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Si a algunos le mataron a su abuelo en la Guerra Civil los «nacionales», el rey emérito y su hijo, D. Felipe, perdieron en ella al menos ocho familiares con apellido Borbón. Otras fuentes que han consultado Carlos Dávila e Isabel Durán estiman que fueron en realidad veintidós las personas que con apellido Borbón participaron de uno u otro modo en la contienda. En algún momento, la propia reina emérita, Doña Sofia, ha asegurado que el número total asciende a treinta. Sea como fuere, algunos Borbones murieron en diferentes batallas, otros, sencillamente, fueron asesinados por los republicanos y algún otro terminó ejecutado en la retaguardia. De ocho de ellos se tiene perfecta constancia: José Luis de Borbón y Rich, Elena de Borbón y de La Torre, Enrique de María de Borbón y de León, Jaime de Borbón y Esteban, Alfonso de Borbón y de León, Alfonso de Borbón y Pinto, Alberto María de Borbón y Castellví y Luis Alfonso de Borbón de Caral. El llamado bando rojo diezmó, pues, las diferentes ramas de una familia, eso sí, extendida por los lugares más insólitos de España. Desde este punto de vista, nadie puede decir que la amplísima saga Borbón no sufriera en nuestra contienda tanto como la que más.
No hay noticia, sin embargo, de que ningún miembro de este apellido padeciera acoso parecido por parte de las tropas nacionales; los Borbones no fueron, como tantas otras familias en nuestra Patria, cruelmente separados en dos facciones, lo que ahora explica que ninguno de los sucesores de aquellos que vivieron en la época pueda presentarse como «rectificador» de la elección o de las alternativas que escogieron, o les vinieran dadas, sus abuelos. Eso viene ocurriendo en España desde que, terminado el régimen del Generalísimo Franco, muchos de los herederos del franquismo más absoluto aparecieran como fustigadores del Movimiento Nacional que tanto defendieron, y en ciertos casos con enorme aprovechamiento, sus padres.
No, los Borbones siempre estuvieron encuadrados en el mismo bando. Y es que la República, desde sus inicios, mostró una animadversión visceral por todo lo que supusieran rescoldos monárquicos o por cualquier vestigio de «borbonismo» que se percibiera en la vida pública española.
Apenas cinco días después de proclamada, de modo ilegitimo, la II República española, los dirigentes máximos de ella, los que habían firmado el Pacto de San Sebastián y formado, tras la apoteosis de la Puerta del Sol, de Madrid, el Gobierno Provisional, se apresuraron a redactar, con el auxilio de unas exaltadas Cortes Constituyentes, un texto de condena a Alfonso XIII en particular, y a la Monarquía más genérica pero sí muy detalladamente. El texto no se andaba con chiquitas y en su primer párrafo declaraba al rey depuesto «culpable de alta traición como fórmula jurídica que resume todos los delitos del acta acusatoria del que fuera Rey de España, quien ha cometido la más criminal violación del orden jurídico del país».
La condena degradaba de todas «las dignidades y honores», y apostillaba: «Sin que pueda reivindicarlos jamás, ni para él, ni para sus sucesores», y autorizaba a cualquier ciudadano «a aprehenderle». Una sentencia así solo pudo ser derogada después de la victoria del Generalísimo, que ya, bien corrido el año 1938, y cuando parecía divisarse el triunfo de su Ejército, revisó la condena porque, según algunos de sus colaboradores, entre ellos su primo Franco Salgado-Araujo, desde el primer momento siempre tuvo en su mente las posibilidades de reponer la institución monárquica en España. Este dato, no obstante, es negado por otros franquistas de la primera época, aunque el tiempo les quitaría la razón.
Don Juan Carlos no tuvo, pues, que participar activamente en la derogación de aquella condena republicana y sí ha participado, no obstante, en actos de muy distinto color: los de restablecimiento de la relación de la Jefatura de Estado de España con los exiliados republicanos. Apenas aprobada la Constitución de 1978 y en México, tuvo además la oportunidad de conversar amablemente con la viuda de Manuel Azaña, Dolores Rivas Cheriff, y después, años más tarde, viajó en los peores momentos a Francia para, en la cuna del republicanismo español, en Tolouse, hablar a los pocos supervivientes del Ejército Republicano residenciados en Francia después de su derrota en 1939.
En el ágape, los republicanos asistentes no estaban precisamente ni para protestas, ni para reivindicaciones; estaban para consumir atropelladamente canapés, y para expresar, como cualquier otro vejete de su edad, el más joven frisaba los ochenta y cinco años, su simpatía «hacía ese hombre tan campechano», no sin después, naturalmente, asegurar, uno a uno, que «nosotros seguimos siendo fieles a la República».
«Que el Rey era heredero de Franco, explica Felipe González, resultaba obvio, y Franco se muere en la cama. Nuestra transición está marcada por ese hecho. (…) Juan Carlos aparecía como el garante de que los estatus no iban a ser brutalmente alterados». En efecto, queda claro que se trata de Juan Carlos y no de la monarquía, con minúscula, porque es «este Rey, sobre todo en su condición de Jefe de las Fuerzas Armadas. Cuando el Generalísimo, añade el prohombre de Jesús Polanco, redacta de su puño y letra un testamento, se lo da a su hija Carmen, que lo lleva siempre en el bolsillo durante los días de la agonía del Jefe de Estado. Una vez que ella va a ver a su padre a la clínica, éste le pide que se lo lea y en el momento en que dice «os pido a las Fuerzas Armadas que apoyéis al Rey», o algo así porque cito de memoria, el propio Franco matiza «pon al rey Juan Carlos».
Lo mejor viene después. Lo relata el expresidente del Gobierno. Dice: (…) Don Juan, que estaba ya con su cáncer avanzado, me dijo «Mire usted, en realidad la gran fortuna de la monarquía hoy es que no hay monárquicos que la defiendan». Una descripción perfecta de por qué iba a sobrevivir la Corona. Nadie que hubiera conocido a Don Juan daría por buenas las palabras que Felipe González frívolamente le atribuye. Ésta es la clase de bóveda de la comprensión del problema. Lo menos que se podía despachar en rey, en monarquía, en el sentido tradicional, era Juan Carlos, lo cual era una garantía para la izquierda o para los republicanos. Era el rey republicano, para entendernos, como rezaba el cartel que tenía delante en una visita a Venezuela: «Juan Carlos I. Rey de la República Española».

Autor

REDACCIÓN