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Si a un figurante en el espectáculo, con un papel meramente decorativo y sin texto, le añadimos que no representa una serie de valores de comportamiento elemental, está claro que su papel en la función está totalmente amortizado.

    Felipe VI debería pensar, y muy serenamente, la imagen que está proyectando en millones de españoles: Hijo indolente, comportamiento que no entiende nadie; y Esposo de una atea con desplantes, que es ofensa gratuita que le hace millones de españoles.

    Si el tiempo de las Monarquías ha pasado, lo único que puede seguir sosteniendo esta forma de Estado, porque se encuentre en ella alguna utilidad, es la representación de unos valores imperecederos, no sujetos a modas. Que es lo que sigue haciendo la Corona en Gran Bretaña: afirmar su fe, representar el Imperio que fue y ser recuerdo en tazas y platos que vende.

    Pero claro, esto no lo pueden comprender gentes tan expuestas a tantas corrientes de opinión, azotadas por fuertes vientos de deconstrucción.

    ¿Dónde creía Leticia Ortiz Rocasolano que entraba al casarse con el futuro Rey de España? ¿Pensó que era como cuando entró en casa de su primer marido, Alfonso Guerrero Pérez? 

    Lucir es fácil cuando no hay límite de presupuesto: se tira de cirugía, se compran los vestidos más caros y se tiene a los mejores asesores de imagen. Ahora bien, lo importante es saber.

    Saber lo que uno representa, aunque en el caso de Leticia Ortiz Rocasolano sea sin méritos y por CHIRIPA. Saber eso, lo  que representa y, además, REPRESENTARLO, que no es simplemente estar: ahora sonrió, ahora lloró, y ahora estrechó manos acompañando dicho saludo con una palmadita CAMPECHANA en el lomo del saludado, que ni es propio de Reinas ni es femenino. 

Autor

Pablo Gasco de la Rocha
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