22/11/2024 00:42
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El  de octubre de 2020 su Santidad publicó una de sus encíclicas más importantes, “Fratelli Tutti” que publicaremos también estos días

 

Pero antes y para que entiendan mejor los posibles lectores el texto de este Papa que no está contentando a nadie del todo y que se mantiene en una posición intermedia, puesto que en unos sitios habla de que sería bueno “desandar el camino andado” en algunos textos y en otros aboga por “caminar hacia el futuro” sin dudarlo… me van a permitir que les reproduzca un texto que yo mismo escribí y con este mismo tema el año 1976, como Pregón de Semana Santa.

Creo que aunque hayan pasado 46 años, no podría hacerlo mejor. Pasen y lean:

LA POSTURA DE LA IGLESIA CATÓLICA

ANTE EL COMUNISMO Y EL CAPITALISMO

 

Pregón de la Semana Santa de 1976 en Nueva Carteya

 

El tema central de este «pregón» de Semana Santa va a ser -¡cómo no!- la vida y la obra del personaje central de nuestra religión. Ese hombre-Dios que trajo al mundo la renovación y la esperanza, la paz y la guerra, la verdad y la justicia y una doctrina de amor…

Pero, ¿vive la sociedad actual de acuerdo con esa doctrina? ¿vive el hombre de nuestro siglo de acuerdo con los mandatos del Evangelio?

He aquí las primeras interrogantes a que hay que responder.

Y voy a responder con las palabras de tres escritores importantes.

 

Escuchad lo que dice León Degrelle, en su libro «Almas ardiendo»: «El siglo no se hunde por falta de elementos materiales.

Jamás fue el universo tan rico, ni estuvo tan colmado de comodidades, gracias a una enorme y fecunda industrialización.

Jamás hubo tanto oro.

Pero el oro está escondido en los cofres blindados, más seguro que en la más profundas cavernas.

Los bienes materiales, monopolizados, sirven para matar a los hombres y no para socorrerlos. Son una razón más para odiar.

Han convertido en garras las manos que los tocan y en jaguares los cuerpos humanos que los utilizan.

Sin amor, sin fe, el mundo se está asesinando a sí mismo.

El siglo ha querido, ciego de orgullo, ser tan sólo el siglo de los hombres.

Este orgullo insensato le ha perdido.

Ha creído que sus máquinas, sus «stocks”, sus lingotes de oro, le podrían dar la felicidad. Y solo le han dado alegrías, pero no la alegría, no esa alegría que es como el sol que nunca se apaga en los paisajes que, antes, ha llenado de ardiente esplendor. Las tristes alegrías de la posesión se han endurecido, como púas y han herido a los que, creyéndolas flores, las acercaban a su rostro.

El corazón de los vencedores del siglo, vencedores de un día, está lleno de melancolía, de acritud, de una horrible pasión de apoderarse de todo, enseguida; de una cólera brutal, que se eriza frente a todos los obstáculos.

Millones y millones de hombres se han batido y se han odiado. Un huracán les arrastra, cada vez más desencadenado, a través de los aires encendidos. La lengua seca, frías las manos, adivinan ya, en medio de su delirio, el instante próximo en que su obra de locos será aniquilada.

Desaparecerá, porque era contraria a las leyes del corazón y a las leyes de Dios.

Él solo, Dios, daba al mundo su equilibrio, dominaba las pasiones, señalaba el sentido de los días felices o desgraciados.

¿Para qué haber sido ambicioso, cuando el verdadero bien se ofrecía sin límites, generosamente, a todos los corazones puros y sinceros?

El mundo ha renegado de esta alegría, sublime y orgulloso, como los chorros de una fuente.

Ha preferido hundirse en los pútridos mares del egoísmo, de la envidia y del odio.

Se asfixia, en la ciénaga.

Se debate en medio de sus guerras, de sus crisis, en medio de los lazos resbaladizos de su egoísta pasión.

Aunque se reúnan todas las conferencias del mundo y se agrupen los jefes de Estado y los expertos, nada podrán cambiar. La enfermedad no está en el cuerpo. El cuerpo está enfermo porque lo está el alma. Es el alma, la que tiene que curarse y purificarse.

La verdaderamente grande y única revolución que está por hacerse es ésa: aun tan sólo las almas, llamadas por el amor del hombre y alimentadas por el amor de Dios, podrán devolver al mundo el claro rostro y una mirada limpia a los ojos purificados por el agua serena de la entrega generosa.

No hay opción: o revolución espiritual, o fracaso del siglo.

La salvación del mundo está en la voluntad de las almas que tienen fe».

 

Escuchad lo que dice Luis María Ansón, en el prólogo al teatro de Jaime Salón: «El cristianismo se esforzó por extirpar de raíz la careta pagana, aunque todavía queden restos en no pocos de sus propios ritos y procesiones, pero no consiguió que los hombres evangelizados superaran la era de la máscara. Hechas añicos las caretas de cartón o madera, el hombre occidental y cristiano tejió en los telares del cerebro tupidas y hondas máscaras psicológicas con las que se ha fundido de forma más íntima que negros, chinos, indios o malayos lo hicieron con las suyas. La civilización occidental, hermosa y admirable en tantos aspectos, es la civilización de la máscara. Sujetas a los más varios convencionalismos, convertida la hipocresía en hábito tenaz, las gentes han escondido su verdadero pensamiento tras las tristes caretas de la comodidad, el rito o la resignación.

Si el intelectual es el hombre que ama la verdad y a ella lo sacrifica todo, los que ejercemos este duro oficio de la inteligencia, los obreros de las palabras, no hemos hecho otra cosa en los últimos siglos que tirar con poco éxito de la máscara que esconde y nubla la faz auténtica de Occidente. Basta abrir los periódicos y asomarse a las conferencias internacionales, a los discursos de los dirigentes políticos, a las solemnes declaraciones de principios, a los Gobiernos de la vara en alto, al juego de la economía voraz, al torrente informativo impreso o audiovisual, para comprender que la gran mascarada continúa y que ni Agustín, ni Scoto, ni Pascal, ni Descartes, ni Kierkegaard, ni Bergson, ni Unamuno han conseguido alzar la carátula para que el hombre occidental manifieste sin temor su verdadera personalidad.

Hoy, basta mirar alrededor para contemplar el permanente baile de disfraces de nuestra sociedad. ¡Qué tranquilos circulan todos tras sus antifaces y sus trajes de arlequines, de bufones o dominós! Ríe el viejo radical disfrazado a tiempo de conservador; charla por los codos el prevaricador vestido de católico; goza el burgués de casa suntuaria enfundado en su terno socialista; trepa puesto tras puesto el jovencito acaponado y feminoide, travestido de fervor religioso; jijea el ladrón tras la careta del filántropo; lo emponzoña todo la fémina frígida con su severo traje de beata; pasa por ejemplar la altiva dama adúltera; se multiplican como las arenas del mar los calumniadores de oficio y los maledicentes de la mala uva, oculta la lengua tras la careta del intachable burgués de bien, siempre dispuesto a afirmar lo contrario de lo que piensa. Cada uno ha conducido su pensamiento, en fúnebre cortejo, al cementerio de los pálidos sudarios y los nichos resplandecientes. ¡Ay, la voz de Quevedo!: «No he de callar por más que con el dedo, ya tocando la boca o ya la frente, silencio avises o amenaces miedo. ¿No ha de haber un espíritu valiente? ¿Siempre se ha de sentir lo que se dice? ¿Nunca se ha de decir lo que se siente?». ¡Ay, si un día cayeran los disfraces! ¡Ay, si una mañana de sol y de alegría nos viéramos las caras! Si fuéramos capaces de descubrirnos toda la podredumbre de esta sociedad europea decadente y trémula que parece calcada de la que vivió Roma los años anteriores a la invasión de los bárbaros. Pero no soñemos en vano. Unas docenas de intelectuales, desnudos como los hijos del mar, no son más que personajes pintorescos o anormales en medio del gran carnaval, de la colosal piñata instalada en la fría sociedad del consumo y el oropel. ¿Dónde, dónde se dice la verdad? A nuestro alrededor no hay más que disfraces, capirotes, embozos, caretas, capuchones, máscaras, máscaras, máscaras».

 

Y, por último, escuchad lo que acaba de decir el premio Nobel ruso, Solzhenitsyn: «La crisis de la humanidad es global, planetaria. No es una cuestión política. Incluso la contraposición Este-Oeste es relativa. En esencia ambas sociedades se encuentran enfermas: el materialismo es la plaga, la enfermedad, que corroe la civilización post-industrial. La ausencia de altura moral de nuestros pueblos, de nuestra civilización. Y esto puede costar incluso la vida del hombre en el planeta.

En la Edad Media, el hombre exigía en nombre del espíritu. La vida moral y espiritual regía los destinos de las comunidades. El espíritu llegó a aplastar la naturaleza física. La parte material se sublevaba. Con el advenimiento de los tiempos modernos, el viraje fue natural y muy violento. Desde entonces, la Humanidad no ha sabido conjugar la protesta y el espíritu. En nuestro siglo, la aceptación de la materia, el materialismo, ha llegado hasta extremos inconcebibles. Y la vida espiritual ha sido aplastada, condenada.

La humanidad se encuentra en crisis -que empezó hace trescientos o cuatrocientos años- desde que los hombres se apartaron de la religión, desde que se apartaron de creer en Dios y dejaron de reconocer algo superior sobre sí mismos adquiriendo una filosofía pragmática, pero esa crisis no es política, sino ética; es la crisis del materialismo, que ha negado que existe algo sobrenatural por encima de todos nosotros y que ha rechazado los conceptos sobrenaturales».

 

Tremendas palabras ¿verdad?

Pues, ya está centrado el tema.

La Humanidad vive casi de espaldas al espíritu. Lo material ha vencido. El hombre de hoy solo vive por y para el triunfo. Porque el triunfo es el éxito, y el éxito es el bienestar. Vivimos bajo el imperio del «tanto tienes, tanto vales». En la bolsa las cotizaciones de los valores espirituales están en baja; yo diría que han dejado de cotizar. Ya no importa la sinceridad, ni el honor, ni la generosidad, ni la fe, ni la humildad, ni la rectitud, ni la honestidad, ni la pureza, ni el compañerismo, ni la altura de miras, ni el consejo desinteresado… Solo se cotizan, repito, los valores materiales. La cantidad. Lo tangible. Aquello que da poder…

Desgraciadamente, y así mirado, ¿no tendrán razón los teólogos norteamericanos Gabriel Vahanian, Paul van Buren, Richard Rubinstein, etc., cuando hablan de «la muerte de Dios»?

Yo, por mi parte, pienso que efectivamente la sociedad contemporánea vive de espaldas a Dios. ¿Por qué? ¿quiénes son los culpables?

Veamos.

En primer lugar hay que referirse al Marxismo-Leninista-Stalinista, o como se le quiera llamar. Pues, de una cosa no se puede dudar: y es que desde el manifiesto de 1848, año clave en el devenir de la lucha de clases y más tarde, desde 1917, año del triunfo de la revolución rusa, el mundo ya no es el mismo. Y negarlo sería cerrar los ojos a la realidad. El comunismo está ahí, guste o no guste. Pero, en contra de lo que muchos creen, el comunismo no es solo una doctrina política; el comunismo es también un modo de vida; una manera de contemplar los hechos diarios, un comportamiento personal… En resumen, una Religión. Aunque, una Religión que inculca al hombre ideales concretos… Dios deja de ser el centro de la vida. O mejor dicho, Dios se transforma en algo tangible, que puede medirse o planificarse. ¡Ay, pero si puede medirse a Dios! Si Dios es algo finito y limitado, ¿cómo aceptar que existe una vida sobrenatural? ¿cómo aceptar que al término de la vida normal pueda haber premios o castigos?… ¿y si no hay premios ni castigos por qué se va a esforzar el hombre en algo que no sea de este mundo?…

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Ahora bien, el comunismo es también una doctrina política y como doctrina política su máxima aspiración es el Poder. El Poder nacional, el Poder continental, el Poder mundial… Sin olvidar tampoco que, al igual que para todas las demás doctrinas políticas, el fin justifica los medios. O más claramente, el comunismo sabe muy bien, desde siempre, que debilitar al contrario es el primer paso hacia la victoria. Y así no ha dudado en sembrar la inquietud en el hombre occidental. Inquietud que a estas alturas del siglo XX es ya, más bien, agonía. De ahí aquella “agonía del Cristianismo” a que se refería Unamuno.

En segundo lugar hay que hablar de esa otra plaga que tanto daño ha hecho, está haciendo y seguirá haciendo a la Humanidad. Me refiero, claro está, al capitalismo. Porque si el Comunismo es uno de los extremos en el otro hoy que situar irremediablemente al Capital. Y al igual que ocurre con el comunismo, el capitalismo es algo más que una doctrina político-económica. El capitalismo es, si se me apura, más inhumano, más ciego, más intolerante… ya que mide al hombre no por sus valores espirituales, sino como unidad de consumo, como unidad de producción… Para el capital, dueño sin rostro, accionista sin alma, la sociedad se reduce a dividendos. Hay beneficios, hay contemplación. No hay beneficios, la vida se transforma en una guerra sin cuartel. Sin que importe la miseria ni las enfermedades, ni los problemas educativos, ni nada… Hasta el punto de que Dios, el propio Dios, existe en tanto en cuanto produce beneficios. Hay que alabarle, si produce beneficios. Hay que adorarle, si produce beneficios. Hay que cantarle, si produce beneficios… Así pues, Dios no es Dios, sino una acción más. Una acción que se cotiza o no en función de los dividendos que produce o pueda producir.

Es decir, frente al Dios-máquina que nos trajo el comunismo, el capitalismo ofrece el Dios-dividendo. Dicho en plata: tal para cual.

Y en tercer lugar, la Iglesia Católica, apostólica y romana.

Mejor dicho, en tercer lugar no, en el centro, como árbitro de una partida que nunca termina y que azota a la Humanidad desde hace más de un siglo.

¿Qué ha hecho la Iglesia por evitar los abusos de ambos extremos? ¿Cuál ha sido y está siendo la postura de la Iglesia en el enfrentamiento brutal a que está sometido el hombre de este siglo? ¿Está cumpliendo la labor de apaciguamiento que le corresponde? ¿Esta defendiendo lo más justo, lo más noble, lo que más beneficia al humilde y al desamparado? …

De eso se trata.

De responder a estas interrogantes con los evangelios en las manos.

Sin apasionamiento y sin corazón; con la lógica más pura y la cabeza fría voy a intentar radiografiar el grado de culpabilidad de la propia Iglesia en este «casi retiro» de Dios que vive la Humanidad.

Aunque antes convenga decir para centrar la cuestión que no siempre a lo largo de estos XX siglos fue igual. Para mí existen tres fases bien diferenciadas: una que va desde el propio Jesucristo hasta el emperador Constantino, y que se caracteriza por ser una etapa de lucha, de gestación. El Cristianismo es perseguido y maltratado. Aún no está en el Poder. Por eso ha de vivir en la clandestinidad y en la incertidumbre. Por eso ha de refugiarse en la virtud y en la humildad; en la fe y en la entrega a la comunidad; en el compañerismo y en la amistad… Los cristianos se fortalecen con las dificultades y se endurecen con el castigo. Viven por y para Dios. Todo lo demás no importa. De ahí su fuerza expansiva. A pesar de las persecuciones el cristianismo va ganando adeptos y extendiéndose como una mancha de aceite. La fe -como dijera San Pablo- puede mover montañas.

La segunda fase va desde Constantino (es decir desde el edicto del año 313) hasta la explosión del Capitalismo, tras la revolución industrial, y del Comunismo, tras la revolución rusa. O sea, una etapa de dieciséis siglos en los que la Iglesia ya constituida en Poder desarrolla sus virtudes y deja aparecer sus defectos. Pudiéramos decir que es una etapa de gestión, o lo que es igual, de predominio y mando. El Cristianismo, que ya es más catolicismo, ha llegado a la cúspide y se autoinstituye como Poder Temporal. Y como Poder Temporal tiene aciertos y comete equivocaciones. A veces, fallos fundamentales. ¡Que por algo el Poder mancha las manos de quien lo ejerce, sea quien sea y con rarísimas excepciones!… Los católicos ya no viven en la clandestinidad, sino en palacios. Los castigos de ayer se han transformado en las alabanzas de hoy; la sombra de las catacumbas en la luz de sus catedrales; el lujo sustituye a la pobreza; la lujuria a la castidad; la envidia a la alegría comunitaria… Y -¡cosa curiosa!- de perseguido, el cristianismo pasa a perseguidor. Si durante la primera etapa son los cristianos los que mueren por defender sus creencias, durante esta segunda son los «otros» los que arden vivos ante la implacable justicia inquisidora. Y -¡cosa curiosa!- de ser una fuerza expansiva por su sola fe pasa a necesitar la espada para convencer… Y es que los cristianos ya no viven por y para Dios. La seguridad y la paz dan tiempo y motivo para pensar en otras cosas. De pronto reaparecen con fuerza el mundo, el demonio y la carne. La Iglesia se tambalea en medio de grandes contradicciones. Los hechos de divorcian de las palabras. Lo que se dice no es y lo que es no se dice. Por mantenerse en el Poder Temporal la Iglesia ha tenido que pactar con otros Poderes Temporales. Y el pacto, ya se sabe, lleva consigo, inevitablemente, la concesión. Se consiguen unas cosas, pero se ceden otras… Y atrás, muy atrás, va quedando el fundador: aquel hombre-Dios que vino a traer un mensaje de amor y de justicia.

En cuanto a la tercera fase, que abarca ya hasta nuestros días, poco voy a decir, pues para ser exactos habría que ser duros, y no es esa mi intención. La situación actual es, de entrada, confusa hasta la exageración. De ahí que la división interna sea mayor y más alarmante que nunca. En cualquier caso, una cosa está clara: y es que la propia Iglesia se ha dado cuenta de que está en juego su razón de ser. O más claro aún: o la Iglesia hace examen de conciencia y vuelve a sus orígenes o verá su existencia comprometida. Porque, como dice el refrán, no se puede estar en misa y repicando. La Iglesia ha querido estar con el poderoso y con el humilde; en paz y en guerra; fuera y dentro… y hay cosas, ciertamente, que ni para la Iglesia son posibles… ¿Que por qué no son posibles? Sencillamente: porque de serlo se apartaría de su propia doctrina; es decir, de los Evangelios.

Y ahora, ya, entremos de lleno en la vida, pasión y muerte de Jesucristo. Sin tapujos. Sin mixtificaciones. Dando a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César. A sabiendas de que muchas de sus palabras van a dolernos. Pero, es que la verdad casi siempre duele.

Ya en el capítulo 22 del evangelio de San Mateo Juan el Bautista, para no llamar a engaño a nadie, dice: «Ya está el hacha puesta a la raíz de los árboles; y todo árbol que no dé buen fruto será cortado y arrojado al fuego. Yo os bautizo con agua para conversión; pero aquel que viene detrás de mí es más fuerte que yo, y no merezco llevarle las sandalias. Él os bautizará en el Espíritu Santo y en el Fuego. En su mano tiene el bieldo y va a limpiar su era: recogerá su trigo en el granero, pero la paja la quemará con fuego que no se apaga».

Es decir, que para el Bautista «el que viene» no va a andarse por las ramas. Viene a limpiar, a desenmascarar, a sanar, a quemar… a poner las cosas en su sitio.

Pero, es el propio Jesús quien va a señalar el programa (como se dice hoy) por el que se han de regir los cristianos. En su primer «gran» discurso trata cinco temas principales: a) La naturaleza del Reino de Dios, b) Relaciones de los cristianos con el judaísmo imperante, c) Los cristianos y las riquezas, d) Las relaciones con el prójimo, y e) El modo de entrar en el Reino de los Cielos.

Y hace una serie de advertencias a sus propios apóstoles:

1º.- «Vosotros sois la sal de la tierra. Mas si la sal se desvirtúa ¿con qué se la salará? Ya no sirve para nada más que para tirarla afuera y ser pisoteada por los hombres».

Tremendas palabras dignas de meditación y que algunos teólogos católicos han interpretado como una señal de alerta para la propia Iglesia. Si los sacerdotes desvirtúan la doctrina cristiana -dicen- ¿para qué sirven, sino para ser arrojados y pisoteados?

2º.- «No penséis que he venido a abolir la Ley y los Profetas. No he venido a abolir, sino a dar cumplimiento. Sí, os lo aseguro: el cielo y la tierra pasarán antes que pase un ápice de la Ley sin que todo se haya cumplido».

Es decir, Jesús resalta que nada quiere contra el Poder Temporal y que aquel que no cumpla con la ley tendrá serias dificultades para entrar en su Reino. ¡Sí, hay que frotarse los ojos para saber que se está despierto! Sobre todo si se piensa en las disputas modernas entre la Iglesia y el Estado.

3º.- “No os amontonéis tesoros en la tierra, donde hay polilla y herrumbre que corroen, y ladrones que socavan y roban. Amontonad más bien tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni herrumbre que corroan, ni ladrones que socaven y roben».

Y entonces el pueblo llano y sencillo se pregunta: ¿Y esas riquezas de la propia Iglesia de Roma? ¿Y esas riquezas de los templos católicos? ¿Y ese boato que existe en torno al ceremonial litúrgico?… ¿Es normal que la Iglesia, como Poder Temporal, participe con sus fondos en actividades económicas clara y rotundamente capitalistas?… Veamos lo que dice Jesús:

«Nadie puede servir a dos señores; porque aborrecerá a uno y amará al otro; o bien se entregará a uno y despreciará al otro. No podéis servir a Dios y al dinero».

Sobre esto mismo y para dejarlo todo bien claro añade:

«Por eso os digo: no andéis preocupados por vuestra vida, que comeréis, ni por vuestro cuerpo, con qué os vestiréis. ¿No vale más la vida que el alimento, y el cuerpo más que el vestido?… Así que no os preocupéis del mañana: el mañana se preocupará de sí mismo. Cada día tiene bastante con su inquietud…

4ª advertencia.- «Guardaos de los falsos profetas, que VIENEN A VOSOTROS CON DISFRACES de ovejas, pero por dentro son lobos rapaces. Por sus frutos los conoceréis. ¿Acaso se recogen uvas de los espinos o higos de los abrojos?…

No todo el que me diga: Señor, Señor, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre. Muchos me dirán aquel día: Señor, Señor ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre expulsamos demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros? Y entonces les diré: «Jamás os conocí: apartaos de mí, agentes de iniquidad».

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Como fácilmente puede verse de nuevo Jesús profetiza la desunión o contrariedad de sus propios pastores. Adelanta que habrá algunos que a pesar de haber actuado en su nombre serán apartados implacablemente. Y uno se pregunta: ¿dónde están? ¿quiénes son esos pastores que traicionan hasta al propio Creador? ¿Por qué no se les aparta antes?…

5ª advertencia.- «No temáis el camino de los gentiles ni entréis en ciudad de samaritanos; dirigíos más bien a las ovejas perdidas de la Casa de Israel. Id proclamando que el Reino de los Cielos está cerca. Sanad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, expulsad demonios. DE GRACIA LO RECIBISTEIS; DADLO DE GRACIA. No toméis oro, ni plata, ni cobre en vuestras fajas; ni alforja para el camino; ni dos túnicas, ni sandalias, ni bastón; porque el obrero merece su sustento».

He aquí uno de los pasajes evangélicos que más polémica han planteado a lo largo de la historia de la Iglesia, sobre todo en los tiempos modernos. Porque es el que exhiben los defensores de ultranza de la gratuidad de cualquier servicio que preste la Iglesia como Institución… De gracia lo recibisteis; dadlo de gracia. Otros quieren ver aquí la argumentación precisa para defender que la Iglesia debe renunciar a los privilegios de carácter económico y volver a la pureza de origen.

Sin embargo, hay un pasaje todavía más discutido a todos los niveles. Y es éste.

6ª advertencia.- «No penséis que he venido a traer paz a la tierra. No he venido a traer paz, sino espada. Sí, he venido a enfrentar al hombre con su padre, a la hija con su madre, a la nuera con su suegra; y sus propios familiares serán los enemigos de cada cual».

¡Patéticas palabras de ese hombre-Dios que por encima de todo trae un mensaje de paz! «Yo no he venido a traer paz, sino espada». Es decir, el cristianismo no venía para ser colchón de corazones acomodados; ni para tranquilizar las conciencias de esos fervientes creyentes de los domingos y fiestas de guardar; ni para servir de somnífero a la conciencia de los poderosos; ni para silenciar injusticias que claman al cielo; ni para ocultar los turbios manejos del capital anónimo; ni para ser «tonto útil» y «compañero de viaje» del comunismo materialista… «He venido a enfrentar al hombre…»

Increíble, pero cierto. Porque por encima de todo, hasta del hombre mismo, está la verdad. Y quien no está con la verdad está contra Dios. Porque Dios no quiere palabras bonitas, sino hechos, hechos, comportamientos. «El que no tome su cruz y me siga, no es digno de mí».

Pero, todavía va más lejos Jesús. Es el versículo 31 del capítulo 12 de San Mateo. La cúspide, quizás, del Dios de la Justicia. Jesús se muestra implacable cuando dice: «Por eso os digo: todo pecado y blasfemia se perdonará a los hombres, pero la blasfemia contra el Espíritu no será perdonada. Y al que diga una palabra contra el Hijo del hombre, se le perdonará; pero al que la diga contra el Espíritu Santo, no se le perdonará, NI EN ESTE MUNDO NI EN EL OTRO».

Porque, por primera vez, puntualiza Jesús que, a pesar de la misericordia divina, existen pecados que no se perdonarán ni en este mundo ni en el otro,

Y aquí voy a hacer una pausa para referirme a un pasaje que muchas veces he utilizado en mis discusiones periodísticas. Hablando un día de las divisiones internas que existen en la Iglesia española actual, querían hacerme creer que Jesús no se había referido a este tema y que más bien estas disensiones se justificaban con el pasaje ya comentado de «la paz y la espada». Pues bien, escuchemos lo que Jesucristo les dice a los fariseos tras una expulsión de demonios: «Todo reino dividido contra sí mismo queda desolado, y toda ciudad o casa dividida contra sí misma no podrá subsistir. Si Satanás expulsa a Satanás contra sí mismo está dividido: ¿cómo, pues, va a subsistir su reino?».

Es decir, que para subsistir no hay más remedio que estar unidos. Sabia lección esta que tanto la Iglesia española como los españoles mismos teníamos que aprender de memoria.

En fin, creo que ya hay testimonios suficientes para confirmar mi tesis. No obstante, y aunque quizás resulte pesado, no tengo más remedio que hacer referencia a otros pasajes de la vida de Jesucristo que me parecen fundamentales para conocer mejor su doctrina.

Por ejemplo: versículo 24, capítulo 20, evangelio San Mateo: Los jefes deben servir. «Sabéis que los Jefes de las naciones las gobiernan como señores absolutos, y los grandes las oprimen con su poder. Pero no ha de ser así entre vosotros, sino que el que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será esclavo vuestro; de la misma manera que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos».

Como veréis se trata de una gran lección de carácter político. Jesús se muestra democrático y hasta revolucionario. Condena los gobiernos absolutos y defiende la servidumbre del poder. «El que quiera llegar a ser grande… será vuestro servidor». Y el pueblo llano se pregunta, otra vez, «pero ¿cómo?» «pero, ¿esto lo han leído los grandes señores de la Iglesia?», «¿desde cuándo los cardenales, los arzobispos, los obispos… el gran «staf» de Roma, sirven a los fieles humildes?». Indudablemente, aquí ocurre algo raro. Indudablemente, la doctrina del Maestro está ya lejos y llena de polvo…

Porque de lo contrario los cristianos que se llaman católicos no habrían podido olvidar el mandamiento principal de su doctrina… Acababa Jesús -dice el evangelio- de tapar la boca a los saduceos cuando se le acercan los fariseos y le preguntan: «Maestro ¿cuál es el mandamiento mayor de la Ley?». Y el Maestro responde: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el mayor y el primer mandamiento. El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos penden toda la Ley y los Profetas».

¿Nos damos cuenta, de verdad, los católicos, de lo que esto significa? Dejadme, por favor, que aunque sea todo ilusorio sueñe por un momento en una sociedad en la que se llevara a rajatabla este principio básico y angular del Cristianismo. ¿Habría surgido el Comunismo en una sociedad dominada por la igualdad y la justicia distributiva? ¿Habrían surgido las guerras y la miseria en una sociedad donde el prójimo fuese nuestro propio yo?… Seamos sinceros: ¡La culpa de lo que pasa en el mundo la tenemos los católicos por no haber vivido en cristiano! ¡Nosotros, la Iglesia, somos los culpables de tanta injusticia y de tanto dolor!… Y quien no quiera oír, que no oiga.

Sí, que se tapen los oídos aquellos que no quieran oír. Pero, por si acaso oyen, por si acaso quieren jugar a dos paños, voy a recordarles la ira del Dios de los cristianos. Para que nadie se llame a engaño. El Dios de los cristianos es bondadoso y misericordioso hasta el infinito, pero ¡ojo! que cuando ese mismo Dios se enfrenta con la mentira o con la hipocresía se vuelve infinitamente justiciero.

Y como prueba dos pasajes terminantes.

«Entró Jesús en el Templo -capítulo 21, versículo 12, San Mateo- y echó fuera a todos los que vendían y compraban en el templo; volcó las mesas de los cambistas y los puestos de los vendedores de palomas. Y les dijo: Está escrito: Mi casa será llamada Casa de oración. ¡Pero vosotros estáis haciendo de ella una cueva de bandidos!”.

«Al amanecer -capítulo 21, versículo 18, San Mateo-, cuando volvía a la ciudad, sintió hambre; y viendo una higuera junto al camino, se acercó a ella, pero no encontró en ella más que hojas. Entonces dice a la higuera: ¡Que nunca jamás brote fruto de ti! Y al momento se secó la higuera. Al verlo los discípulos se maravillaron y decían: ¿Cómo quedó seca la higuera? Jesús les respondió: «Yo os aseguro: si tenéis fe y no vaciláis, no sólo haréis lo de la higuera, sino que si decís a este monte: «Quítate y arrójate al mar», así se hará. Y todo cuanto pidáis con fe en la oración, lo recibiréis”.

Claro que, a pesar de tanta claridad, los católicos no queremos oír y nos creemos que esos cambistas y vendedores del templo no somos nosotros. Porque ninguno de nosotros ha vendido palomas dentro de la Iglesia ni ha comprado ni ha cambiado. Así de fácil dejamos pasar una lección tremendamente ejemplarizadora y rotundamente cristiana. Olvidando, intencionadamente, que ese templo al que se refieren los Evangelios no es templo-iglesia al que se acude los domingos y algún que otro día, sino nuestra propia alma, nuestro espíritu, nuestro corazón…

Ese alma, ese espíritu, ese corazón -seamos sinceros- que, a veces, casi siempre, se comporta como la higuera que no da frutos, que sólo da hojas. Es decir, palabras, palabras y más palabras. Gran y grave pecado este el de hablar. Por la boca muere el pez y por la boca está muriendo la Iglesia. Lo que Dios quiere no son palabras, sino hechos, hechos, hechos… ¡comportamiento! Y no golpes de pecho ni limosnas.

Y termino.

Dios ha muerto en la cruz… y todos sabemos que somos culpables. Dios ha muerto por abandono, tal vez, tal vez, de pena, de dolor, de angustia, de soledad… Como muere cada día, cada momento, cada segundo, un hombre. Un hombre que se sintió injustamente tratado, tremendamente angustiado e impotente, perseguido, torturado, absolutamente solo… esperando inútilmente que una mano amiga se le tendiera para salvarle. ¡Y cuando un hombre muere qué importa su ideología! ¡qué importan sus credos políticos! ¡Qué importan sus defectos o sus pecados! Es un hombre. Un hombre. Dios hecho hombre. Dios. Dios.

 

¡Dios mío, y como podemos ser tan duros de memoria!

¡Y cómo podemos odiarnos tanto y ser tan crueles!

¿No es verdad que somos cristianos?

¿No es verdad que somos católicos?

 

Pues, arrojemos las máscaras. Hagamos la revolución. La revolución del espíritu. La revolución de la verdad. La revolución de Dios.

 

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.