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Pasando ahora a lo que sucedió al mismo tiempo en toda Roma, Empezaré por el Macao, donde el primer Depósito de Zuavos (Capitán La Begassiere, Teniente Tarabini y el Alférez de Rigau) hizo muchísimo fuego toda la mañana, colocado junto a una casa de los Jesuitas, y causó muchísimo daño al enemigo, porque dominaba un camino por el cual los italianos debían pasar de todos modos. Además, allí cerca se encontraban varias Compañías de Carabineros suizos bajo el mando del Teniente Coronel Castella, y en San Juan de Letrán había otras compañías de Zuavos bajo las órdenes del Teniente coronel Charette, con la ametralladora, que no llegó a hacer fuego porque por este lado el ataque no fue tan fuerte como por el de Puerta Pía. En Puerta San Sebastiano y Puerta San Pablo también había zuavos, bajo las órdenes del Comandante de Saisy. También bombardearon mucho por este lado los italianos, lo que tenían un número inmenso de cañones excelentes. En el fuerte San Angelo había tres Compañías de Zuavos, una en San Pedro y creo que otra en San Pancracio; pero por este lado la mayor parte eran tropas indígenas.
Muchas granadas cayeron en el centro de Roma, en varios puntos; delante del Palacio del Quirinal mataron a dos o tres personas que por allí paseaban; varias casas fueron quemadas en el Transtevere, y padecieron mucho la fachada de San Juan de Letrán y la Scala Santa. Estas cosas sucedieron en Roma antes de las diez de la mañana del 20 de septiembre.
Volviendo ahora a hablar de la Puerta Pía, a las diez estaba todavía allí el comandante Troussures, cuando llegó un dragón pontificio, al galope, con una bandera blanca, diciendo que venía de orden del General Zappi. Como no llevaba ninguna orden escrita y podía ser un traidor (y que no era más que un simple soldado), el Comandante y mi Capitán le hicieron volver atrás, y el Comandante se fue a recibir órdenes del General. Al marcharse nos mandó que empezásemos el fuego en cuanto los italianos llegasen cerca de la Puerta, y que en seguida la defendiésemos con las bayonetas. Entretanto, a nuestro lado, sobre las murallas, la tercera del primero tiraba continuamente y hacía mucho daño al enemigo. A las diez y media, poco más o menos, mi Compañía empezó el fuego, lo cual fue para mis zuavos un verdadero júbilo, pues desde mucho tiempo estaban impacientes por disparar los fusiles. Ya estaban los italianos a pocos pasos de nosotros, contra el terraplén y la primera barricada de Puerta Pía, y el fuego se hacía muy animado. Un Coronel de los italianos (un emigrado romano), al querer entrar en la Puerta cayó muerto, y creo que fue mi compañía la que tuvo el honor de matarle. Además de éste, otros Oficiales italianos cayeron en la Puerta. También entonces fue milagroso que nadie de mi Compañía quedase herido, estando en tanto peligro. Hubo uno de mis zuavos a quien una bala atravesó de parte a parte el cañón del fusil, sin hacerle nada a él; otro zuavo la empuñadura del sable rota, y él resultó ileso, y además las balas silbaban sobre y al lado de nuestras cabezas.
Ya eran cerca de las once. Cuando íbamos a defendernos con las bayonetas cuerpo a cuerpo vimos llegar a nuestro Comandante Troussures, que nos mandó cesar el fuego y poner bandera blanca. El toque de clarín no bastó para poner fin al fuego, y nosotros, los Oficiales, con toda nuestra voz, tuvimos que mandar cesar el fuego, pues esto era un sacrificio demasiado grande para nuestros zuavos. También la tercera del primero cesó entonces el fuego.
Desde media hora, a nuestra derecha, en dirección al Macao, y en otros puntos, no se oía ningún ruido, y era que allí las tropas pontificias habían recibido orden de cesar el fuego y retirarse. En el acto, el valiente Cabo Monginoux, de mi Compañía (tercera escuadra), puso un pañuelo en lo alto de la bayoneta y subió sobre la barricada, de un metro y medio de alta (hecha con sacos de tierra), que cerraba la entrada a la Puerta Pía.
Ya estaban los italianos debajo de la misma Puerta y los primeros soldados tomaban por asalto esta barricada, y a la fuerza querían desarmar al Cabo Monginoux, cuando nuestro Comandante Troussures, con una serenidad extraordinaria, sin sable, pero sólo con un látigo en la mano, subió sobre la barricada para contener el ímpetu de las tropas italianas, defendiendo al mismo tiempo sobre esa barricada al Cabo Monginoux, y aunque atacado por muchos italianos, con gran valor y fuerza supo defenderse contra siete u ocho bayonetas, y bajó de la barricada sin novedad. Yo estaba al lado de mi sección, y en ese momento vi llegar por detrás de nosotros a varios paisanos romanos por la Vía Pía, desde Termini, quienes gritaban ¡Viva Víctor Manuel!, ¡Viva Italia! Y como tenían que pasar una pequeña barricada para llegar a nosotros, yo les hice retroceder amenazándoles con mi espada. Ellos ya veían llegar los primeros soldados italianos.
En aquel momento (eran las once) los italianos estaban en gran número debajo de la Puerta Pía y subían sobre la segunda barricada, detrás de la cual estábamos nosotros; yo, al ver esas caras endiabladas, no pude detenerme y me adelanté unos dos o tres pasos frente a ellos, amenazándoles con mi espada en la mano. Hasta ese momento yo no podía creer de ninguna manera que dios permitiera que entrasen las tropas italianas en Roma, pues confiaba en un milagro, fijándome en la serenidad que todos decían tenía Su Santidad.
Mi Capitán, poco antes, me preguntó si en caso de quedar nosotros prisioneros querían yo darme a conocer o guardar el incógnito; pero yo estaba tan lejos de pensar en caer prisionero, que no le contesté nada de esto, y sí que debíamos triunfar, aunque muriésemos todos.
Ni las palabras de nuestro valeroso Comandante Troussures, ni un poco de honor militar detuvo a los italianos, y a pesar de la bandea blanca puesta en la Puerta y en muchos otros puntos, las tropas enemigas, saltando por encima de la barricada, fueron entrando como hormigas por la Puerta Pía, dentro de Roma. Los regimientos que entraban por este punto eran el 39 y 40 (la barricada Bolegna), de línea.
Nosotros ya no hicimos resistencia, para cumplir con la orden de Su Santidad; pero mucho nos costó a los Oficiales el contener a nuestros valientes zuavos. Reunimos luego la Compañía al lado derecho de la Puerta Pía, contra la casa Torlonia. Los italianos, en un instante, nos rodearon, sin que tuviésemos tiempo de retirarnos a Termini (como debía ser, si ellos hubiesen cumplido con la capitulación). Al entrar los italianos por la puerta no se puede explicar el furor de que estaban poseídos, y al vernos a nosotros, zuavos, empezaron a insultarnos, gritando: boya (verdugos), assessini, ladri, puzzoni, y diciendo además malas palabras con Su Santidad. Llegaban a la bayoneta, como al asalto, mientras después de poner la bandera blanca nadie les hacía resistencia. Los italianos nos querían desarmar en el acto, a la fuerza; pero mi Capitán, con mucha energía, se opuso a esto, diciendo que no entregaría las armas más que con todas las formalidades acostumbradas. Y así se hizo.
Mi compañía tuvo la suerte de que los que entraron por Puerta Pía fueran soldados de línea, pues éstos eran menos malos, mientras que al lado de nosotros, en la brecha de Puerta Salara, por donde entraron muchísimos batallones de bersaglieri, la tercera y la cuarta Compañía del primer Batallón de Zuavos, que la defendían, fueron tratado infamemente por las tropas italianas. También allí entraron casi al asalto, sin respetar la bandera blanca. Hicieron poner de rodillas a los zuavos, desarmándoles a la fuerza, como si fueran brigantes; quitaron a viva fuerza los sables a los Oficiales, arrancándoles hasta las cruces y medallas militares, les robaron sus revólveres y todo lo que tenían. Y al Teniente Van der Kerkowe, que estaba a caballo, lo hicieron apear, robándole el caballo (que era suyo particular y magnífico), y además de haberle robado todo y desarmado le dispararon un tiro de fusil a bout portant, quemándole, por gracia de Dios, solamente la piel del cuello. Al Teniente Manduit, que había subido con la bandera blanca sobre la brecha, los bersaglieri le rodearon, poniéndole las bayonetas al cuello y hasta le quisieron matar allí, después de estar ya prisionero, de tal modo, que los de su Compañía, que no le vieron más, creían que había quedado muerto en la brecha.
Cuando las tropas italianas, bajo las órdenes del General Cardona, entraban por Puerta Pía y por la brecha (de 50 metros de ancho) junto a la Puerta Salara, ya habían entrado en Roma otras tropas italianas por diferentes puntos de la ciudad. El General Biscio venía a atacar a Roma por el Norte; pero empezó el ataque un poco más tarde que el General Cardona. Las tropas de Biscio entraron en Roma por la Puerta de San Pancracio. En esa Puerta también se batieron un poco. El infame Biscio tuvo el atrevimiento de querer bombardear el palacio Vaticano, donde sabía que estaba Su Santidad, y a ese fin había establecido sus baterías en la Villa Pamfili, que dominaba todo el Transtevere. Lanzó varias granadas, pero como allí el fuego no empezó hasta las nueve, el General Biscio pudo hacer poco, teniendo que suspenderlo a las diez, cuando se pusieron en Roma las banderas blancas, entrando en seguida en la ciudad, sin ningún trabajo, después de haber hecho la mayor infamia exponiendo con sus cañonazos la misma persona del Papa.
Al mismo tiempo que las tropas italianas entraban en Roma, iban entrando con ellos cerca de 10.000 paisanos, todos emigrados romanos, que los enemigos habían hecho venir allí en trenes especiales. Muchísimos de tales individuos entraron por Puerta Pía, nos insultaron terriblemente, gritando a los soldados italianos, indicándonos a nosotros: ¡Fucilate questi assessini!
Con 15.000 hombres atacaron los italianos de asalto la Puerta pía, en donde no quedaba ya para defenderla más que mi Compañía, es decir, 95 hombres; la mayor parte de éstos eran holandeses, doce españoles, varios canadienses, uno del Ecuador, etc.
Eran las once y media de la mañana cuando, entre Puerta Pía y la Villa Torlonia, pusimos nuestra compañía en columna, por secciones, hicimos formar los pabellones y retirarse a los soldados algunos pasos atrás, dejando delante las armas. Este momento fue terrible; los soldados lloraban como niños y decían: ¡Más hubiera valido haber muerto todos que entregar nuestras armas de este modo! Hubo que quitar las cartucheras con los cartuchos. Entonces el Sargento Mayor, De Kersabieck, no pudo contenerse; tomó su cartuchera y la tiró al suelo, a los pies de un oficial italiano, que se enfadó muchísimo contra él; pero Kersabieck, muy vivo de carácter, iba a decirle algo; el oficial italiano le mandó que levantase la cartuchera y la pusiese sobre los pabellones, como los demás; pero el otro no le hizo caso. Entonces mi Capitán, para evitar alguna desgracia, mando al Sargento Mayor de hacerlo, quien levantó la cartuchera al momento, diciendo: Ahora la levanto porque me lo manda mi Capitán, al que sólo yo obedezco.
En el acto de formar los pabellones, el Sargento Mayor primero y los demás zuavos después, rompieron sus fusiles de una patada o un golpe sobre el empedrado, o quitándoles algún pedazo del mecanismo, lo que se hizo a la vista de los italianos. Después de entregados los fusiles, nos rodeó una Compañía de línea, con bayonetas, y nos hizo quedar allí, al principio de Villa Torlonia y a insultarnos, hasta que, por fin, un oficial superior italiano les dijo que quería que se tuviesen las debidas consideraciones a los zuavos prisioneros. Los primeros dos regimientos de línea italianos se colocaron allí, en la plazuela, delante de la Puerta Pía, y había tantos soldados que apenas cabían. Cuando entraron los dos regimientos venían en tal confusión, que (según nos dijeron ellos mismos) estaban mezclados todos entre ellos, y no sólo entre batallones, sino entre regimientos.
Los italianos tuvieron muchos oficiales muertos delante de la Puerta Pía, y, según lo que dijeron ellos, cerca de 2.000 hombres fuera de combate. Después de los de línea entraron también varios batallones de bersaglieri por dicha Puerta; pero éstos no se pararon, y pasando delante de nosotros fueron a ponerse formados en batalla sobre la Vía Pía, para vernos pasar, y eran tantos, que llegaban desde la repetido Puerta hasta cerca del Convento de Carmelitas de la Victoria. También a nosotros, tres oficiales de la sexta del segundo, nos querían quitar los sables; pero mi Capitán protestó con mucha energía, y los italianos se adaptaron. Me alegré mucho, pues yo llevaba un hermoso sable de Toledo que había pertenecido a mi abuelo Carlos V y a mi tío Carlos VI; pero, sobre todo, por quedar armado, aunque prisionero de guerra. Yo llevaba mi revólver en el cinturón del sable, y también quisieron quitármelo; pero yo me opuse fuertemente y logré guardarlo. Entonces pasé a animar a mis queridos zuavos y decirles que tuviesen paciencia y se condujeran noblemente, aunque prisioneros. Nos mandaron contar el número de zuavos de nuestra Compañía, y vimos que no teníamos más que 80 hombres, porque 15 habían logrado escaparse antes de quedar prisioneros y rendir las armas; los pobres se fueron a reunir a otras Compañías de Zuavos que estaban libres todavía en la ciudad. Los doce españoles de mi Compañía todos quedaron allí conmigo, queriendo sufrir la misma suerte que yo. En esos momentos entró con las tropas italianas un corresponsal de un diario francés, vestido con sombrero de copa alta y con traje negro; era muy raro y estaba escribiendo la descripción de la entrada de los italianos por Puerta Pía, y vino a pedirnos datos particulares a nosotros, y mi Capitán sólo le dijo que la sexta del segundo, la que defendió la Puerta Pía, no había tenido ni un solo hombre herido.
En poco más de un cuarto de hora ya habían entrado por la Puerta Pía y por las dos puertas laterales unos 15.000 italianos, habiendo sido el regimiento 39 de Infantería el primero que entró en Roma. Con ellos entraron los emigrados romanos, gritando vivas a Italia y abajo el Papa. Estos emigrados romanos eran revolucionarios que habían sido desterrados por el gobierno pontificio por traidores o que habían huido por miedo a castigos del referido Gobierno por conspirar contra él. Muchos de éstos aprovecharon la confusión de aquel momento para apoderarse de las armas de los zuavos antes que los soldados italianos tuviesen tiempo de llevárselas. De este modo se armó gran parte de la población.
Al día siguiente, el Comandante de la plaza de Roma (General italiano) dio la orden en la que decía que si dentro de 24 horas todos los paisanos no entregaban las armas que tenían, al que se le encontrase, se le fusilaría en el acto. Estos emigrados armados corrían en el primer momento por toda la ciudad de Roma, y en varios puntos la tropa pontifica tuvo que hacer fuego contra ellos, pues venían a millares, juntos, alborotando. Después de esperar tanto tiempo, al as doce del día, entre la escota de una compañía de línea del 39 regimiento de Italianos, nos hicieron marchar de Puerta Pía, y andar por toda la Vía Pía hasta Termini. Mi Compañía marchó de cuatro en cuatro, y los oficiales marchamos a nuestros puestos batalla, a pesar de ir nuestros soldados desarmados y entre las bayonetas enemigas.
En cuanto salimos del jardín Torlonia y entramos en Vía pía, nos encontramos con los bersaglieri. Allí estaba rodeada por ellos la tercera Compañía del primero, también prisionera, pues fue ésta, con la nuestra, las dos solas Compañías que quedaron prisioneras de guerra a discreción, sin capitular. Nos hicieron marchar adelante, entre los silbidos de los bersaglieri y los mayores insultos. Muchos bersaglieri dieron golpes en las piernas de mis zuavos, con las culatas de los fusiles. La calle estaba llena de gente, y todos insultándonos; entre éstos también había mujeres; muchos paisanos nos escupieron en la cara, y los gritos eran tales como para volverse sordos.
No se puede decir cuánto padecimos en este paseito, y sólo teníamos paciencia para sufrirlos penando que Nuestro Señor Jesucristo sufrió peores insultos que éstos. Pero creo que en ningún país se habrá visto, ni verá jamás, tratar peor a los prisioneros de guerra que a nosotros en Roma. En este camino encontré al escultor español Aguirre y le di un apretón de manos al pasar, pues era para mí un gran consuelo el ver a un español conocido. Un buen rato anduve fuera de la línea de los soldados italianos, sobre la acera, en medio de un gran gentío; pero como llevaba todavía mi espada y mi revólver, nadie se atrevió a tocarme. Durante el camino, un soldado italiano de línea tuvo la caridad de dejarme beber un poco de agua de su botella, y se lo agradecí bastante, pues no habíamos podido beber no comer en todo el día.
Llegamos a la Plaza de Termini y nos hicieron volver hacia la estación de ferrocarril. Nos alegramos mucho con la esperanza de que nos harían marchar de Roma en seguida.
En la Plaza de Termini estaba todo el tercer Batallón de Zuavos, la Compañía del primer Depósito, en la cual vi a Tarabini, que me saludó, y además estaba allí un batallón de Carabineros suizo. Estas tropas estaban todavía armadas y esperaban allí para hacer la capitulación en toda regla. Al pasar delante de estos soldados del Papa, todavía armados, los zuavos de mi Compañía, aunque sin armas y entre bayonetas enemigas, prorrumpieron en entusiastas gritos de ¡Viva Pío IX Papa-Rey!, levantando en el aire los kepis. Estos gritos repetidos por los otros soldados pontificios, especialmente los suizos, ante los cuales pasábamos. En ese momento se oyó un tiro de cerca, y fue que un artillero pontificio, habiéndose puesto a saludar a un oficial italiano, un soldado suizo se enfadó contra él, considerándole traidor a Su Santidad, y le disparó un tiro de fusil, que no tocó a nadie. Pasamos delante de la estación del ferrocarril, pero en lugar de entrar en ella nos hicieron seguir adelante hasta llegar al cuartel del Macao. Este cuartel está a pocos minutos de Puerta Pía, pero nos hicieron dar un rodeo de media hora, para que todo el mundo nos viese y pudiese insultarnos.
A las doce y media entramos en el cuartel del Macao, que era el de los Dragones pontificios, pero entonces no había nadie. Allí rodearon el cuartel con centinelas y pusieron una Compañía del 39 Regimiento de guardia. Esta Compañía había perdido a su Capitán entrando en la Puerta Pía. El Subteniente de la guardia fue bastante amable con nosotros, y nos dio una tarjeta por recuerdo: se llamaba Sandri. Allí estaban 80 hombres de mi Compañía; 15 habían logrado escaparse de Puerta Pía cuando nos desarmaron; 2 habían quedado en la Villa Medici, por la mañana, para hacernos la comida (Boulars y Schouten); 3 estaban de guardia en el cuartel de San Agustín, y uno estaba enfermo en el hospital (Ortiz).
A la una y media de la tarde vimos entrar en la gran pradera de delante del cuartel a varios batallones de línea italiana, con su música, que iba tocando delante de ellos. Fue terrible la tristeza que nos causó ese momento y esa música. Quedamos allí encerrados e incomunicados, sin saber nada de lo que pasaba en Roma, y lo que más nos afligía era no saber lo que sucedería con Su Santidad, y si marcharía o quedaría prisionero.
Nos dejaron allí encerrados, sin darnos nada para comer en todo el día, y eso que no habíamos comido desde la víspera. No nos dejaban salir no siquiera delante de la puerta del cuartel. Por la tarde revelaron la guardia, y vino allí todo el Regimiento 40 de línea. A nosotros nada nos dijeron de lo que iban a hacernos; y viendo que nos dejaban a los de mi Compañía solos en ese cuartel, separados de los demás prisioneros, creíamos que nos iban a fusilar, por haber seguido haciendo fuego bastante después que habían puesto la bandera blanca en los demás puntos de Roma. De esto no teníamos la culpa nosotros, pues únicamente habíamos cumplido con las órdenes que nos habían sido dadas con poca claridad. Aunque la idea de ser fusilados no fuese agradable para nosotros, sin embargo estábamos del todo conformes con ello, pensando que ya era lo mismo morir así, como si hubiésemos muerto en el combate. Toda la tarde la pasamos en estas conversaciones, y sin entristecernos la idea de que nos iban a fusilar. Mi Capitán no decía una palabra, y estaba muy triste, pues preveía mal para nosotros, y tenía razón, pues las apariencias eran tales. Mi Capitán, al momento de entregarnos en Puerta Pía, tenía lágrimas en los ojos; yo, al contrario, estaba sorprendido de tal manera al ver acabar todo tan mal, que me parecía un sueño y no llegaba a convencerme que fuese verdad. También el valiente Teniente Derely y el Sargento Mayor Kersabieck tenían los ojos llenos de lágrimas, lo cual era muy natural, y mostraba cuánto sentían el triste fin del Gobierno de Su Santidad.
Por la tarde los oficiales italianos dijeron que nosotros, los oficiales, podríamos salir delante del cuartel para tomar aire, y nos aprovechamos de ello con gusto. Por todo el día no comimos más que una tortilla de un par de huevos entre seis o siete personas, y un poco de pan y queso. Los soldados no recibieron nada en todo el día. Por la noche logré hacerme traer unos panecillos, que repartí entre los 80 hombres de mi Compañía, dando a cada soldado una sexta parte de un pan.
Así se pasó el triste día 20 de septiembre, que no olvidaré mientras viva. Los tres oficiales nos reunimos en un cuartito del cuartel, y logramos tener un colchoncito para cada uno, en el suelo. Antes de dormir comimos una especie de sopa que nos hicieron en la cantina del cuartel, y que no manchaba en el lugar donde caía. Por la noche vinieron un oficial y un ayudante de Artillería pontificia, y quedaron en nuestro cuarto, pues también eran prisioneros. Antes de la diez nos echamos a dormir, vestidos.
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