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Lo que no dice la Memoria Histórica

ASÍ SE VIVIÓ EN EL MADRID ROJO, DEMOCRÁTICO, LEGÍTIMO, CONSTITUCIONALISTA Y LEGAL DE 1936

Según el estremecedor relato del gran periodista “El Caballero Audaz”

 

(1)

 

Por su interés, voy a reproducir algunas páginas estos días de su obra “Horas del Madrid rojo” (aunque yo en lugar de horas les llamaría “Escenas”), en las que cuenta lo que vivió en los 3 meses que vivió en el Madrid rojo, entre el 18 de julio y el mes de octubre cuando pudo salvar su vida y huir al exilio

 

Son escenas de película (y algunas de sus obras también han sido llevadas al cine), son relatos apasionantes y tétricos, trágicos, en los que como periodista va recreando lo que fue y vivió aquel Madrid rojo, republicano, constitucional y legitimo (cuando un Gobierno LEGÍTIMO permitió que grupos desorganizados, descontrolados, y vengativos sembraran la muerte y el terror en Madrid)

 

Les aseguro que estos relatos del “Caballero Audaz” debían ser divulgados por un Gobierno que dice ser constitucionalista y legítimo como aquel.

Pasen y lean. Son escenas muy cortas pero muy expresivas y eminentemente gráficas:

 

Escena 1

LA DEL REGISTRO

 

-No está. Mi hijo no está…

-Noticia fresca. El portero ha cantao. Y ya sabemos que el pájaro no está en Madrid. Pero nosotros venimos a hacer un registro.

La anciana, enlutada y pálida, a la que se adivinaba temblorosa, respondió afable, extremando la cortesía:

-¡Ah!… Ya eso es otra cosa… Son ustedes muy dueños… Pasen, pasen ustedes… Esta es su casa…

Pero la partida no había esperado la hidalga invitación para irrumpir en el recibimiento… Ni siquiera se destocaron los gorros milicianos… Eran cuatro, armados con fusiles y pistolas. El que hacía de jefe de la partida, un hombretón de tipo siniestro, se encaró con la anciana:

-De modo que tu hijo es fascista y está con los sublevaos, ¿verdá?…

-Yo no puedo decirles, señores -balbuceó, temblorosa, la dama-. Hace más de un mes que no tengo noticias suyas… Mi hijo es capitán y estaba en Córdoba en comisión de servicio…

-¡En Córdoba!… ¡Pues está listo! -barbotó uno de los milicianos-. Ya habrás oído lo que dijo la «radio» esta mañana. A Córdoba la tenemos sitiá, y es cuestión de horas el que sea nuestra… ¡Allí no va a quedar un faccioso pa contarlo!…

Empezó el registro.

En el recibimiento había una pequeña panoplia con armas árabes. Se fijó en ellas uno de los milicianos:

-Vaya, ¡qué bien preparaos estabais!

-Son gumías… Las trajo mi hijo de África cuando estuvo de teniente… Son para adorno.

-Y de paso para asesinar al pueblo… ¡Tú, Pablo; quita de ahí esos sables!… A algunos nos servirán…

Pero el jefe de la partida se adentró por la casa como por terreno conocido… Venían a tiro hecho. La única criada de la casa había desaparecido el día antes, dejando abandonada a la señora.

En el gabinete se detuvieron ante un bargueño.

-¡A ver, tú! -pidió el jefe-. ¡Las llaves del chisme éste!…

-Pero ahí -quiso evadir la anciana- no pensarán ustedes encontrar armas. Sólo hay papeles; recuerdos de familia…

Haiga lo que haiga -gruñó el mandón-. Tenemos que verlo to… ¿Tú no sabes que los bienes de los sublevaos pertenecen al pueblo?…

Abrieron, codiciosos, el bargueño… Esparcieron documentos, paquetes de cartas… Al fin encontraron lo que buscaban… Marta, la criada, no les había engañado: la anciana tenía «gato» escondido…

En uno de los compartimentos del mueble tropezaron con varios estuches. Contenían sortijas, pendientes, un aderezo antiguo de diamantes, una pulsera con rico dije, un reloj áureo de triple tapa, con sonería; unas monedas de oro antiguas…

El jefe impuso su autoridad:

-Esto lo llevo yo, compañeros… Luego habrá tiempo de hacer partes. Ahora, a lo nuestro…

La anciana, presenciando el despojo, se había derrumbado en un sillón y lloraba silenciosamente…

En el despacho continuó el botín.

Las manos rapiñadoras se hundían a placer en los cajones, entre exclamaciones de júbilo:

-Oye, tú: hay cuatro pitilleras.

-Las justas. Ni que se lo hubieran dicho.

-Fijaros: tres estilográficas -otro mostraba extrañado-. ¡Con cuántas manos escribiría el gachó este!….

En un cajón había un billetero con papel moneda. Lo arrebató el jefe:

-¡Venga eso! Luego lo contaremos.

Encontraron una cartera grande, con láminas del Estado.

-¡Bah! -desdeñó uno de los milicianos-… Valores… Papel mojao… A nosotros, pasta mineral…

-Pues rómpelos… Que tampoco lo aprovechen ellos…

Destrozaron entre todos las hojas estampilladas y arrojaron los pedazos al suelo…

En el armario de una alcoba encontraron un abrigo militar.

-¡Menudo gabán! -dijo uno-. ¡Este es pa mi menda!… ¡Pa eso tengo reuma!

-Te advierto que tié las estrellas de capitán…

-Mejor. Dos pájaros de una pedrada: me abrigo y me asciendo.

En otro ropero vieron un chal de lana.

-Esto es cosa mía -dijo el jefe-. Comprenderéis que a la Marta hay que darle algo.

-Ya le das tú bastante, galán.

-Desde luego; pero no está de más que vean las gachís que uno es hombre de detalles…

Entraron en la alcoba de la anciana. Una estancia estrecha y modesta como una celda… Sobre la humilde cama, en la pared, debajo de una imagen del Cristo de Medinaceli, había colgada una pequeña Cruz circuída por un ramo de laurel.

Fue a cogerla un miliciano. Pero la anciana, que les había seguido en silencio, prorrumpió entonces implorante:

-No. ¡Esa Cruz, no!… ¡Por lo que más queráis!… Es la Laureada de mi esposo. La ganó de teniente en Cuba… La tuvo siempre sobre el pecho… Es la única que no llevó en el uniforme cuando lo amortajamos… ¡Por Dios, no llevaros esa Cruz!… ¿Qué valor tiene para vosotros?…

Vaciló un momento el miliciano, pero el jefe dijo:

-¡Déjate de tonterías y trinca esa chatarra!… ¿No estás viendo que es de oro?….

La anciana se derrumbó en la cama, convulsa por el llanto…

 

Dos días después, en la Exposición del «Altavoz del Frente», de la calle de Alcalá, se exhibían las gumías robadas en casa del militar ausente, bajo un cartel con esta leyenda cínica:

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«ARMAS TOMADAS A LOS FACCIOSOS EN EL FRENTE DE TOLEDO.»

Escena 2

 

LA DEL «TRIBUNAL»

 

 

Alrededor de la mesa, colmada de papelotes, había cuatro hombres, que componían el tribunal de la «cheka».

El presidente, en mangas de camisa, era un antiguo pocero. Otros dos, albañiles, vestían «mono» de milicianos y llevaban al cinto pistolas del «nueve largo».

El cuarto, que fue limpiabotas, actuaba de secretario y era un tipo esmirriado, con lentes de concha y voz afeminada.

En la mesa, entre los papeles, se ve una botella de coñac, varios paquetes de cigarrillos y dos pistolas.

Presiden la estancia un retrato de Lenin y otro de «la Pasionaria». Debajo de ellos, un letrero que dice: «Ni Dios ni Patria»…

Es de noche ya y el tribunal lleva actuando más de una hora. A la puerta del despacho monta guardia una pareja de milicianos con fusiles. Otro, despechugado, rendido acaso de la tarea del día, se ha tumbado en un sofá… Se ha quitado las altas botas de cuero y reposa los pies, con calcetines sucios y rotos, en uno de los brazos del mueble.

-A ver, ¡que pase otro!…

Entra, conducido por dos facinerosos, un pobre hombre pálido, enclenque, que apenas puede sostenerse sobre sus piernas… La barba crecida y las ojeras lívidas, le dan un aspecto de enfermo.

-¿Tú quién eres? -le interroga, brutal, el presidente…

El hombre balbucea:

-Higinio González, empleado.

-¿Y por qué estás aquí?…

-No sé…, no sé… Había ido, como todas las tardes, al Café Europeo después de comer… A hacer hora para volver a la oficina… Llegaron unos milicianos y me detuvieron…

El secretario revolvió en una carpeta, sacó de un mugriento sobre un papel y, después de leerlo, dijo con voz fina y melosa:

-Higinio González… Este tipo entró en su oficina de esquirol, en octubre, para sustituir a un compañero de la U.G.T…. Luego, en las elecciones, ha sido interventor de las derechas… Lo denuncia un camarada de fiar…

-¿Qué dices a eso? -barbotó el presidente.

Lívido, el oficinista murmuró:

-Pues… verá usted…

-Aquí no hay usté que valga… ¿No te has enterao que tos somos iguales?… -rugió el presidente…

-Bueno -balbuceó aturdido el acusado-. Pues verás… Yo, en octubre del 34, llevaba tres meses sin trabajo… Tengo mujer y tres hijos. Me ofrecieron el puesto y, ¡claro!…, la necesidad me hizo aceptarlo… Luego, cuando las elecciones, el jefe me dijo que yo, como soy contable, serviría para interventor… Y yo fui, como podía haber ido a otro sitio, a llevar cuentas…

-¡Basta! -dijo uno de los milicianos de la mesa-. Tú eres un traidor. ¿A que no estás sindicao?…

-No; yo no… Nunca me he metido en política.

Interrumpió el secretario:

-Yo creo que ya es bastante, ¿verdad?…

Y como el presidente asintiera, gritó con voz aflautada:

-Llevaros a la lombriz esta. ¡Que pase otro!

Uno de los soldados de la pareja dio un pescozón al oficinista que le obligó a trompicar unos pasos, mientras le decía:

-¡Hala, tú, que ya ties lo tuyo!…

Entró, custodiado, un anciano vestido de negro, pulcro, erguido, con gesto sereno…

A instancia del presidente, contestó con voz tranquila:

-Me llamo Eduardo González. Tengo sesenta y tres años. Soy madrileño, católico y persona de orden. No tengo sobre mi conciencia el haberle hecho mal a nadie. Jamás he intervenido en política.

Iba a hablar uno de los vocales del tribunal; pero el secretario le cortó el impulso con un ademán.

Se dirigió al acusado y le preguntó con petulancia:

-¿Y no es más cierto que tú administras unas casas de una Comunidad de monjas?…

-¡Anda, niega eso! -barbotó el presidente.

-No lo niego -dijo el anciano-. Administro esas casas. Honradamente. Lealmente. ¿Hay quien tenga que decir algo en contra?…

-¿Y te parece poco, canalla? -exultó el pocero-… Dime con quién andas y te diré quién eres… ¡Tú eres un carca indecente!…

-Yo soy católico, apostólico, roma…

No pudo terminar la palabra. Uno de los milicianos que lo custodiaban le dio un bofetón que le ensangrentó la boca… Vaciló el anciano. Sus ojos miraron a lo alto, como poniendo a Dios por testigo de aquella infamia.

-¡Listo! -gritó el presidente-. Llevaros al vejestorio éste…

Y a empellones lo sacaron del local…

Entró después una mujer bella, lívida, flor de gracia y de juventud. Venía envuelta en una bata de seda y estaba despeinada… La habían detenido en la madrugada anterior, sorprendida en medio del sueño. No la dieron ni tiempo a calzarse. Traía las piernas desnudas y unas chinelas de raso en los pies…

El secretario, como un chacal, le lanzó preguntas como dentelladas:

-Tu marido es militar… Y de Falange… Desapareció de tu casa el 19 de julio… ¿Dónde está escondido?… ¡Tú lo sabes!…

-Yo no sé nada -respondió altiva la mujer-. Y aunque lo supiera… ¿Con qué derecho podéis obligarme a denunciar a mi marido?… ¡Juro por Dios que no sé dónde está!…

-¡Déjate de historias! -barbotó el presidente-.Ya sabemos cómo las gastan los señoritos… Sois todos unos pendones… Ahora defiendes a tu marido y estarás harta de ponerle los…

-¡Canalla!… ¡Infame!… -gritó la bella, atajándole-. ¡Yo soy una mujer honrada!… ¡Podéis matarme, pero no tenéis derecho a insultarme!

Uno de los vocales cogió una pistola de las que estaban encima de la mesa y, encañonando a la mujer, rugió:

-O te callas o te abraso.

Ella, lívida de espanto, enmudeció. El presidente dictó sentencia:

-¡Fuera con ésa! Que sea de las primeras esta noche.

Y cuando se la llevaron dijo jovial, tranquilizado:

-¡Ah, muchachos! Y si queréis aprovecharos, por nosotros… ¡ni hablar! ¡Un día es un día!… ¡Hay que quitarles los humos a esta gentuza!…

Entraron a un joven que apenas podía tenerse, extenuado por el miedo. Sus ojos, llorosos, imploraban.

-¿A qué traéis el trapo éste?…

-No sé -dijo uno de los milicianos-; le han encontrado unos compañeros al hacer un registro en casa de unos señorones… Dice que es hijo del ama de llaves… Estaba escondido en la bohardilla… Parece alelao

-Pues le hará bien el aire fresco… Que le den un «paseíto»…

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Una carcajada elogió el chiste siniestro.

El secretario ofreció al presidente la botella del coñac… Los cuatro componentes del tribunal bebieron a morro…

El miliciano tendido en el diván roncaba como una bestia… 

Escena 3

 

LA DE LA FILO, LA PATRO Y LA GERTRUDIS

 

 

El traje de noche, de rico crespón negro, cubriéndole hasta los sucios tobillos desnudos, sin medias; los pies deformes, calzados con zapatos de tisú; la chaqueta de pieles de visón, cayéndole desgarbada de los hombros… El rostro mal pintado a chafarrinones grotescos; las manos bastas, de dedos nudosos, de uñas roídas, dadas de esmalte rojo, cuajadas de sortijas fulgurantes.

Así, a plena mañana de cualquier día de aquel Septiembre u Octubre, o de aquel primer Noviembre rojo, las veíamos por las calles, o entrar en los cafés, y en las colas de los comercios, o subir a los autos lujosos robados por los milicianos ebrios de sangre.

Eran las máscaras siniestras de la tragedia: Las Triunfadoras, las «nuevas ricas» de la revolución, las que bien patentes llevaban en las puntas de sus dedos, como gotas de sangre, las huellas de sus víctimas.

Se llamaban la Filo, la Patro, la Gertrudis o la Ambrosia.

Habían sido las doncellas, las cocineras, las asistentas de las casas en poder de los monstruos, de los hogares violados por la chusma.

Ellas, entre gritos de júbilo, habían visto al viejo señor de noble título, a la bella señora, a la jovencita frágil y fragante como una flor, salir de la casa una noche lúgubre, de sombras acribilladas a tiros, entre una escolta de patibularios con «monos» azules y fusiles amenazantes.

Bárbaros, blasfemadores, entraron en la alcoba blanca y perfumada como un camarín, donde dormía la señorita de la casa. No la permitieron vestirse. Se llamaba Toyin, Nanita, Ana María o Mari Luz. Tenía puesto un pijama de seda, y sólo la consintieron cubrirse con la chaquetita que reclamaba su pudor o echarse por los hombros el abrigo de pieles de visón.

El sol del día siguiente iluminó el cuerpo, ya despojado de toda ropa, de la joven señorita, blanca y fina como una azucena. Cuerpo desnudo y abandonado entre los pinares de la Dehesa de la Villa, en un solar de la calle María Molina, o sobre la verde alfombra de la Pradera de San Isidro.

A su lado, como un enorme ramo de claveles, había un charco de sangre.

A ésa misma hora, la Filo, la Patro, la Gertrudis o la Ambrosia estaban en el tocador de la señora.

Orgía de perfumes, de finas pinturas, de suaves cremas.

Ya podían, sin temor, volcarse los pomos de ricas esencias sobre sus pieles sudorosas, usar los «polisoires», deslendrarse con los finos peines de concha.

En un butacón del gabinete roncaba un miliciano borracho. En la mesa del comedor, reliquias del festín de la madrugada; copas pringosas y botellas rotas. A la puerta de la casa trepidaba un camión con la bandera rojinegra de la F. A. I., para llevarse los muebles del hogar suntuoso.

El secreter de la señora y los cajones de la mesa del despacho del señor estaban descerrajados.

 

* * *

 

La Filo, la Patro, la Gertrudis o la Ambrosia sabían bien dónde se guardaban las joyas familiares, el dinero, los valores. Habían oído ponderar el mérito del cuadro del salón y qué objeto de la vitrina era una obra de arte, porque para ellas, y en parte para el portero de la casa que los auxiliaba y compartía el botín, no había secretos en la casa. Eran criadas leales, antiguas, de confianza.

Cuando los señores salían, quedaban dueñas del hogar, y entonces -¡tontas de ellas!­ limitábanse a saborear todos los licores y golosinas del aparador.

Tenían las llaves de la despensa, de los roperos. Los señores dormían seguros de ellas, que velaban sus sueños y disponían sus alimentos, y les confiaban sus hijos para que los llevaran de paseo.

Habían llegado a ser parte integrante de la familia. EI hogar no tenía secretos para ellas.

Pero la Filo, la Patro, la Gertrudis o la Ambrosia habían sufrido mucho… ¡Mucho!

Se habían pasado la vida envidiando las alhajas de la señora, los trajes de la señorita, el automóvil del señor. Muchas veces sintiéronse humilladas, heridas… cuando la señora les regalaba sus trajes y sus zapatos aún flamantes, cuando la señorita recibía ramos de flores de su novio, guapo y rico; cuando el señor, en días de fiesta familiar, las obsequiaba con un billete de Banco.

¡Al fin, les había llegado la hora del desquite!… Sin más trabajo que el de decirle al compañero, que era lavacoches, o taxista, o pintor, y ahora andaba vestido de miliciano y que pronto sería comandante:

-Mis señores votaron a las derechas. El novio de la señorita me parece que es monárquico. Además, una hermana del señor es superiora de un convento…

¡Qué cosa tan sencilla! Bastó eso para que ella, ahora, pudiera vaciarse en los cabellos y en las axilas malolientes los frascos enteros de perfumes caros; para que pudiera lucir en sus dedos el solitario y la esmeralda orlada de brillantes de la señora; para que pudiera elegir a placer entre los trajes más finos de los roperos.

Esta mañana se pondría el mejor, éste, negro, largo, descotado, que la señora estrenó para la cena de fin de año en el Ritz, y los zapatos de tafilete gris que le daban tanta gracia cuando paseaba por el retiro los días de sol. Y ella quería llevar pieles, pieles buenas. Allí las tenía a granel, de armiño, de «petit­gris», de marta cibelina, de topo, de «renard argenté», de astracán…

Cogió un abrigo de visón. Tenía en el forro, de raso bordado, unas manchas de sangre; pero, abrochándoselo bien, no se veían…

 

 

Autor

REDACCIÓN