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Seguimos con la publicación de la Segunda Parte de la obra de Julio MERINO sobre «Los caballos de la Historia» que hemos venido publicando los últimos meses, dedicada por entero a «Pegaso, el caballo volador»,  las Mitologías clásicas y los Dioses del Olimpo griego.

Para «El Correo de España» es una satisfacción poder ofrecer a sus lectores y amigos una obra tan interesante y curiosa como formativa. Así que pasen y lean.

 

 

Hoy    LOS HIJOS DE «PEGASO» Janto, Podargo, Etón y el divino Lampo

 

 

«Sube a mi carro, para que veas

cuáles son los corceles de Tros y cómo

saben lo mismo perseguir acá y allá de

la llanura que huir ligeros; ellos nos

llevarán salvos a la ciudad, si Zeus conde

de nuevo la victoria Diómedes Tidida»

 

 

Habría que haber visto aquellas cuadras del «Olimpo», mármol y oro por doquier, para entender lo que significó el caballo en la Grecia de los tiempos mitológicos. Habría que haber visto aquellas manadas de caballos en su estado más puro, soberbios, majestuosos, indómitos y de todos los colores (desde el blanco armiño de «Pegaso» hasta el negro azabache, pasando por los grises azulados, los tordillos con manchas, los roano frambuesa con pintas, los grises ratón, los negros con crines y cola blanca, los alazanes dorados, los píos con manchas blancas, los alazanes castaños, los bayos de crines oscuras y hasta los rojillos hijos de Marte) para comprender la importancia y el protagonismo que Homero les da en la «Ilíada».

Porque, la verdad es que si de la inmortal obra se suprimiesen los caballos no podría resistir en pie, ya que la «Ilíada» además de ser la gran crónica de la guerra de Troya un verdadero tratado de Mitología es también un largo poema al caballo. Pues, no en vano los caballos viven, luchan, sufren y mueren como los demás personajes, incluyendo a los héroes.

¡Son los hijos de «Pegaso»!

Los que bajan a la tierra o suben al «Olimpo» tirando de los carros de Hera y Palas Atenea; los que conducen a Marte hasta el corazón de la batalla; los que llevan a Zeus a su retiro del monte Ida… o los que a ras de suelo salvan a Eneas, ennoblecen al heroico Héctor y hacen invencible a Aquiles… Es verdad que Homero se olvida de ponerles alas como a «Pegaso» y no dice cómo ni por qué vuelan (aunque vuelan), pero a veces les hace comer «blanca cebada» y avena de Tracia.

En el canto VI, cuando describe a Paris, dice de él:

«Era como un caballo fogoso que rompe las ligaduras que le atan al establo y corre veloz a zambullirse en las frescas aguas del río y a retozar por el prado con los demás caballos que allí pacen, irguiendo altivo la cabeza, las crines al viento, y vivo golpea con las pezuñas el suelo…

A Homero le preocupa desde el principio el que quede claro que Troya es «criadora de caballos», que Héctor y Diómedes son «domadores de caballos» e incluso que la riqueza se mide entre los griegos por el número de cabezas equinas que se posean.

«Dárdano tuvo por hijo al rey Erictonio -le hace decir a Eneas-, que fue el más opulento de los mortales hombres, pues poseía tres mil yeguas que, ufanas de sus tiernos potros, pacían junto a un pantano.»

«Siete trípodes no puestos aún al fuego, diez talentos de oro -le hace decir al rey Agamenón-, veinte calderas relucientes y doce corceles robustos, premiados, que en la carrera alcanzaron la victoria. No sería pobre ni carecería de precioso oro quien tuviese los premios que dichos caballos lograron…»

«Dime Musa -se pregunta el propio autor de la «Ilíada» casi al comienzo de la obra- cuál fue el mejor de los varones y cuáles los más excelentes caballos de cuantos con los Atridas llegaron a Troya. Entre los caballos -se contesta él mismo- sobresalían las yeguas de Feretíada, que guiaba Eumelo; eran ligeras como aves y todas tenían la misma edad y alzada; criolas Apolo (o sea, un dios), el del arco de plata, en Perea, y llevaban consigo el terror de Ares (otro dios).»

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Sin embargo, nosotros nos vamos a centrar en los caballos de los héroes, pues ellos son los verdaderos «hijos de Pegaso» como descendientes de la yeguada divina del «Olimpo»… es decir, en los de Eneas, los de Héctor y los de Aquiles.

De los primeros escribe Homero: «Sube a mi carro -dice Eneas a Pándaro, el hijo de Licaón-, para que veas cuáles son los corceles de Tros y cómo saben lo mismo perseguir acá y allá de la llanura que huir ligeros; ellos nos llevarán salvos a la ciudad. Si Zeus concede de nuevo la victoria a Diómedes Tidida. Ea, toma el látigo y las lustrosas riendas, y yo me pondré a tu lado para combatir o encárgate tú de pelear, y yo me cuidaré de los caballos.

«¡Eneas! -contestó Pándaro-. Recoge tú las riendas y guía los corceles, porque tirarán mejor del carro obedeciendo el áuriga a que están acostumbrados, si nos pone en fuga el hijo de Tideo. No sea que, no oyendo tu voz, se espanten y desboquen y no quieran sacarnos de la liza, y el hijo del magnánimo Tideo nos embista y mate y se lleve los caballos. Guía, pues, el carro y los corceles, y yo con la aguda lanza esperaré de aquél la acometida.»

Advertido esto por Esténelo, dijo a Diómedes estas palabras:

 

«-¡Diómedes Tidida, carísimo a mi corazón! Veo que dos robustos varones, cuya fuerza es grandísima, desean combatir contigo: el uno, Pándaro, es hábil arquero y se jacta de ser hijo de Licaón; el otro, Eneas, se gloria de haber sido engendrado por el magnánimo Anquises y tener por madre a Venus. Ea, subamos al carro, retirémonos y cesa de revolverte furioso entre los combatientes de primera fila, para que no pierdas la dulce vida.

-No me hables de huir -responde Diómedes-, pues no creo que me persuadas. Sería impropio de mí batirme en retirada o amedrentarme. Mis fuerzas aún siguen sin menoscabo. Desdeño subir al carro, y tal como estoy iré a encontrarlos, pues Palas Atenea no me deja temblar. Sus ágiles corceles no los llevarán lejos de aquí, si es que alguno de aquéllos puede escapar. Otra cosa voy a decirte que tendrás muy presente: si la sabia Palas me concede la gloria de matar a entrambos, sujeta estos veloces caballos, amarrando las bridas al barandal, y apodérate de los corceles de Eneas para sacarlos de los teucros y traerlos a los aqueos de hermosas grebas; pues pertenecen a la raza de aquellos que el longevidente Zeus dio a Tras en pago de su hijo Ganímedes, y son, por tanto, los mejores de cuantos viven debajo del sol y de la aurora. Anquises, rey de hombres, logró adquirir a hurto caballos de esta raza ayuntando yeguas con aquéllos sin que Laomedonte lo advirtiera; naciéronle seis en el palacio, crió cuatro en su pesebre y dio esos dos a Eneas, que ponen en fuga a sus enemigos. Si los cogiéramos, alcanzaríamos gloria no pequeña…«

 

En resumen: los caballos de Eneas son caballos divinos, procedentes de las «cuadras divinas»… donde imperaba «Pegaso» como gran semental y predilecto de Zeus.

Luego, Homero se refiere a los veloces caballos de Héctor, a quien llama «domador de caballos», el coprotagonista de la «Ilíada», el máximo héroe de los troyanos y el único que casi está a la altura de Aquiles…

En el momento crucial de la batalla, y cuando parecía que los troyanos iban a echar definitivamente a los griegos de las tierras de Troya, Héctor animaba a sus caballos con estas palabras:

«¡Janto, Podargo, Etón, divino Lampo! Ahora debéis pagarme el exquisito cuidado con que Andrómeda, hija del magnánimo Eetión, os ofrecía el regalado trigo y os mezclaba vinos para que pudieseis bebiendo satisfacer vuestro apetito; antes que a mí, que me glorío de ser su floreciente esposo. Seguid el alcance, esforzaos, para ver si nos apoderamos del escudo de Néstor, cuya fama llega hasta el cielo por ser de oro, sin exceptuar las abrazaderas, y le quitamos de los hombros a Diómedes, domador de caballos, la labrada coraza que Vulcano fabricara. Creo que si ambas cosas consiguiéramos los aqueos se embarcarían esta misma noche en las veleras naves.»

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Y por último, aunque los primeros, están los caballos de Aquiles, el de los pies ligeros y máximo héroe de la «Ilíada», el hijo de la diosa Tetis que hubiese alcanzado la inmortalidad de no tener aquel punto débil del «talón»… el que da muerte a Héctor y es muerto por Paris…

Cuando ya los griegos, con Agamenón al frente, están al borde de la derrota y ha muerto Petroclo, el gran Aquiles, vestido con la reluciente armadura de Vulcano, exhorta a sus caballos de este modo:

«¡Janto y Balio, ilustres hijos de Podarga! Cuidad de traer salvo a la muchedumbre de los dánaos al que hoy os guía cuando nos hayamos saciado de combatir, y no le dejéis muerto allá como a Patroclo.

Y -según Homero- Janto, el corcel de ligeros pies, bajó la cabeza -sus crines, cayendo en torno de la extremidad del yugo, llegaban al suelo- y habiéndole dotado de voz Hera, la diosa de los blancos brazos, respondió desde debajo del yugo:

 

-Hoy te salvaremos, impetuoso Aquiles; pero también está cercano el día de tu muerte, y los culpables de ella no seremos nosotros, sino un dios poderoso y el Hado cruel. No fue por nuestra lentitud ni por nuestra pereza por lo que los teucros quitaron la armadura de los hombros de Patroclo, sino que el dios fortísimo, a quien parió Latona, la de hermosa cabellera, matole cuando combatía en primer lugar, para dar gloria a Héctor; que por nuestra parte por salvarle, tan veloces como el soplo del Céfiro, que es el más rápido de los vientos, hubiésemos corrido. Pero tú también estás destinado a morir en esta ribera por la mano de un dios y la de un mortal.

 

Dichas estas palabras, las Furias le cortaron la voz. Y, muy indignado, replicó el rapidísimo Aquiles:

 

-¿Por qué me vaticinas la muerte? Ninguna necesidad tenías de hacerlo. Ya sé que mi destino es perecer aquí, lejos de mi padre y de mi madre; pero no he de descansar hasta que haya cubierto la tierra de muertos y puesto en espantosa fuga a los troyanos.

 

Y dando sonoras voces dirigiose con sus caballos al centro de la batalla.

En fin, estos son los caballos de la «Ilíada»… caballos más rápidos que el viento, caballos que vuelan, caballos que son más que héroes y caballos que hasta hablan.

Son, sin duda, lo que bien pueden llamarse los caballos hijos de «Pegaso»… aquellos que vivían en las cuadras celestiales y sabían tanto como los dioses.

 

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.