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Hay que ser insensatos, hay que ser inconscientes, hay que ser miopes, hay que ser radicales, hay que ser fanáticos, hay que estar ciego para no ver que con la nueva «Ley de Memoria Democrática» llevarán otra vez, inevitablemente, a la Guerra Civil… ¿o es que los compañeros socialistas y comunistas que hoy okupan el Gobierno de España creen que la «Otra España» va a dejarse avasallar, castigar, encarcelar o arruinar sin defenderse? (¡¡como entonces!!). Lo malo es que con la Ley de la Memoria Histórica y con esta que tratan de imponer han conseguido despertar la fiera y, como dijo también Unamuno el año 36, si se despierta la fiera se pierde el control. Hoy, quiero reproducir los «hechos» que le sucedieron a dos familias españolas en los primeros días de aquel sangriento mes de julio del año 36, aunque solo sea para que los jóvenes que no vivieron aquello o incluso que nacieron después sepan lo que es y lo que puede ser una Guerra Civil.

Lean ustedes la historia de mis amigos.

CASO FAMILIA PELÁEZ

No, no se asusten, no voy a hablar de la Guerra Civil general, hoy me conformo con contarles una historia humana y personal que conocí a fondo hace muchos años y que la tengo bien documentada, con nombres, apellidos y fechas (naturalmente los nombres y apellidos verdaderos los guardo por respeto a las familias y los que aparecen son otros).

Vamos a ello. Un día de 1969 un compañero del periódico me invitó a comer en su casa, pues quería que conociera a su mujer y a sus dos hijos. Y allí aparecí el sábado siguiente a las 2,30, calle Ibiza, muy cerca del Retiro. Subí hasta la 5ª planta y nada más abrir el ascensor me topé de frente con una loseta de cerámica que estaba incrustada en la pared junto a la puerta del piso en la que podía leerse (letras gordas) este mensaje:

En esta casa está

PROHIBIDO

hablar de la GUERRA CIVIL

 

 

Me sorprendió, pero sin más entré y comimos. Naturalmente hablamos de todo menos de la Guerra. Eso sí, al salir de la casa, y lleno de curiosidad, invité a mi amigo a un café en el bar de abajo. No me iba sin saber el por qué de aquel letrero. Y esto fue lo que me contó mi amigo Antonio Peláez.

Pues, todo tiene su explicación, amigo Paco. Mi padre, como sabes, fue un periodista destacado en los años 20 y 30. Incluso llegó a ser Gobernador Civil de una provincia de Castilla con Primo de Rivera. Y eso le marcó para los restos, pues en cuanto llegó la República las Izquierdas le persiguieron con nocturnidad y alevosía, y a las primeras de cambio lo detuvieron (le acusaron injustamente, como se demostraría en los Tribunales, de estar implicado en lo de Sanjurjo). A raíz de ahí mi padre se fue radicalizando y en 1933 fue de los primeros en apuntarse a Falange. Total que tras las elecciones del 36 y el triunfo del Frente Popular ya no tuvo reparos y se apuntó a todas las conspiraciones posibles. Él sabía lo que los militares preparaban. Por eso, la misma mañana del asesinato de Calvo Sotelo nos cogió a los tres, a mi madre y a nosotros dos, y nos llevó hasta un pueblo de Zaragoza de donde era oriundo y vivía casi toda su familia. No quería que nosotros corriésemos el riesgo que él iba a correr. Y allí estuvo, en la sublevación del Cuartel de la Montaña, luchando a la desesperada contra los rojos asaltantes. Al final, como sabes, aquello fue una matanza horrible, pero mi padre, no se sabe cómo, consiguió escapar casi ileso, sólo algunos rasguños, y llegar hasta la casa de una familia de su pueblo, que vivían en la calle Menéndez Pelayo, a la que él había ayudado desde que llegaron a Madrid. Buena gente aquella lo escon dieron y allí permaneció un tiempo. Hasta que una noche, oyendo la Radio y viendo la caza al hombre que insertaban los periódicos, decidió abandonar su escondite, por no poner en peligro las vidas de sus paisanos, y salió para ir a refugiarse a la embajada italiana donde tenía algunos amigos. Sin embargo, el hombre propone y Dios dispone, pues al llegar a la calle Goya, sin miramientos de ningún tipo, unos milicianos le detuvieron y sin más lo metieron en una furgoneta donde ya había otras personas (ninguno de aquellos energúmenos sabían quién era, aunque sí vieron que iba bien vestido y con corbata). Por el camino que llevaban mi padre se dio cuenta que iban a la Cárcel Modelo de Argüelles. Pero, al llegar a la plaza de Bilbao sucedió algo más grave. Otro grupo más numeroso de milicianos detuvieron la furgoneta y sin más comenzaron a disparar como fieras sobre los que iban dentro (10 hombres y mujeres).Una carnicería. Pero, no contentos de la orgía de sangre sacaron a la rastra a los cadáveres, les ataron cuerdas a los pies o al cuello y ebrios de victoria se fueron, arrastrando por los suelos aquellos restos sanguinolentos, hacia Cuatro Caminos, mientras gritaban ¡Viva Rusia¡ ¡ Guerra a los fascistas¡. ¡No pasarán¡

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¡Qué barbaridad! ¡Qué salvajada! ¿Y cómo supisteis todo eso?

Eso es otra historia, que te contaré otro día. Sí te adelanto que nosotros no supimos nada hasta que terminó la Guerra y volvimos a Madrid, y lo supimos gracias a mi tío Fernando, hermano de mi padre, que pasó la Guerra aquí y por la familia del pueblo que le ayudó en un primer momento. Tampoco supimos nunca donde fueron a parar los restos de mi padre.

Pero, y por eso no se puede hablar en tu casa de la Guerra? No lo entiendo.

Pues, ahora escucha la historia de mi mujer y lo entenderás.

Conocí a «Sole» (de Soledad) en 1954 y antes de un año nos casamos. Ella se había venido del pueblo a Madrid para cuidar los niños de una familia muy rica, que era oriunda del mismo pueblo, y yo acababa de terminar Periodismo y trabajaba en el «Marca». Mi madre ya había muerto y mi hermano mayor se había casado con una valenciana y a Valencia se fue a vivir. Así que estaba más solo que la una. En ese tiempo de noviazgo ella sólo me había dicho que era huérfana, porque sus padres murieron durante la Guerra Civil. Como no teníamos ni un duro nuestro viaje de novios fue ir a su pueblo, cerca de la Sierra de Cazorla, para que yo conociera a sus padres adoptivos y algunos miembros de su familia. Y allí nos fuimos un día muy frío de diciembre. Y allí fue donde Pedro y Mikaela (el matrimonio que la había criado) me contaron la tragedia del 36.

Según ellos todo sucedió la tarde-noche del 20 de julio, cuando ya se sabía que el Ejército se había sublevado. Sobre el mediodía los hermanos de Pablo (el padre de «Sole») vinieron a convencerlo para que huyera con ellos a la Sierra, pues los Señoritos (los Ricos) se estaban armando y organizando para «acabar con la morralla». Pablo se negó a abandonar a su mujer y su hija recién nacida, a pesar de saber que se la tenían jurada por ser el líder del PSOE y la UGT del pueblo, pero él se autoconvencía de que no le había hecho nada malo a nadie y que por defender sus ideas no le iban a matar. Eso sí, les pidió al matrimonio vecino que se llevaran a la niña a su casa hasta que pasara todo. ¡Pobre hombre¡. Sobre las 6 de la tarde vimos aparecer por la esquina un grupo numeroso de gente, unos a caballo y otros a pie, y muchos nos encerramos en las casas, con mucho miedo. Al llegar ante la puerta de Pablo el que mandaba, que no era otro que Don Tomás, el «Cacique», mandó que le sacaran como fuese «a ese desgraciao y a su mujer». Y así lo hicieron cuatro o cinco sujetos, armados de pistolas y correajes.

Bueno, no te voy a contar los detalles. El hecho cierto es que allí mismo, en plena calle, violaron varias veces a Soledad (la madre de «Sole») y después la mataron a tiros, entre los gritos del marido. Pero, la cosa fue a más, pues el «Cacique» mandó que le ataran a los dos a la cola de su caballo, atados por los pies, (ella, un cadáver sanguinolento y él vivo) y así lanzó al animal al galope, seguido de los demás fieras, y galopando por todas las calles del pueblo los llevaron arrastrados hasta un estercolero que había en las afueras. Naturalmente Pablo, el padre, era ya un cadáver mutilado y destrozado, pues algunos de sus miembros se habían quedado en la sanguinaria correría.

– No sigas, por favor. Ya tengo suficiente.

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– ¿Entiendes ahora por qué prohibí que en mi casa se hablara de la Guerra Civil?. Salvajada por salvajada lo mejor es que olvidemos todos.

«EN ESTA ESPAÑA ESTÁ TERMINANTEMENTE PROHIBIDO HABLAR DE LA SALVAJE GUERRA CIVIL DEL 36».

 

MI CORTIJO ES MI CORTIJO

Y otra historia que define muy bien lo que puede suceder en España cuando las izquierdas quieren aplastar a las derechas. Sucedió los días que precedieron al comienzo de la Guerra Civil.

Corría el mes de febrero de 1936 y habían ganado las elecciones el Frente Popular. Como se sabe aquella misma jornada cayó el Gobierno legítimo de centro-derecha y entró un Gobierno de Izquierdas que presidieron Manuel Azaña y los socialistas radicales de Largo Caballero.

Pues bien, eso mismo sucedió en nuestro pueblo. Pero los nuestros fueron más lejos y tras conocer el resultado de las urnas se reunieron en la Casa del Pueblo los líderes de las Izquierdas y lo primero que decidieron fue quitarles los cortijos a los señoritos y repartirlos entre los jornaleros.

Un grupo de aquellos se dirigió inmediatamente a tomar posesión del que les había tocado en suerte. Pero al llegar a éste se encontraron con algo que no esperaban. Porque allí, sentado al fresco de la tarde (ya era casi de noche), estaba el Señorito-Propietario y al verlos llegar se levantó y entre ellos se produjo más o menos este diálogo:

– Hombre, ¿qué hacéis vosotros por aquí?, ¿qué se os ha perdido a estas horas de la tarde?

– Pué ya vé, don Paco, que venimos a incoautarnos del cortijo.

– Coño, ¿y eso?

– Pué, que aquí se han acabao la propiea privá y los casiques, que los cortijos se han repartío y éste no ha tocao a nosotros.

– Coño, ¿y eso quien lo ha decidido?

– Pué, las nuevas autoriás der puebro, que somos los de las izquierdas.

– Hombre, eso no está mal, pero esperad aquí 5 minutos, que entro a por las escrituras y mis cosas y os dejo el cortijo. 116

– ¡Eso está bien pensao, don Paco, porque si no usté y los sullos lo iban a pasá mal.

Y don Paco, dicho y hecho. Entró en la casa y a los pocos minutos salió. Pero no con las escrituras, sino con una escopeta y acompañado del casero y de sus hijos y sin pensarlo dos veces se echó la escopeta al hombro y mientras disparaba los dos cartuchos le dio tiempo a decir: «Pues, aquí tenéis las escrituras».

Y aquello fue ya una tragedia, ya que dos de los cinco individuos que formaban el grupo cayeron al suelo fulminados por los disparos y los otros tres salieron corriendo como liebres y gritando.

Todavía a don Paco, el Cacique-Propietario, le dio tiempo a decir: «Decídselo a vuestros jefecillos, que este es mi cortijo y que el que lo quiera tendrá que pasar por encima de mi cadáver. MI CORTIJO ES MÍO». Así termino aquella jornada. Después, y ya en los primeros días de la Guerra Civil, la tragedia tuvo un segundo acto, y hasta un tercero. Pero, de lo que sucedió entonces hablaré otro día.

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.