22/11/2024 03:38
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Señores, desde que el verano del año 1964 me incorporé al periodismo activo raro habrá sido el 13 de julio de cada año  que no haya escrito algo sobre la muerte y el asesinato de Calvo Sotelo. Lo que quiere decir que en tantos años transcurridos (84) he leído casi todo lo que se ha escrito sobre el llamado por los nacionales «protomártir» (libros, «La noche que mataron a Calvo Sotelo», de Ian Gibson, «Por qué y cómo mataron a Calvo Sotelo de Luis Romero, «José Calvo Sotelo» de Alfonso Bullón» entre otros, novelas, ensayos, artículos, entrevistas, reportajes, editoriales y memorias). Por eso, este año, esta vez, me he propuesto centrarme en algo que casi siempre ha estado precedido o marginado por la política y la importancia del trágico acontecimiento: la detención aquella madrugada del 12 al 13 de julio de 1936, los asesinos y sus ideologías, el cruel asesinato en la camioneta número 17 y el entierro del día 14 en el cementerio del Este. Es decir, los hechos y los autores. Porque no vale decir, y ya es bastante decir, que fueron las Fuerzas de Orden Público, porque más importante que eso era saber qué ideologías había detrás de los uniformes… y ahí está lo más transcendente, que casi todos los participantes en el crimen eran socialistas (afiliados a la «JS», al PSOE o a la UGT) como puede comprobarse repasando las biografías de los sujetos.

Por tanto, que nadie se sorprenda de que no cite siquiera ni recuerde todo lo que llevó al terrible asesinato, ni la política de la II República, ni la quema de Iglesias y conventos, ni la actividad parlamentaria, ni discursos, ni pastorales, ni Gobiernos, ni luchas entre Partidos ni siquiera la «guerra civil» que se vivió en las capitales españolas entre el 16 de febrero y el 18 de julio… De todo ello he hablado y he escrito en profundidad, incluso en varios libros («Todos contra la Monarquía», «Los socialistas rompen las urnas», «Las Cortes condenan al Rey», «La tragedia de los generales españoles», «El viacrucis de los escritores españoles durante la Republica, la Guerra Civil y el exilio», «La agonía de las dos Españas», «Las dos muertes de Serrano Suñer», «La huida del Gobierno Largo Caballero», «El golpe del coronel Casado», «Las revelaciones del general Miaja» y otros), pero nunca vi tan claro ni nunca se ha dicho que, en realidad, los asesinos de Calvo Sotelo en su mayor parte fueron socialistas y socialistas muy bien relacionados con la cúspide del PSOE, desde Indalecio Prieto a Margarita Nelken, pasando por Largo Caballero, Zugazagoitia, Vidarte y otros. Por tanto, que nadie se llame a engaño ni critique el titular que he puesto a este escrito: LOS SOCIALISTAS ASESINARON A CALVO SOTELO…porque, de las 16  personas que van en la famosa camioneta número 17, 15 eran socialistas, unos miembros de las juventudes socialistas Unificadas (JSU) y otros del propio PSOE.

Tampoco he querido analizar los «motivos» o las causas que provoca entre las filas socialistas y de toda la Izquierda el asesinato del teniente Castillo. En este caso, y quizás por mi mente teatral, sólo me han interesado los asesinos. Los hechos y los asesinos.

 

Calvo Sotelo junto a su mujer e hijos

Los Hechos

Naturalmente, en este caso, hay que comenzar por la detención. ¿Cómo, cuándo y por quiénes fue detenido aquella madrugada Don José Calvo Sotelo? Y como da la casualidad que el mejor relato que existe es el que escribió su propia hija, Enriqueta Calvo Sotelo, a él me remito y reproduzco:

«Eran  las dos y media de la madrugada, aproximadamente,  cuando sonó el timbre de la puerta principal (la de servicio no se usó para nada), fuerte y apremiantemente. Martina, la doncella, despertó y llamó a Margarita, su compañera (las dos eran muy jóvenes). «Están llamando a la puerta muy fuerte, ¿quién podrá ser a estas horas? -Ven conmigo, a mí me da miedo ir sola.» Se vistieron y salieron las dos hasta el vestíbulo, pero sin hablar, hasta que arreciaron los golpes. Entonces las muchachas preguntaron desde detrás de la puerta:

«¿Quién es, quién llama así?» Contestaron: «Abran a la Policía» (algunos creen que dijeron: «abran a la autoridad», pero este término no es seguro); «Venimos a hacer un registro».

Martina, más asustada aún, dijo: «Yo no abro», a lo que ellos respondieron, siempre a través de la puerta: «Traemos orden de hacer un registro; si no abren, tiramos la puerta abajo.» «Un momento, por favor», dijeron las muchachas, ya aterrorizadas. Y se fueron corriendo a despertar a mi padre y contarle lo que pasaba. Éste, saltó de la cama, se puso el batín y se dirigió a uno de los balcones que daban a la calle de Velázquez. Lo abrió y preguntó a la pareja de guardias, que estaban normalmente en el portal:

«¿Son policías de verdad los que están llamando al piso?» «Sí, D. José -le contestaron- es la Policía.»

Capitán Condes

Efectivamente, delante de la casa había una camioneta descubierta de Guardias de Asalto. Entonces, mi padre se fue a la puerta y la abrió. Entraron unos 10 o 12 hombres (abajo había muchos más). Tres o cuatro iban de paisano; los demás, de uniforme. Todos se desparramaron por el piso, guardando las puertas o sitios más estratégicos y siguiendo y vigilando a todas las personas que iban apareciendo (mi madre y todo el servicio se habían ya levantado; solamente seguíamos durmiendo los cuatro hijos).

La actitud y el tono de voz de los que entraron y hablaron con mi padre, puede calificarse con dos palabras: inflexibles, pero comedidos (no les interesaba irritar demasiado a la víctima, más bien, inspirarle confianza, para llevárselo cuanto antes, sin mayor escándalo). El matiz, sin embargo, que caracterizó su actuación y percibió perfectamente mi madre y los que lo presenciaron, fue una ironía despectiva, un velado sarcasmo, ante la buena fe aparente de mi padre. Se sonreían entre ellos y cruzaban miradas burlonas.
Nada más abrirles, mi padre les preguntó:

«Vamos a ver, ¿qué desean Uds.?» -«Traemos orden de la Dirección General de Seguridad, para hacer un registro.» -«¿A estas horas y de tan extraña manera?» -«Ésa es la orden que nos han dado.»

Los que hablaban, en plan de jefes, iban de paisanos. Uno dijo que era el capitán Condés, de la Guardia Civil, y el otro el teniente Moreno, de Asalto. También de Asalto, estaban el teniente Lupión y el teniente Barbeta. Los demás, de uniforme, iban todos armados, con metralletas y pistolas.

Mi padre volvió a su habitación, intentando tranquilizar a mi madre, que ya se había levantado: «Enriqueta, no te asustes; es la Policía, que viene a practicar un registro.» Y añadió: «¡Pobre mujer!, lo siento por ti, que siempre eres la víctima de todo.»

Varios guardias habían seguido a mi padre, al que ya no perderían ni un minuto de vista, lo mismo que a los restantes miembros de la casa, a los cuales no permitirían hacer ni un movimiento, ni una llamada, ni obedecer ninguna orden de mi padre.

Comenzaron el simulacro de registro. Revolvieron unos papeles, entraron en varias habitaciones. Miraron por encima diversas cosas, etc. En el despacho de mi padre, sobre su mesa, estuvo siempre una pequeña bandera española, sujeta a un pedestal o pie metálico. Esta bandera fue con él al destierro y presidió continuamente, fuera y dentro de España, sus trabajos, sus afanes y sus desvelos. En cuanto la vieron, la cogieron, con mal contenida saña y arrancando la tela de su soporte metálico, la tiraron al suelo. También arrancaron violentamente el cable del teléfono del despacho, inutilizándolo; el otro, que estaba en un pasillo, no lo arrancaron, pero colocaron un guardia al lado, que no permitió, en ningún momento, que nadie se acercase ni lo tocara.
Al cabo de unos minutos del simulado registro, el Capitán Condés, se dirigió a mi padre:
 «Esta casa es muy grande para registrarla toda; no vale la pena.» En realidad, ya habían comprobado quién había en ella y que podían actuar impunemente. Y añadió: «Lo siento, Sr. Calvo Sotelo, pero traemos orden de la Dirección General de Seguridad de llevarle a Vd. detenido.» El estupor de mi padre subió de punto.

«¿Detenido? ¿Pero por qué?; ¿y mi inmunidad parlamentaria? ¿Y la inviolabilidad de domicilio? ¡Soy Diputado y me protege la Constitución!»

Protestó con firmeza, energía e indignación, sobre el atropello que suponía medida tan arbitraria. Todo fue inútil. Tanto Condés, como Moreno y acompañantes, insistieron inflexiblemente en su orden de detención.

«Permítanme, al menos, que llame a la Dirección General de Seguridad, para hablar con el Director.» Se lo prohibieron tajantemente. Tampoco le permitieron salir ya de la habitación en la que estaba con mi madre. En la puerta se pusieron dos guardias con metralletas. Mi madre interrogaba, angustiada y confusa: «Pero, por qué hacen esto, Pepe?, ¿Es que se puede detener de esta forma a un Diputado de la Nación?» -«Naturalmente que no» -y dirigiéndose a los guardias, insistió: «Exijo y pido que me dejen en casa hasta que amanezca el día»

La primera foto que se hizo del cadaver de Calvo Sotelo

Condés replicó: «Tenemos orden terminante de llevarle a Vd. inmediatamente a la Dirección General de Seguridad» -«Entonces vuelvo a insistir -repitió mi padre con firmeza- que me dejen telefonear a la Dirección General de Seguridad, para confirmar por mí mismo, esa orden.» y pidió a Francisco, el botones, que le trajera la guía telefónica. Cuando el chico iba a dársela, el Capitán Condés se la quitó de las manos.

«¿Pero es que no van a dejarme telefonear?», se exasperó mi padre. «No es necesario -contestó Condés- porque ahora mismo se viene Vd. con nosotros y allí le darán todas las explicaciones que quiera.» Mi padre, con una entereza impresionante, sin perder la calma, respondió fría pero decididamente:

«En esas condiciones no debo ir. Vds. comprenderán que yo necesito alguna prueba o justificación, de acuerdo con la ley, del servicio que dicen les ha sido encomendado ¿Qué razón me dan Vds. que lo garantice?- Todo esto es un atropello incalificable, que no estoy dispuesto a secundar.» Y como diera otro recado, en voz baja, al botones, ya no dejaron al chico salir de allí.

Sin embargo, algo debió impresionarles la actitud de firmeza de mi padre, que, temiendo opusiera mayor resistencia, dispuestos como iban a llevar adelante sus planes hasta el final; optaron por suavizar su postura y el capitán Condés sacó su carnet oficial de capitán de la Guardia Civil, con su foto adherida y todos los requisitos legales y enseñándoselo a mi padre, le dijo amablemente: «Supongo que esto le bastará a Vd. para convencerse de la autoridad legítima de nuestra misión.»

De sobra sabía él, la devoción y la defensa que siempre había hecho mi padre de la Guardia Civil […] y ello tranquilizó un poco a mi padre e hizo exclamar a mi madre, juntando las manos: «¡Con lo que yo quiero a la Guardia Civil!», frase que produjo una sonrisita irónica en Condés y la consiguiente reacción de mi padre: «Cállate, Enriqueta, que se van a reír de ti y entonces sí que ya no respondo.» De todas maneras, volvió a insistir en su exigencia de telefonear a la Dirección General de Seguridad, porque todo aquello le seguía pareciendo muy extraño y solamente, cuando el teniente Moreno mostró también su carnet legal de teniente de Guardias de Asalto y él y Condés se negaron rotundamente a cualquier tipo de llamadas, aduciendo que les estaba comprometiendo por su tardanza en cumplir el servicio encomendado; mi padre pareció ceder y se dispuso a someterse a la orden de detención. Le dijo, pues, a mi madre:

«Prepárame un maletín con lo más indispensable, ya que me llevan detenido.» Mi madre clamaba una y otra vez, obsesiva y angustiadamente: «¡No te vayas, Pepe, por favor, no te vayas!»

 

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(¿Fue ella la única que presintió la realidad?; yo creo que mi padre lo presentía con la misma evidencia que ella; lo que ocurrió es que, al verse absolutamente bloqueado, invadida la casa y la calle de gente armada, sin posibilidad de pedir auxilio o ayuda a nadie, totalmente incomunicado e indefenso, prefirió ir a la muerte él solo, sin arriesgarse a que le mataran allí mismo, delante de su mujer y de sus hijos e incluso, eliminando también a alguno de ellos. Este criterio se hizo más general y firme, después de consumado el crimen y repasando palabras y actitudes de mi padre, muy reveladoras al respecto y posteriores amenazas a su propia familia).
Cuando mi madre quiso salir a buscar un maletín, se lo impidieron.

«¿Pero es que no van a permitir que me lleve un maletín? ¿No comprenden que mi mujer tiene que ir a buscarlo?» La dejaron, al fin, sin dejar de acompañarla. Volvió y metió en el maletín unas prendas de ropa, unas cuartillas y una estilográfica -«¡No te vayas, por Dios, Pepe, no te vayas!», repetía incansable. Pero era tanta la fe que tenía en mi padre, que obedecía maquinalmente cuanto le mandaba hacer.

«Como Vds. verán, tengo que vestirme. Hagan el favor de salir del cuarto, para que pueda hacerlo con mayor libertad.» Condés y los guardias se negaron a hacerlo. Aquello irritó a mi padre sobremanera – «Tengo orden de no perderle a Vd. de vista ni un minuto», dijo Condés,

«Esto es intolerable; ¿es que no van a dejar que me vista solo? ¿No ven que de aquí no puedo escaparme?», les enseñó el cuarto de baño: «les doy mi palabra de caballero de que no me pienso mover; pero no tienen derecho a imponerme este régimen que atenta a mi dignidad y al respeto debido a mi esposa». Nadie se movió, ni Condés ni los dos guardias.

«Al menos -rogó, dominando apenas su enfado-, que se quede únicamente el teniente de la Guardia Civil y que salgan los dos guardias.» Permanecieron inmóviles e impasibles los tres. Esto colmó la medida de su indignación.

«Es un vejamen y un abuso, que haré constar», dijo. Se vistió delante de ellos. Mientras se peinaba, mi madre seguía su jaculatoria suplicante: «¡No te vayas, no te vayas, Pepe!» «Calla, Enriqueta, por Dios, vas a ponerte enferma.» Condés intervino al fin: «Le doy mi palabra de caballero de que dentro de cinco minutos, estará Vd. delante del Director General de Seguridad.»

Salieron todos de la habitación. Mi padre, cuya alteración crecía por momentos, dominaba sus ímpetus, con una fuerza de voluntad férrea. No quería que se tomase como pretexto el más pequeño agravio a la autoridad. Entró en el cuarto de mis hermanos varones, que dormían, y dio un beso a cada uno; no se despertaron. Los guardias le seguían cosidos a sus talones. Entró luego en la habitación de mi hermana y mía. Vino hasta mi cama y me besó; yo, con la pesadez de la fiebre que tenía esa noche tampoco me desperté. Besó también a mi hermana y ésta sí se despertó. Vio a papá vestido para salir y a dos guardias en la puerta.

 

«¿Adónde vas, papá?», preguntó sobresaltaday él contestó: «No te asustes; es que me llevan detenido.» Y salió.

Mi hermana se quedó tan estupefacta, que cuando reaccionó y se puso una bata y salió de la habitación, ya se habían ido todos del piso. Corrió a un balcón y lo abrió para mirar a la calle, pero ya no vio nada (fue la única que se asomó a un balcón; ni mi madre, ni nadie más de la casa, como han dicho algunos).

Al salir de nuestra habitación, mi padre se dirigió a la puerta, seguido por todos. Iba ya rápidamente, deseando poner fin a una situación equívoca, difícil e insostenible. Pidió un vaso de agua en francés a la institutriz francesa y ésta se lo dio. Bebió unos sorbos y abrazó a mi madre estrechamente. Ella aún pudo murmurar, palpitante: «¿Cuándo sabré de ti ?» y la respuesta de mi padre fue desconcertante:

«Dentro de cinco minutos, te llamaré desde la Dirección General de Seguridad -y haciendo una pausa y mirando a todos cuantos les rodeaban, añadió: si es que estos señores no me llevan a pegarme cuatro tiros.»

Mi madre se mantuvo en pie a duras penas.  A su lado iba René Peros, la institutriz francesa, que le llevaba el maletín. En francés, le iba diciendo mi padre, que avisaran de lo sucedido a sus hermanos, pero no a sus padres, cuya edad le inquietaba. Un guardia le interrumpió: «Hable Vd. en español.» Y él, por primera vez, perdida la paciencia, le contestó:

«Hablo como me da la gana.»

En el portal había un gran despliegue de fuerzas y guardias y en la calle  ni un alma, fuera de ellos. Ante la puerta, la camioneta de Asalto n.º 17, a la que le invitan a subir. René le da su maletín. Enriqueta Calvo Sotelo.

Grupo de milicianas en Madrid 

La Ideología de los asesinos

Aunque  hay discrepancias en cuanto al número y la ideología  de las personas que subieron en la camioneta número 17, hoy se puede asegurar que de las 22 posibles iban 16 de las cuales 15 eran socialistas y una comunista.

(Continuará mañana…)

 

                                                          Julio MERINO

                  Periodista y Miembro de la Real Academia de Córdoba

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REDACCIÓN