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Antes que el poder político impida que nadie exponga cosas que no le gusta oír, o proceda a borrar las memorias, quiero animar a los lectores a tirar de hemeroteca y guardar artículos para el recuerdo, refrescar quién dijo qué. Se cumplen ahora dos años de aquella entrevista que me hizo Mercedes Asencio y remató un señor Barroso en TVE1 en La Mañana. Las cosas no salieron como ninguno pretendía pero al fin y a la postre aquellos minutos de tensión creciente se han hecho virales con millones de reproducciones en las redes. El intento de asustar cuando no había de qué, como tantas emergencias que se resuelven con restringir derechos e incrementar impuestos.
A la luz de los hechos, de la situación actual, hay que salir al paso de tanta mentira, de tanto daño a la población. Hace falta un reconocimiento formal de que los médicos hemos permitido con nuestro silencio que las autoridades hayan prescrito medidas sanitarias sin fundamento. Que los confinamientos fueron ilegales ya lo ha sancionado el Tribunal Constitucional. Pero acerca del uso, sobreuso y abuso de mascarillas no ha habido dictámenes médicos que hayan refrendado su utilidad por las calles, en comercios o en los transportes públicos. El parapeto pudoroso de chimuelos y bigotudas sólo nos ha servido para evitar algunas vaharadas de halitosis. Ha sido una norma de sometimiento, una medida veleidosa como termómetro del miedo social y la consecuente sumisión.
Las asociaciones de afectados por las inoculaciones empiezan a recabar las noticias que alentaban a la administración masiva e indiscriminada de estos productos sobre los que cada vez queda más clara su falta de necesidad, su ineficacia para inmunizar y los efectos secundarios de los que no advirtieron a los que ponían su hombro con confianza, ignorancia, o temor. Sin olas de calor ni viruelas de mono, coitos y siestas, crece la sospecha de relación entre esos pinchazos y la sobremortalidad no explicada que vemos crecer mes a mes. Durante estos dos años se ha señalado como culpables de las «olas» a quienes rehusaban ponerse los pinchazos, desde tertulianos y periodistas hasta el propio Javier Solana, que de muertes sabe un rato. Y el tiempo ha revelado que el sistema inmunológico es más robusto en este proceso cuando no se meten inyecciones innecesarias.
¿Deberían disculparse los colegios de médicos por montar vacunódromos para administración indiscriminada de estos productos? ¿Acaso tienen recogida la historia de los pacientes que se inocularon y si fueron debidamente informados, como exige la deontología médica? ¿Deberían disculparse las universidades y facultades de medicina por no enseñar a sus alumnos a discriminar conforme a un criterio científico que no supieron ni quisieron darles? ¿Debería pedir perdón al Supremo el Papa por denominar a esta aberración pseudosanitaria «gesto de caridad»? Y los mandos de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad ¿cómo van a explicar a sus subordinados la presión para que se inoculasen algo que de nada les ha protegido y que está provocando cada vez más bajas y secuelas? Y los jueces que sentenciaron la vacunación de menores e incapacitados ¿les queda duda de su fallo? ¿Acaso queda alguien sensato entre pinchados y no pinchados con dudas de que estas medidas no han tenido ni tienen fundamento médico, sanitario y que sólo han traído división, odio, separación, enfermedad y muerte?
Los primeros en darse cuenta de que no había magnitud de afectación suficiente fueron los matemáticos, estadísticos, los que saben de números: las cuentas no cuadran para declarar una alarma sanitaria, una pandemia. Muchos venían a la consulta escandalizados: «¿Y con esta birria de datos, con una letalidad del 2 por mil, determináis un pinchazo experimental para todo el mundo?». Y con el correr de los meses, el hecho aún más palmario: a más gente vacunada de COVID, más muertos por COVID… ¿Pues de qué está protegiendo la vacuna? ¿O es la vacuna la que te hace enfermar y morir? Pero ¿acaso no es esto lo que indicaban que iban a conseguir las vacunas quienes las promovían?
Ahora nos enfrentamos a la verdadera magnitud del problema porque la población está mayoritariamente inoculada, sanitarios y no sanitarios, con lo que los frutos de lo sembrado no tardarán en aparecer, ya están brotando. Algunos llegan a los hospitales. Otros directamente a caja, pregunten en las funerarias. Busque, antes que se lo impidan, quién le dijo a usted que debía pincharse, que era obligatorio para su trabajo o para esas prácticas, cursos o viajes, que era seguro, que si no lo hacía mataba a alguien, que hasta que no se pinchase todo el mundo esto no acabaría, que no había otro modo de acabar con la pandemia, que le iba a «inmunizar» y que era imprescindible para ser solidario. Busque los escritos y recuerde, antes que anulen su memoria, dónde arranca el origen de su pérdida de libertad. Fue su decisión, pero ¿qué necesidad había?
El cinismo, la cobardía ha sido puesta de relieve por la realidad que vivimos y es el origen de nuestra verdadera decadencia. El problema es de índole ética y afecta a todas las profesiones, no solo a la medicina. Reconocer que se ha actuado de espaldas al verdadero servicio público es el primer paso para llegar a una sociedad que crea en la capacidad de los seres humanos de tener un comportamiento ético. Estoy convencido que lo que sobreviva serán personas que habrán superado una grave crisis moral.
Autor
- Luis Miguel Benito de Benito, médico especialista de Aparato Digestivo desde 2000 y Doctor en Biología Celular. Licenciado en Filosofía. Máster en Dirección Médica y Gestión Clínica por el Instituto de Salud Carlos III y Experto Universitario en Derecho Sanitario y Ciencias Forenses por la UNED. Facultativo Especialista de Área del Hospital Universitario de El Escorial y Director Médico de la Clínica Dr. Benito de Benito desde 2011. Autor del libro "Coronavirus. Tras la vacuna" ISBN 978-84-9946-745-0
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