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No todos hablan mal de la corrupción Prescindiendo de los indiferentes y, por descontado, de quienes con ella medran, existen teóricos que la aceptan resignadamente como un mal menor inevitable y también otros que la valoran de forma muy positiva en cuanto que, dejando a un lado las consideraciones éticas que no encajan desde los planteamientos llamados pragmáticos, dan más peso a sus ventajas que a sus desventajas. Conste, por lo demás, que Nieto no habla de actitudes aisladas y paradójicas, ni mucho menos de aberraciones intelectuales, sino de esfuerzos teóricos muy documentados de corte académico, incluso, que prestan cobertura científica a prácticas que, por lo general se consideran reprobables. Piénsese que en todos los ámbitos aparecen fenómenos parecidos. Antes el estraperlo, y hoy la economía sumergida cuentan con defensores entusiastas y hasta la prostitución ha sido siempre defendida por los moralistas más escrupulosos. Pues con la corrupción sucede lo mismo, ya que no hay mal que por bien no venga. De hecho, las prácticas corruptas están siendo reivindicadas por tres tipos de razones: hacendísticas, estructuralistas y políticas.

Desde el punto de vista de la Hacienda Pública cabe defender la corrupción con argumentos que ponen de relieve el ahorro que, para ella, al menos aparentemente, supone.

Si los servidores públicos viven a costa de los ciudadanos, el Estado ya no tiene que cuidarse tanto de su retribución; y ni qué decir tiene que una de las formas más eficaces de auto retribuirse es la corrupción. Los funcionarios y, en general los administradores públicos que realizan este tipo de prácticas no se preocupan de la cuantía de su sueldo, puesto que ellos viven del producto de los sobornos y extorsiones, hasta tal punto que muchos de ellos estarían dispuestos a ocupar el puesto gratuitamente y hasta a pagar por ello. Así se explica cómo las Administraciones públicas pueden disponer en ocasiones de técnicos muy cualificados a precios irrisorios. Con la corrupción, en definitiva, salen ganando tanto la Hacienda pública como los ingresos de los servidores públicos. Algo que, por supuesto, no es nuevo de hoy, antes, al contrario, casi siempre ha sido así y es precisamente la Administración moderna la que ha intentado suprimir el sistema, aunque no con el éxito que sería de desear sino todo lo contrario.

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Vistas así las cosas puede comprenderse el alcance hacendístico de la corrupción. Si el Estado cierra los ojos ante los abusos de sus servidores permitiéndoles que se mantengan e incluso se hagan ricos por sus propios medios, es claro que el sostenimiento del aparato público le ha de resultar mucho más barato y, además es una forma de hacer atractiva la carrera política que, de otra suerte, sólo estaría frecuentada por filántropos, caprichosos o ambiciosos de poder. Una baratura que, como estamos sufriendo en España, implica la asunción de un riesgo que se ha hecho patente en la Nación: el de que abusen quienes se autoalimentan.

Los entes públicos se ven ante un dilema: o pagan bien a sus funcionarios y les impiden las prácticas corruptas; o les pagan menos bien y toleran que se resarzan a costa de lo que cobran de los promotores de viviendas o de los empresarios del ocio.

En España, como es sabido, se ha preferido seguir la segunda opción y con los productos de las corrupciones se nutre indirectamente la Hacienda Pública

Basado en Alejandro Nieto, «Corrupción en la España democrática», Ariel, Barcelona, 1997.
Enrique Area Sacristán.
Teniente Coronel de Infantería.
Doctor por la Universidad de Salamanca.

Autor

REDACCIÓN