único en una administración nacional y local sin fisuras, con funcionarios que hicieran que estas caminaran por sí mismas, y que a las Cortes únicas no llegasen los partidos sino los ciudadanos como individuos libres y absolutos de su independencia. Claro está que para esto último, el militar que era Franco debió dejar paso (bajo su tutela) esa república nacional de ciudadanos libres, basada en el esfuerzo personal, en la excelencia de los dirigentes nacionales y locales, libres de todo interés espurio y personal, y volcados en el interés de nuestra comunidad nacional. Mucho de esto fue lo conseguido en cuanto a unas generaciones que fuimos educadas en el total respeto hacia el otro, sin preguntar sus gustos o preferencias, sus colores o desviaciones, pero aquellos quienes debieron -al menos en parte- conservar lo construido en cuarenta años siguientes a 1939, lo destruyeron ya en 1976.

Hoy estamos peor que ayer, porque pudiendo haber aprendido hemos olvidado que lo importante es lo que nos une, no lo que nos separa. Que no puede haber una federación territorial que cree la desigualdad nacional, para terminar en un igualitarismo a nivel regional, pero desigual respecto de los otros.  Que nuestra lengua, la española, ha de ser única en todo el territorio nacional para que no exista la sensación de que se está en el extranjero, y que cada uno debe conservar su lengua materna es lógico, pero la lengua exclusiva para relacionarnos ha de ser la española o castellana, como única lengua universal. Que no podemos estar a base de subsidios y de dádivas desde las administraciones de todo tipo, solo para conseguir votos cautivos y una clientela de partido que crea el enfrentamiento entre la idea de ricos y pobres, idea  que ha de ser superada por una justicia social de oportunidades para todos dentro de la desigualdad natural que cada uno tiene. Y lo más importante, que exista una auténtica protección de la propiedad que lleve a una seguridad jurídica, tanto en lo personal como en las relaciones comerciales, haciendo para ello, las menos leyes posibles, porque, ¿de qué sirven tantas leyes y regulaciones si luego no se cumplen, ni por quienes supuestamente las imponen?

La Historia solo nos puede servir para aprender de ella. No podemos revisarla, rehacerla o cambiarla, como se pretende con las denominadas leyes de memoria histórica y democrática. Y si no aprendemos, el castigo hacia el que vamos es volver, en lo malo, a sufrirla.

 

Autor

Luis Alberto Calderón