22/11/2024 18:33
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No voy a tomar aquí en consideración las cuestiones que esto suscita acerca de los derechos individuales y la autonomía, sino que examinaré el problema desde la perspectiva de la nacionalidad. Asumiendo que la demanda fundamentalista es correcta, que la participación obligatoria en la educación pública de hecho tiene un efecto corrosivo sobre su comunidad. Podemos tener la sensación de que una comunidad que sólo puede preservarse a sí misma aislando a sus miembros de las influencias intelectuales perturbadoras del mundo exterior no merece ser salvaguardada.

Alternativamente, podemos sentir que debemos ser tolerantes, y que el principio de nacionalidad no queda seriamente comprometido por permitir que vivan en las fronteras del Estado pequeñas bolsas de personas que no comparten la identidad nacional y que no son en sentido completo ciudadanos. Considérese, por ejemplo, la posición de esos judíos ortodoxos que viven en Israel pero que no reconocen la legitimidad del Estado israelí. Esto es, ciertamente, anómalo, pero, en la medida en que estos grupos se auto-limitan y realizan tan pocas demandas como pueden al Estado, nos parece que les deben dejar en paz. Dependerá de su tamaño y número y también de los efectos previsibles de intentar integrarlos en la nacionalidad y en la ciudadanía.

Lo que está claro es que los fundamentalistas religiosos y otros grupos parecidos no pueden tenerlo todo. Tienen que elegir entre abandonar la ciudadanía y vivir, por decirlo de alguna manera, como exiliados internos dentro del Estado. O, alternativamente, afirmar sus derechos de ciudadanía junto con su identidad cultural y realizar demandas al Estado a favor de su grupo. Pero en el segundo caso también han de reconocer las obligaciones de pertenencia, incluida la obligación de dar una identidad nacional a sus hijos de forma que más adelante crezcan como ciudadanos leales. En este caso los fundamenta listas pueden discutir legitima-mente acerca del contenido de la educación pública, pueden quejarse si a sus niños se les enseña de forma innecesariamente perjudicial hacia la fe de sus padres, pero no pueden reclamar el derecho al abandono sin más.

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 He repasado las demandas que la nacionalidad puede hacer sobre los miembros de una minoría cultural. Pero debemos tomar en consideración aquellas formas de hacer más hospitalarias las identidades nacionales a las minorías, en tanto son minorías y no mayorías relativas. Una forma de hacerlo sería reconociendo a los grupos culturales mediante la concesión de derechos especiales dentro del Estado Nación, o la institución de lo que a veces se ha denominado una ciudadanía multicultural. ¿En que medida pueden justificarse estas políticas?

Comenzaré tratando un par de distinciones. Lo primero que necesitamos es separar las demandas realizadas por grupos étnicos y culturales de las realizadas por minorías nacionales, grupos dentro de un Estado existente con un sentido distinto de su identidad nacional. Estos dos tipos de grupos requieren respuestas bien diferenciadas por parte del Estado, libertades especiales, formas especiales de protección, recursos añadidos, etc., y grupos a los que se les da derechos políticos en la forma, por ejemplo, de ser consultados sobre ciertas cuestiones, o un derecho a ser representados en un parlamento o en otros cuerpos de toma de decisiones.

Los defensores de los derechos de grupo afirman con frecuencia que el mismo argumento que se despliega en defensa de la autodeterminación nacional vale igualmente en defensa de los derechos de los grupos étnicos u otros grupos culturales. En particular, el argumento nacionalista a favor de proteger una cultura común como fuente de identidad y como condición de la elección personal puede extenderse a las culturas subnacionales, que pueden ser igualmente esenciales para el sentido que tenga una persona de su propia identidad, e igualmente importante a la hora de proporcionar un surtido variado de opciones entre las que elegir. En la medida en que los derechos de grupo son necesarios para proteger tales culturas, parece que tenemos un argumento poderoso a favor de que se garanticen.

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¿Pero por qué han de necesitar los miembros de estos grupos derechos especiales por encima de los derechos generales que, en una sociedad liberal, les permiten proseguir sus actividades culturales por separado o en asociación? ¿Por qué la libertad de expresión, asociación, ocupación y demás no son suficientes para permitir que florezcan las culturas minoritarias?; los individuos pueden, y de hecho lo están, tentados de gorronear, de disfrutar de los beneficios de la pertenencia cultural sin pagar los costes implicados en el sostenimiento de las instituciones a través de la cuales se transmite la cultura.

Las minorías no han de ser discriminadas meramente porque sus aspiraciones culturales parezcan excéntricas a la mayoría, pero ¿hay alguna razón por la que se les deba dar algo más que un tratamiento igual?

Autor

REDACCIÓN